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El 23 de enero

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Quien olvide la historia corre el riesgo de repetirla

Ruiz de Santayana

Los detalles de aquellas históricas jornadas, incluido el precipitado despegue la noche del 23 de enero de 1958 desde La Carlota hacia República Dominicana de la Vaca Sagrada, un Douglas DC4, llevando al depuesto general y dictador máximo de la Junta de Gobierno Marcos Pérez Jiménez, su familia y algunos de sus colaboradores más cercanos, los narra quien fuera su ministro de Relaciones Interiores, Laureano Vallenilla Lanz en su obra Razones de proscrito, escrita y publicada en Boulogne, Francia, siete años después, en 1965.

Vale la pena transcribir literalmente sus palabras, dada la imposibilidad de encontrar su obra, nunca editada en Caracas. Y hacerse así una cabal idea de lo acontecido en fecha tan memorable. Vivimos, en muchos sentidos, acontecimientos similares, con un bonus track: a la cabeza del interinato no está Rómulo Betancourt ni la élite de la generación del 28, sino un aparatschik de Leopoldo López, nieto por vía materna de uno de los personajes más relevantes de aquellos días emblemáticos, el empresario y miembro de la Junta de Gobierno, Eugenio Mendoza Goiticoa. Los tiempos cambian, los personajes quedan.

Cuenta Vallenilla Lanz: “El nuevo gabinete fue recibido con aparente indiferencia. El domingo transcurrió tranquilo, pero la semana se inició con desórdenes estudiantiles y amenazas de paro. Pronto se empezó a sentir que si las cosas no andaban bien en la calle, peor marchaban en el seno del gobierno…Llega la noche del 22 de enero. El presidente jugaba al dominó con el gobernador del Distrito Federal y otro alto funcionario. Telefonean para avisar que los destructores fondeados en el puerto de La Guaira han levado anclas. Pérez Jiménez se incorpora y llama a Wolfgang Larrazábal, comandante de las Fuerzas Navales. Este le responde que no está enterado de la maniobra. Se informará. Lo telefonean nuevamente. Hay oficiales reunidos en la Escuela Militar para considerar la situación. Pérez Jiménez suspende la partida y marca el número del Instituto. Solicita al coronel Pedro José Quevedo, pero responde el teniente-coronel Marten Brito, su antiguo edecán y persona a quien profesa sincero afecto: ‘Renuncie mi general. ¡Aquí no lo quiere nadie’. El presidente cuelga y llama al Comando de la Guardia Nacional. Contesta el teniente-coronel Carlos Gámez Calcaño, con voz alterada: Mi general, usted se cree un Toyota, pero no lo es. ¡Nosotros estamos sublevados!”. Sin perder la serenidad, el presidente propone que la oficialidad inconforme se traslade a Miraflores para cambiar impresiones. El otro replica: ‘¡Ese es un peine que usted nos pone!’. Pérez Jiménez regresa con paso lento a la mesa de dominó para decir, simplemente, que se interrumpe el juego. Vuelve al despacho y toma la gorra, pero se arrepiente y entra al baño para salir momentos después, con un maletín en la mano. Llama a Paoli y le ordena trasladarse a la residencia de El Paraíso y acompañar a su familia al aeropuerto de La Carlota. Su rostro no refleja ni emoción ni inquietud. Luego hace varias llamadas telefónicas seguidas y se dirige a su automóvil  en compañía del doctor Soulés Baldó”.

Lo demás es historia. Atraviesan la noche del 22 al 23 de enero en el Cadillac negro de la presidencia en una Caracas en penumbras. Llegan al aeropuerto La Carlota en silencio, iluminada por bombillos amarillentos que crean una atmósfera siniestra. El edecán de Pérez Jiménez, mayor José Cova Rey, se ve en la obligación de pilotear el aparato presidencial, pues su tripulación se niega a acompañarlo a República Dominicana. Lo hace en solitario, sin el auxilio de un copiloto, ante la angustiosa mirada del dictador que se sienta en la primera fila. Poco después del accidentado y turbulento despegue, escuchan por la radio de La Vaca Sagrada la voz de Fabricio Ojeda hablando en nombre de la Junta Patriótica. Fin de esa historia.

Cito la escueta narración de Laureano Vallenilla Lanz. Sin tonos épicos, sin toma de la Bastilla ni masas desbordantes, como quien narra el episodio de un hombre fuerte vistiéndose apresuradamente, ponerse los botines y salir raudo y sin demoras de un país que ya no lo quería. En esa partida de dominó no participó el general Llovera Páez, que sin embargo lo acompaña a La Carlota y se sube al avión que los cambia de la dictadura pérezjimenista a la del dictador dominicano “Chapita” Trujillo. El ya famoso y emblemático decir del general Llovera Páez “vámonos general, que el pescuezo no retoña”, no aparece reflejada en la historia. Es una ocurrencia post festum. Huele a creación de algún fablistán acciodemocratista, de esos que han administrado esos capítulos de la historia como si hubieran sido obra exclusiva de sus caletres.

Esos fueron los parcos sucesos del 23 de enero: el entierro de un régimen agónico y el nacimiento de otro en estado de preparto. Un golpe de Estado militar. Nada digno de competir con el asalto de Aquiles a las murallas de Troya o las tropas soviéticas entrando a Berlín. Ni con la caída del muro. De todas las frases dignas de ser recordadas, de las que sí hay constancia, dos merecen ser mencionadas, por su innegable vigencia: la que le enrostra telefónicamente el teniente-coronel Marten Brito a Pérez Jiménez, del otro lado de la línea: “¡Renuncie, mi general! ¡Aquí no lo quiere nadie!” y la que le echa en el rostro el general Llovera Páez a su compadre, el ministro Fernández, que aprovechándose de la circunstancia comienza a mostrar signos de querer agarrar el coroto: “¡En Venezuela no puede haber dos presidentes, Fernández!”. Nadie imaginaba que poco más de sesenta años después se produciría el milagro contra natura: ¡ya hay dos presidentes!

La historia de estos deslavados sucesos, amplificados en gloria y majestad por los propagandistas de Acción Democrática y los alabarderos de Puntofijo, deja ver que no es la tragedia, sino la comedia el género preferido de nuestros héroes vernáculos. Merecido reflejo el de un diputado de La Guaira haciéndose de una presidencia de utilería, 62 años después, un día como aquel y a la misma hora. Es la farsa.

Recomiendo la lectura de esas dos magníficas obras de Laureano Vallenilla Planchart. Permiten la otra mirada, la que deja ver una Venezuela con densidad histórico social que pudo haber seguido otro camino que el lamentable de la auto mutilación empujada a golpes de Estado. Sufrimos las naturales consecuencias. Un país sin enjundia.

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