Hace ya medio siglo, a las 2:56 (UTC) del lunes 21 de julio de 1969, al sur del Mare Tranquillitatis, donde, tranquilamente, por supuesto, había alunizado 6 horas antes el modulo Eagle, hollaba por vez primera el rocoso suelo lunar un ser humano, el comandante Neil Armstrong. La costosísima aventura, magnificada por una exorbitante exposición mediática y los expresivos signos de admiración perceptibles, por ejemplo, en la voz trémula y las cejas levantadas de un conocido y malogrado actor y declamador de la televisión vernácula quien, ante una espectacular toma de nuestra «compañera cósmica», exclamó: ¡Ahí está la luna, es acéfala de color! No era pan de horno la señora de las mareas. Tampoco era de queso. Pero, ¡ah!, estaba cromáticamente descabezada según la falta de exceso de ignorancia –o el exceso de falta de ella– del comentarista ad hoc. Nunca he podido desvincular su antológico disparate de la histórica odisea anticipada literariamente por Julio Verne (De la Terre à la Lune, 1865) y cinematográficamente por George Méliès (Le voyage dans la Lune, 1902), a pesar de la solemne frase pronunciada por Armstrong y repetida ad nauseam en estos días de nostálgica celebración, It’s one small step for a man, one giant leap for mankind –Un pequeño paso para un hombre, un gran salto para la humanidad–, parte seguramente de un protocolo ideado por relacionistas públicos y publicitas, a objeto de hacer más memorable un acontecimiento difícil de olvidar. La lógica postula invertirla. A un hombre cualquiera, 385.000 kilómetros han de parecerle insalvables y, en este sentido, se trató sin duda de un portentoso salto; sin embargo, en términos planetarios fue una insignificancia respecto a la inconmensurable magnitud del universo.
Al cumplirse este domingo la primera cincuentena de la improductiva expedición –improductiva crematísticamente hablando, mas de alto valor simbólico en cuanto a imagen de la muy capitalista democracia estadounidense de cara a su cotejo ideológico, la URSS–, es ocasión propicia para recordar que el 3 de febrero de 1966, más de 3 años antes del alunizaje del Águila, una sonda espacial soviética, Lunik 9, descendió sin contratiempos en el Océano de las Tormentas y se convirtió en «el primer objeto terrestre en posarse suavemente en un cuerpo celeste», y si bien no había cosmonautas a bordo era por una buena razón: los rusos vivían en la Luna desde 1917, cuando los bolcheviques les ofrecieron el cielo.
Hoy, la nación norteamericana es gobernada por un lunático, Venezuela es satélite de Cuba y en la Luna viven quienes hacen de las elecciones presidenciales una infalible panacea para curar la poliédrica enfermedad que nos aflige, el mal de Chávez, sin exterminar a sus agentes trasmisores, y alterando el orden de los factores en la prescripción formulada cuando Juan Guaidó se encargó de la Presidencia de la República y comenzó un interinato reconocido por 50 y tantos países, angustiosamente prolongado más allá de lo debido, deseado e imaginado. Ello facilitó el retorno de la máquina tempodilatadora de los dimes y diretes y una mediación calculada con la frialdad de un témpano o de un fiordo escandinavo: ¡siéntate a conversar con el adversario! Y no se enfurruñan los noruegos, cual haría Olafo el amargado, porque voceros de las partes en pugna, contando los pollos antes de ser siquiera concebidos, estimen inútil o contraproducente su diplomático interés en la tragedia nacional, pues hay quienes sensatamente consideran auspiciosa su decisión de tomar cartas en nuestros asuntos, a fin de encauzar, por la civilizada senda del diálogo, la búsqueda de una salida consensuada, pacífica y satisfactoria para tirios y troyanos al conflicto generado en Venezuela por el desconocimiento de la voluntad de las mayorías y el ejercicio ilegítimo de los poderes públicos.
No se vislumbran avances en Barbados, pero sí en el tic-tac del reloj siempre favorable a Maduro & Co.; no obstante, ante la posibilidad (o inevitabilidad) de un estancamiento, la representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, Federica Mogherini, advirtió: «El statu quo no es una opción sostenible para Venezuela, la región y el mundo», y amenazó con imponer nuevas sanciones al país si las negociaciones no arrojan resultados favorables. Lo de favorable, imagino y temo, atañe al sufragio; tema ampliamente debatido por estos días, en razón de los riesgos que entraña, aun con un nuevo e imparcial árbitro, convocar a un proceso comicial del cual, de entrada, estará excluido, en virtud del éxodo inducido por la dictadura, una cuarta parte del padrón electoral. Urge bajar de la Luna, poner los pies en tierra y los caballos delante del carruaje. Las elecciones libres y transparentes son una exigencia del pueblo opositor y un punto de honor en la hoja de ruta trazada por la Asamblea Nacional. Pero tanto o más importante y urgente son el cese del ejercicio fraudulento del poder ejecutivo por parte de Nicolás Maduro, la disolución de la espuria y por los demás vencida anc y la remoción de todos los jueces del írrito tsj –ojo, las minúsculas hablan–, vindicaciones demandadas abrumadoramente por la ciudadanía en la consulta popular del el 16 de julio de 2017. Y algo debe hacerse con los militares. De momento bastaría con devolverlos a sus cuarteles. Después veremos.
No nos oponemos a la búsqueda de acuerdos orientados a resolver la crisis de gobernanza, pero no se pueden comprometer principios ni posiciones estratégicas con quienes no profesan respeto al fair play y cambian las reglas del juego cuando se sienten acorralados. En Barbados, la unidad democrática arriesga mucho y la usurpación nada pierde. Tal asimetría le viene de perlas a quienes rinden culto a lado obscuro de la Luna. En la inescrutable faz de la reina de la noche, cual la llamó un vate ramplón, se refugian quienes fomentan la discordia en el seno de la unidad y, apostando por una depuración fundamentalista de la misma, se convierten en quinta columna del gobierno de facto en las filas disidentes y, ¡ay!, de esa misma cara invisible proviene el enrojecido y patriofascista Cabello y sus rabietas a lo Pato Donald, ¡cuac, cuac, la derecha no volverá!, aquí no habrá elecciones, ¡no me sale del forro!, y otros alunamientos, cuya desmesura explicaría por qué no se ha vuelto a enviar Apolos a ver cómo cuelga colgada, cuelga en el viento, la gorda luna de Barlovento, luna llena buena para vampiros y licántropos, es decir, chupasangres y depredadores rojos.
Si los perros le ladran esta noche, Selene todavía se verá «regrandota como una pelotota», pero, como está menguando, no corremos el riesgo de ser sorprendidos por un descendiente de Nosferatu. Eso sí, ¡cuidado con el perigeo!, porque, tal escribió Shakespeare en algún soneto o quizá en alusión a Sueño de una noche de verano –me limito a copiar el dictado de una memoria incierta–, «Todo es culpa de la Luna, cuando se acerca demasiado a la Tierra todos se vuelven locos». No, definitivamente, la Luna no es pan de horno.
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