En alguna de las recurrentes reformas educativas que se emprendían en la Venezuela democrática, ya fuese por parejería, esnobismo u ociosidad, se incorporó a la educación formal la enseñanza de la matemática moderna, un invento francés cuya eficiencia y aciertos no habían sido demostrados. Aunque no requirieron mucho tiempo para que se supiera de su fracaso, se mantuvo en los programas escolares por mucho tiempo. Simultáneamente y con similares resultados los propulsores de la reforma pedagógica se alegraron porque se eliminó la caligrafía y se impuso a los escolares el uso de la letra script. Después se vino con el cuento que obligar a tener la letra bonita atentaba con la personalidad del alumno.
Ante el fracaso manifiesto de entender la teoría de los conjuntos y aplicarla en la vida diaria –no podían calcular cuánto dinero necesitaban para comprar la merienda en la cantina–, la solución fue quitarle valor a los exámenes de conocimiento. Lo fundamental era la asistencia, valdría 60% de la nota final. Lo que iba muy bien con la disposición a no generar frustraciones a los escolares y eliminar la competencia por sacar mejores notas entre los alumnos. La teoría era que todos eran iguales y que la mejor práctica era no calificar con puntos, que bastaría con las palabras “suficiente” e “incompleto”. Nadie sería aplazado ni sometido a los humanos reveses.
Dentro de la misma corriente modernizadora se eliminó la enseñanza de la historia patria, pero fue revertida después de un fuerte combate de la sociedad civil que antes había visto con sospecha que en lugar de la historia nacional se enseñara la historia local. Así, centrales, guayaneses y llaneros tenían mucho que aprender, pero relativamente poco los paraguaneros, los del sur del lago de Maracaibo y los de Chirimena.
En una de esas aproximaciones a la vanguardia, los expertos en educación, partidarios todos del Estado docente y sus artilugios, consideraron que la materia Formación Moral, Social y Cívica que era parte del pensum del segundo año de bachillerato debía dictarse en el séptimo año de Educación Básica. Duró unos años, pero sin aviso ni protesto la materia desapareció de los programas. Nadie reclamó que se obviara la formación ciudadana, que los jóvenes no supieran cómo funciona el Estado ni la importancia de la sociedad civil como elemento fundamental del sistema democrático. La novelería se impuso con la misma irresponsabilidad que se aceptó la reforma de los estudios militares con la aplicación del Plan Andrés Bello a mediados del primer gobierno de Caldera y la reforma de la doctrina castrense que aplicó Hugo Chávez valiéndose de la Ley Habilitante que le concedió el Congreso de la República con los votos mayoritarios de los partidos que se definían como democráticos.
En estos arrabales del infierno en que el socialismo del siglo XXI ha convertido a Venezuela muchos se preguntan el origen y razón de tanta desventura que ha derivado en la peor crisis humanitaria de la historia del continente y en el gobierno más cruel y sanguinario que haya tenido el país. Unos le echan la culpa a la corrupción y otros al deterioro de los partidos políticos. Si esos males generaran cambios, hace tiempo que el chavismo solo sería un mal recuerdo. Nunca fue tan grande. La corrupción tumba democracias, pero fortalece las dictaduras.
Las causas están en la poca educación ciudadana recibida, la ausencia de conciencia sobre la necesidad de defender la libertad y el sistema de decisiones compartidas que garantiza la democracia. Por falta de información y formación les resultó relativamente fácil engatusar a una significativa mayoría con la promesa de la “democracia verdadera”, la “participativa y protagónica”, que derivó en el peor autoritarismo y el más vulgar y demagógico populismo. Dimos por seguro que tanto la libertad como la democracia eran eternas, que nadie podría arrebatarlas, aun después de que el Kino-Chávez-Merentes acabara con la representación proporcional de las minorías y quienes obtuvieron menos votos para integrar la asamblea constituyente aprobaron una Constitución a la medida de las apetencias del mandón de concentrar todo el poder.
Ante todas las advertencias y los peligros que implicaba lo que los golpistas de 1992 llamaban “el proceso” y “la construcción de la patria bonita”, los incrédulos respondían que Venezuela no era Cuba –ahora en la península ibérica se transformó en “España no es Venezuela”–, pero una vez que el Estado es secuestrado resulta difícil dar marcha atrás con métodos pacíficos, democráticos y constitucionales. No hay democracia. Toda revolución fundamentada en el marxismo-leninismo avanza mediante el terror, el exterminio de los derechos civiles, de la libertad y de los disidentes. Votar no hace real la democracia, mucho menos cuando la adornan los cognomentos “participativa y protagónica”.
Necesitados de una doctrina, el legado de Chávez ha devenido en una abstracción vacía, algunos pedagogos han propuesto desde el Zulia, la región más devastada por el régimen maduro-cabellista, restablecer la educación ciudadana en los programas de secundaria, pero “adaptada a las nuevas circunstancias sociales, políticas y económicas”. En la propuesta la palabra “democracia” apenas aparece tres veces y “libertad” no aparece nunca, pero se insiste en la obsolescencia de las tradiciones. Lo revelador es que la propuesta se fundamenta en el libro El retorno político: comunidad, ciudadanía, pluralismo, democracia radical de la podemita Chantal Mouffe, que considera añosa la democracia convencional y propone un nuevo imaginario político con lucha de clases, redefinición de la libertad y restricciones a la propiedad, en conexión con los debates de la posmodernidad. Más o menos el mismo palabreo incomprensible y confuso de la tesis doctoral de Juan Barreto. Vendo rosa de los vientos para mar picado y tormenta a la vista.
@ramonhernandezg
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