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La suma cero y los milicianos

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En los cursos de posgrado en Ciencias Políticas de hace cuarenta años, cuando la guerra fría la comandaban Yuri Andropov y Ronald Reagan, en los periódicos de Estados Unidos, tanto en el más remoto condado de Alaska como en The Washington PostThe New York Times Chicago Tribune, que no son diarios nacionales pero que influyen tanto en la política y en la economía como si lo fueran, aparecían con frecuencia informaciones sobre cómo construir un refugio atómico casero. Pocos dudaban de que en cualquier momento podía llegar un misil balístico intercontinental multiojival y acabar con la tranquilidad de la cuadra o, peor, con la existencia del planeta.

Entonces las teorías de las conspiraciones –estuviesen involucrados países, corporaciones o internacionales ideológicas– estaban de moda y no solo por las películas del agente 007, la serie televisiva Misión imposible o los best seller de John Le Carré, sino porque Estados Unidos y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas mantenían un feroz juego de “truco”, tan rudo y arriesgado como se estila en Carúpano, Pampatar y, a veces, en Tacarigua de Mamporal. Uno y otro se mentían sobre su poderío, su puntería y la certeza de que la respuesta a cualquier ataque causaría más daños que las ganancias obtenidas, eso que los estrategas denominan el juego suma cero.

Desde que las guerras se hacían con mazos, arco y flecha, lanzas o arcabuces y ahora en que hasta los pranes amenazan con batallones de francotiradores armados con fusiles Dragunov y fusiles portátiles, el factor fundamental para derrotar al enemigo ha sido contar con una tropa disciplinada y bien alimentada, y que los abastecimientos –armas, municiones, alimentos, agua y auxilio médico– estén garantizados. Lo demostró el general Juan Vicente Gómez cuando derrotó a los caudillitos que a finales del siglo XIX se negaban a retirarse a sus haciendas y también, con más tecnología, Ronald Reagan, quien era mucho más que un acartonado y bien maquillado actor.

Mientras la propaganda soviética alardeaba de sus misiles intercontinentales indetectables, capaces de recorrer 5.500 kilómetros y acertar en sus objetivos con una exactitud de metros, la realidad era que una hambruna afectaba todo el territorio de la federación, desde Moscú hasta Siberia. No solo disminuyeron los envíos a La Habana y a otros satélites, sino que se vieron obligados a solicitar a Washington, su enemigo, que les suministrara cereales –especialmente trigo, cebada y maíz– y papas de Iowa, que además de grandes gustan mucho a los eslavos y mucho más a los mongoles, tártaros y kazajos fritas con grasa de búfalo. Reagan aumentó el gasto armamentista y Moscú se desplomó sin un disparo. Facilito.

Desconozco en qué escuela de guerra cursaron los estrategas que tienen la responsabilidad de garantizar la seguridad del Estado venezolano. Obviamente no en la que servía al Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca, vuelto trizas con la guerra de Las Malvinas, que no solo deshonró y abochornó a los militares argentinos, sino que los desalojó del poder. Seguramente fue en algún parapeto en la isla de Cuba en el cual proyectan, cuando hay electricidad, videos sobre presuntas guerras de tercera y cuarta generación –¿la de Angola o las escaramuzas en Grenada?–, la película La hora de los hornos y escuchan fragmentos de la entrevista de 100 horas que Ignacio Ramonet le hizo a Fidel Castro. El mismo contenido del curso para neurocirujanos, pero los estudiantes visten uniforme militar.

Alemania, que liderada por Hitler creyó equivocadamente que la guerra le serviría para lavarse las afrentas del Tratado de Versalles e imponer un totalitarismo fundamentado en la superioridad de la raza aria, antes de enviar sus panzer a Polonia y desbancar la defensas francesas, no destruyó sus empresas básicas ni arruinó a sus productores agropecuarios, tampoco obligó a su población a huir asediada por el hambre, la falta de medicinas y la inseguridad. Su persecución fue contra los judíos y otras minorías, pero los efectos fueron igual de desastrosos. Dividió sus propias fuerzas.

Quizás las últimas investigaciones en los institutos de altos estudios para la defensa de los socios antillanos, mira tú, han determinado que la buena disciplina de las tropas de Napoleón fue la principal causa de la derrota en Waterloo y no la operación envolvente que le prepararon durante meses sus adversarios. Vendo video de las escaramuzas con bazucas de plástico y trincheras de cartón.

@ramonhernandezg

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