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Con el nombramiento de la nueva junta directiva de la Asamblea Nacional fueron muchos los comentarios vistos en redes sobre el hecho de que lo que se estaba atestiguando en los predios del Parlamento no fuese más que una manifestación circense. O dicho de otro modo, que toda aquella interacción ­–limitada por demás a los criterios de las verdades impuestas por los medios del Estado y los pocos focos difundidos en redes sociales– no eran más que un simple show concertado entre los factores del oficialismo y la oposición, o mejor dicho, las oposiciones.

La verdad sea dicha, después de dos décadas de chavismo, la credibilidad de los líderes políticos en Venezuela no está en su mejor momento. Por un lado, el oficialismo, Maduro y compañía detentan un fuerte cuestionamiento en cuanto a su legitimidad, sin dejar pasar el hecho de su nefasta gestión en términos económicos y aspectos tal vez mucho más sensibles, como lo son las acusaciones sobre violaciones de derechos humanos, algunos delitos que pudieran ser tipificados como crímenes de lesa humanidad y otras acusaciones relacionadas con el narcotráfico, minería ilegal y otras actividades que han originado sanciones individuales en el ámbito internacional.

La oposición, sin embargo, no está exenta de culpas. Por un lado, hay quienes dicen que los dirigentes opositores dejan su pellejo por el restablecimiento de la democracia. Y si bien ello puede ser cierto en algunos casos –veamos el supuesto de sujetos que se encuentran detenidos desde hace varios años e incluso otros que han sido asesinados, como es el caso de Fernando Albán- es difícil pensar que la dirigencia está pasando trabajo cuando llega a las cercanías del Parlamento con balayage, teléfonos de alta gama y vestimentas que no provienen precisamente del clóset de Marisela en el Apure de Doña Bárbara. Y en política, por idiota que suene recordarlo, se debe tener sentido común. Máxime cuando todos los focos van a estar sobre ti, observándote, escrudriñándote, viéndote en qué te equivocas.

Sería infantil cernir la discusión de lo que pasa en el país alrededor de los teléfonos de Fabiana Rosales o los atuendos de los diputados. Pero, en el fondo, toda esa frivolidad discursiva también refleja las prioridades de muchos venezolanos, porque si el foco lo ponen en el teléfono y en los vestidos y no en lo que realmente está pasando en el Parlamento, es porque simplemente lo último pasó a un segundo plano, si es que realmente tuvo algún tipo de relevancia en el imaginario de las personas. Ahora bien, ¿puede cuestionarse esta actitud de la gente?

Analizada nuestra historia, han sido pocos los destellos de defensa hacia las instituciones. Casos aislados como los de Fermín Toro constituyen notas particulares y exóticas en nuestro devenir. Por el contrario, la constante ha sido siempre la destrucción. Y hoy lo atestiguamos sin mayores consecuencias. El Parlamento puede cerrar sus puertas y, lamentablemente, el país seguirá gravitando en su formato de hacienda autoritaria sin mayores modificaciones. Las reglas las seguirán imponiendo aquellos que detenten la fuerza y las armas, mientras que el resto de la población será conminada a obedecer o seguir su camino al destierro. Y para colmo de colmos, el agente autoritario no es siquiera un déspota ilustrado, por lo que en adición a los males de la conducta autoritaria –siempre deleznable– se incluyen las falencias de la ignorancia, lacerantes como pocas.

De allí que sí deba alertarse sobre la importancia de lo que sucedió en el Parlamento. Porque no es un ataque a Guaidó, a sus destrezas de ninja saltando cercas, lo que se atestigua, sino un resquebrajamiento a la institucionalidad venezolana. Un resquebrajamiento que, por cierto, provino en buena parte por la condición ética y moral de no pocos diputados de la llamada oposición. De allí que siempre me cuide de atacar la figura de Guaidó directamente, no porque sea un sujeto por el cual sienta un especial agrado o empatía, sino por lo que él representa institucionalmente, en un país caracterizado precisamente por la ausencia de instituciones.

Son incontables las diferencias que tengo con varios de los diputados de la Asamblea Nacional. Comenzando por varios de los postulados del Plan País, por su visión económica, por su escasa o limitada creencia en la virtud de la libertad individual y el papel que el Estado debe cumplir en la sociedad, pero en este momento, en estas circunstancias que vive Venezuela, convertida hoy en un Estado fallido, marchito, aislado y desahuciado, prefiero enfocarme más en los recursos que se tienen para ponerle fin al chavismo como agente rector del poder.

La situación no es sencilla. El chavismo ha demostrado que está dispuesto a morir para permanecer en el poder, y frente a ello se requieren convicciones muy robustas para batallar frente al mal. En las circunstancias actuales, el conflicto trasciende incluso el marco de la temporalidad –no sabemos cuándo tendrá fin– y requiere, ante todo, un replanteamiento de lo que se quiere. Un buen inicio sería comenzar a hablar con la verdad, y luchar por ella, puesto que ha sido la gran olvidada de nuestros tiempos.

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