Una manera simple de decirlo es la siguiente: sin crisis, solo habrá continuismo. Con crisis, puede que no, existe la posibilidad de que no. Y cuando digo «crisis», no me refiero a la catástrofe socioeconómica que destruye el país; esta ya existe desde hace tiempo. Me refiero a que tenga una expresión política: a una crisis política de suficiente conmoción, como para sacudir la pasividad o la resignación política del presente, y producir condiciones para que la crisis desemboque en un cambio político, que sí sea de verdad, sustancial; no de puras expectativas que se desvanecen ante la improvisación, el aprovechamiento personal y las tramoyas de diálogo.
¿Es esto posible? Sí lo es. Incluso es un deber constitucional. Por supuesto que ello, por sí mismo, no lo hace posible. Pero la combinación de la catástrofe humanitaria y la exigencia constitucional no deben menospreciarse, en cuanto a la legítima justificación del derecho a rebelión, en todos los ámbitos de la vida nacional. ¿Es esto deseable? También lo es, porque la llamada «normalización» política del país, tan habilidosamente labrada por la hegemonía, y en particular por sus patronos cubanos, y así mismo secundada por no pocos factores políticos que se definen de oposición, es nefasta porque sostiene al continuismo.
Hace que el presente se vaya convirtiendo en futuro; que se «debatan» cosas sin importancia real, ya que son incapaces de promover cambios efectivos. Maduro y los suyos son los primeros beneficiarios del continuismo, fundamentado en la «normalización». Y el principal perdedor es la nación venezolana. Existe la opción de que esto no siga siendo así, pero ello pasa, inexorablemente, por el acuerpamiento de una crisis política. Nadie inventa el agua tibia con eso. Así suele ser casi siempre en casi todas partes del mundo. Las hegemonías mafiosas no salen del poder por las buenas.
Las malas, por otro lado, no significan que tenga que haber una guerra civil, o una invasión extranjera, o una matanza indiscriminada entre compatriotas. No. Primero, porque ya vivimos una guerra de naturaleza delictiva con una violencia sin precedentes; y la invasión extranjera empezó en 1999, cuando Fidel y el predecesor empezaron el paulatino proceso de transferir el poder y los recursos venezolanos a La Habana. Y de matanzas entre compatriotas, todos sabemos lo que pasa… Y no solo por el auge de los conflictos de índole sociocriminal, sino por la represión y la barbarie de la hegemonía.
Solo una crisis política, repito, exigida en la Constitución, puede impedir que lo anterior se siga prolongando, porque lo anterior es de lo que se trata el continuismo, además de la depredación de todos los recursos depredables. Uno se pregunta, ¿qué más tiene que suceder en medio de esta tragedia, para que nos terminemos de dar cuenta? Ya se cumplen 21 años de la misma, y los temas sobre el denominado tapete son puro refrito, comenzando por la aspiración de unas elecciones libres y justas, como único medio aceptable para cualquier tipo de cambio. ¿Hasta cuándo, nos preguntamos muchos: hasta cuándo la misma miasma?
La lucha política sin riesgos, inclusive de marca mayor, no es lucha sino disimulo. Ello no quiere decir que la audacia se confunda con irresponsabilidad, y todo sea para peor. Pero sí quiere decir que no se puede permanecer en un limbo, adornado de retórica, y sin objetivos claros y decididos. El desafío principal del 2020, me parece es este: que una crisis política supere a la hegemonía, o sea, al continuismo, y se le abran las puertas al cambio, así sea paso a paso. ¿Estamos dispuestos a asumir ese desafío? Estoy seguro que mucha pero mucha gente si lo está.
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