―¿Quién es? –pregunta la voz de Pedro León Zapata a través de la ranura marcada con la palabra pent house y, ya enterado respecto a la identidad de la visita, dice: “Ahorita bajo”. Se le adivina colgando el intercomunicador, parpadeando desprevenido detrás de los lentes y pensando “¿Dónde dejé las llaves?”.
Su nombre ha sonado durante tantos años en el país que debería bajar una versión de San Pedro con su manojo de llaves, pero no es así: abre la puerta un tipo ágil y vestido muy cómodamente de Jordan, con manchas de pintura en la franela. Es el mismo mulato irreverente de los años 70, el primero que metió un rancho-favela-casita marginal en un museo y el que elabora todos los días la caricatura de El Nacional.
Esta caricatura, aparte de ser la exposición de dibujo más prolongada del país, es un editorial tan popular, que sirve, entre otras cosas, para que una multitudinaria cofradía de amas de casa, matronas y otras señoras se distraigan en la creencia de que entre sus trazos se ocultan los números ganadores de las insondables loterías que empapelan el territorio patrio.
Probablemente ningún artista plástico atrae tanto la atención del público como Zapata: recientemente el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas Sofía Imber exhibió 50 dibujos, que resaltan de alguna manera el status lúdico de la comunicación.
Estos trabajos han sido incorporados a los mares y autopistas de Internet y están instalados en la galería virtual de la Compañía Anónima Nacional de Teléfonos de Venezuela, más cómodamente conocida como Cantv. Por si fuera poco, esos dibujos han sido reproducidos en las tarjetas telefónicas y, aparte de servir para llamadas amorosas, urgentes, domésticas, rabiosas, piadosas o perjuras, se han transformado en objetos del deseo coleccionista.
Lo que verá en Washington
Zapata es en realidad el segundo Zapata importante que existe en Latinoamérica, y su suerte estriba en que los corazones nacionales que palpitan en el continente aceptaron que él era un Zapata tan batallador y tierno como el anterior. Así fue como surgió esta situación en que el grito ¡Viva Zapata! puede muy bien referirse a uno u otro indistintamente.
Zapata debería ser, en todo caso, un artista presuntuoso y ególatra, porque difícilmente se puede conseguir en el mundo actual un hacedor de arte que esté en contacto plebiscitario y sentimental con tantas miles de personas, llevando y trayendo ideas. Sin embargo, él fue uno de los que aceptó el reto de volver humildemente al principio y sentarse a dibujar con un modelo o una modelo en vivo. Rayas van y rayas vienen. La muchacha desnuda mirando para acá. La muchacha desnuda con una teta que se desliza con ganas de escabullirse. La muchacha que se agacha. El tipo desnudo que se levanta. El músico que va a tocar saxofón mientras dos modelos desnudas pasan y posan.
De esa experiencia surgieron, como flores engendradas en la máxima expresión de un oficio (que él afina desde hace cuatro décadas), unos dibujos tan abrumadores que muy bien podrían servir como extremaunción visual para que los flácidos años 90 se mueran dignamente.
El placer de la indefinición
Zapata dice que volver al modelo es retornar al cero, al principio. Uno se aleja del modelo hacia los confines más distantes y, cuando se siente perdido, regresa al modelo y encuentra un camino. Ahí el pintor se queda un tiempo, encuentra un camino distinto y quizá se vuelva a perder.
Él fue estudiante de nuevo, volvió a usar los elementos primarios: el modelo enfrente y el carboncillo en la mano derecha. Por supuesto que después vino la recreación del pintor haciendo con aquellos apuntes una muestra vital de su expresión, el resumen de sus conceptos estéticos. “En cada dibujo está lo pictórico y lo extra pictórico de mi persona”.
Los dibujos son completamente diferentes unos de otros, aun cuando se trate de miradas vertiginosas puestas sobre los mismos modelos. Cada uno es otra cuestión. Varios juntos causan un efecto que impresiona hasta al autor. El mulato irreverente los mira y remira y si fuera peludo se erizaría. Es un reencuentro con sus pasiones. Zapata es un buzo de sí mismo. Se adentra en sus profundidades.
―¿Cómo definiría usted su trabajo artístico?
―Por no definirlo es que trabajo tan libremente. Ni siquiera se me ha ocurrido pensar en eso. Soy un pintor indefinido que busca ante todo pasarla bien. No pasarla bien con el producto de la venta de mis cuadros, sino que el hecho de pintar me haga sentir pleno, vivo, feliz. Que pintar vaya en una dirección o en otra, eso no me preocupa: podría sentir gran placer hasta pintando una pared con una brocha.
―Ese placer ¿lo siente ante el trabajo de otros?
―Además de pintar soy público: ser un buen público es tan difícil como ser pintor. Ser buen público de toros, de boxeo, de béisbol o de básquetbol es algo excepcional. Hay gente que no conoce los espectáculos que aplaude. Yo sé ir a un museo y sentirme emocionado frente a una obra de arte clásico o una más audaz de arte moderno. Yo discrimino por calidad, no por tendencia.
―¿Hay un diálogo entre el artista y el espectador?
―En la mirada que se da entre la obra y el espectador se establece una relación de sobreentendidos y uno cree estar comunicándose con el artista cuando es él quien se está comunicando con uno. Es dialéctica: va de aquí para allá. Hay obras que no le dicen nada a algunos críticos, pero le dicen tanto a los demás que los críticos piensan “los demás están equivocados”. Resulta que esa obra no se ajusta a lo que el crítico aprendió que era el arte.
―Se habla bastante actualmente de la comunicación en el arte como un ángulo novedoso. ¿Ha meditado sobre ese tema?
―En estos momentos está de moda comunicar algo. Pero estuvo tan en desuso el tratar de comunicar, que los pintores se acostumbraron a no expresar nada y ahora dicen los lugares comunes que dejaron de decir durante años. En exposiciones como esta, trato de plantear otra cosa. Aun sin proponérmelo digo cosas que tal vez hagan pensar que estoy diciendo algo trascendente, y es que en realidad ya yo dije todos mis lugares comunes.
―El comentario obligado respecto a esta muestra que va para Washington es que se trata de un esfuerzo superior y que usted no se ha quedado estancado, que cada año crece un poco más como pintor.
―Yo soy absolutamente incapaz de mejorar, y también incapaz de empeorar, porque yo no aprendo. Hago las cosas y no me las aprendo, lo cual puede ser una especie de autocrítica. También puede entenderse como una afirmación un poco vanidosa: yo no aprendo quiere decir yo no repito, yo no práctico fórmulas, yo carezco de recetas. Los que aprenden son aquellos que descubren recetas y van a lo largo de todo su trabajo descubriendo recetas para realizar sus cuadros, para realizar sus poemas, para escribir sus libros, para cocinar su comida y hasta para vivir: terminan siendo personas que viven con recetas.
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