Lo conocí cuando yo apenas estudiaba cuarto año de bachillerato en el Liceo Néstor Luis Pérez, de Tucupita, a finales de la década de los setenta del pasado siglo. Si no recuerdo mal, el director del Ciclo Diversificado era un docente de sonrisa afable y pegajosa llamado Antonio Arias, quien a falta de profesor de Castellano y Literatura realizó gestiones en la Zona Educativa para que tuviéramos uno.
Recuerdo nítidamente su impecable estampa de profesor bien vestido con su camisa blanca impecable y su envidiable y mejor dotado léxico de sociólogo egresado de la Universidad de Oriente (núcleo de Cumaná). Su desgarbada y enjuta figura quijotesca de lector irreverente lo hizo dueño de mi respeto intelectual y rápidamente, durante los primeros meses del año académico se fue ganando una ferviente admiración intelectual que yo no ocultaba a los ojos de mis demás condiscípulos.
Simplemente Dámaso, como le decíamos sus más allegados amigos, siempre supo granjearse el más puro respeto, tanto a su persona como a las ideas que sostenía y profesaba en círculos académicos y profesionales del Delta a los cuales pertenecía y frecuentaba con su natural solvencia ética e intelectual.
Fundó, junto con otros colegas sociólogos y antropólogos del país, el Colegio de Sociólogos de Venezuela (Seccional Delta Amacuro). Fundó y estableció un mítico establecimiento comercial de fotografía al que nunca le quiso poner un cartel con nombre, pero todos los que lo frecuentábamos por su cálida y fraterna amistad sabíamos bien que su nombre secreto era Foto Estudio Arte. El local le servía para procurarse sus proventos económicos, a la vez que le permitía forjar su obra plástica, porque también fue -ex aequo- un incansable artista plástico y promotor cultural de los más soberbios e inclaudicables.
Nunca supe cuáles vientos lo trajeron al Delta de Alirio Palacios, de Gladys Meneses, de Pedro Barreto, pero se granjeó la bonhomía y admiración que otorga el afecto límpido y pulcro de la más pura amistad. Ahora que ha partido a las ignotas regiones de las esferas celestes y ha volado hasta la paz del Creador, doy fe de su fervor por la filia platónica, ese entusiasmo vital imperecedero que trasciende la muerte, incluso, si es auténtico y genuino como el que Dámaso sembró en las fértiles plenillanuras e intrincados laberintos deltaicos.
La intempestiva e infausta noticia de su partida de la esfera terrestre me subsume en un estado de exasperante desazón ontológica y existencial solo equiparable a la mutilación de un trozo de alma consagrada a la devoción sagrada de la hermandad de espíritu.
Querido Dámaso, ahora que el búho de Minerva ha alzado su vuelo al amanecer, anda y ve y vuela alto y sereno y leve hasta el oriente eterno. Un trago de oporto en loor de nuestra amistad no aplacará el dolor de tu partida, pero sin duda lo hará más llevadero.
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