Como buen descendiente de canarios, dos cosas gobernaron mi infancia. El gofio y las papas arrugadas. La vida de los isleños es impensable sin gofio y papas. El gofio es la harina de trigo tostado y molido, que viene de los guanches, que eran los primitivos pobladores del archipiélago. Todavía mucha gente siguiendo las viejas tradiciones prehispánicas lo amasa en un zurrón, que viene siendo una especie de bolsa conformada con el cuero de un animal. De hecho, una vieja canción del folklore canario dice:
“El zurrón del gofio
yo lo traigo aquí
y el que quiera gofio
me lo pide a mí”.
El gofio se come con todo, salado y dulce. Si se revuelve con caldo de pescado o potaje se hace lo que se llama un escaldón (que con toda seguridad viene de “escaldar” que es introducir algo en agua hirviendo), que se coloca muy caliente en el centro de la mesa en una fuente de barro que se llama lebrillo. También se amasa con almendras tostadas, miel y manteca conformando lo que se denominan una “pella” de gofio, una especie de turrón.
En lo que a papas toca, no creo que ni en Roma sean tan papistas. Los canarios poseen gran variedad de papas con nombres cómicos porque denotan la dificultad isleña para la lengua anglosajona. Por ejemplo: las papas “chineguas” o “kineguas”, que vienen de “King Edward” porque al parecer eran las preferidas del rey de Inglaterra. También están las papas “autodates”, cuyo nombre viene de “out of date” y las papas “cambuyón” que viene de “can buy on” por el cartel que se ponía en los barcos indicando que se podían comprar a bordo. Las más celebradas papas de los canarios son las arrugadas, que se hacen agregando al agua en que se guisan con concha y todo, sal como si uno hubiese perdido la razón.
El viaje de la infancia a bordo del barco Donizetti (obviamente de origen italiano), desde el puerto de Santa Cruz de Tenerife hasta La Guaira, introdujo en mi niñez un plato que por extraño aborrecí de entrada: la pasta. Ahora adoro la comida italiana, pero en aquel entonces era una cosa rara para un infante que no había salido de los predios de su pueblo natal, es decir del gofio y de las papas.
Con estas raíces mi familia inmigrante se enfrentó a la calurosa ciudad de Maracay, donde viví mi infancia y juventud. Recuerdo particularmente los domingos culinarios de mi madre que comenzaban rastreando el palomar del gallinero en busca de pichones de paloma, que mi madre beneficiaba (nunca he entendido por que se llama “beneficiar” al acto de perjudicar a un animal) sin la menor compasión. Con ellos preparaba el primer plato de nuestros domingos: sopa de pichón. El segundo plato consistía en una suerte de paella pobre, que nosotros llamábamos “arroz amarillo”, pero que a ella le quedaba demasiado rica. Además de la fritura tradicional de ajos, cebollas y pimentones, le agregaba pollo desmenuzado en tiras y berberechos.
En diciembre, en mi casa se preparaba un dulce típico de las navidades canarias: las truchas, que en nada tienen que ver con el famoso pescado homónimo. Las truchas son una suerte de pastelito relleno de una masa dulce que tiene batatas guisadas y trituradas con almendras (que mi mamá pelaba dándole un hervor, porque en aquellos tiempos no las vendían peladas), nuez moscada, canela, ralladura de limón y un chorro de anís del mono que mi mamá siempre le agregaba y nos brindaba la escusa a nosotros, adolescentes, de tomarnos una copita con ella. Recuerdo que se emocionaba preparando las truchas, y nos hacía probar una y otra vez la masa para constatar que tuviese la textura y el sabor adecuado.
Mi madre, como buena inmigrante, se aferró siempre a las tradiciones culinarias de su tierra natal. Mi padre desayunaba con gofio y almorzaba con potaje o con cazuela y por tanto nosotros también. Las arepas, las empanadas y el exquisito pabellón criollo era algo que teníamos que buscar por fuera de la casa. Lo que sí nunca faltaba en navidad era la hallaca. No porque mi madre las hiciese, que nunca aprendió, sino porque las suministraba la señora Odila de González, la esposa del señor Epaminondas, un magnífico orfebre popular al que todos en la calle Páez conocían como “el joyero” y que era además, sin que nadie lo supiera, un genio inventando sus propias máquinas para trabajar un oro que brillaba menos que su talento. Fue él quien me enseñó a acentuar adecuadamente la palabra “próspera” la primera vez que leí la leyenda de un cuadro del Libertador que tenía detrás de su área de trabajo y que decía: “yo la hice libre, hazla tú próspera”. La señora Odila hacía las hallacas al estilo de los andes y con ellas la venezolanidad culinaria se instalaba en nuestra casa durante el mes de diciembre.
Una vez mi padre decidió criar un cochino. Acondicionó un “goro” (palabra de origen guanche que denomina el lugar donde está recluido el ganado) en el patio trasero de nuestra casa gomera en la que salían fantasmas y había un entierro que nadie nunca encontró. Dicho cochino llegó bebé y fue criado pacientemente y diariamente se le bañaba y alimentaba con maíz y cariño. El cerdo daba muestras de inteligencia y ternura como solo esos animales saben hacer, al punto de que cuando le llegó su sábado, se había ganado el corazón de todos. Pero como vino familia de Caracas ese día al “beneficiamiento” del susobicho, el querido marrano fue asesinado de un tiro, porque nadie se atrevía a las formas tradicionales de homicerdio. Fue, recuerdo, con una pistola Smith and Wesson que mi papá guardaba bajo llave en la gaveta de su escritorio y que en las madrugadas, cuando escuchaba ruido de ladrones en el negocio, ubicado frente a la casa que habitábamos, se levantaba, la colocaba en el bolsillo de su bata y moneaba una mata de mangos que había en el patio delantero para subir a la azotea y desde allí descargar todo el cilindro al aire para espantar a los delincuentes. Gracias a Dios, salvo el cerdo, esa pistola no conoció ninguna otra víctima.
El querido cochino fue tratado de la misma manera que sucede en Canarias cuando hay lo que llaman “muerte de cochino”, una especie de festividad familiar que se realiza con miras a su ingestión. Las tareas se reparten: mientras los hombres trocean la carne, las mujeres disponen todo para preparar la morcilla, la asadura y los chicharrones. El sobrante se sala para guardar y con la grasa de los chicharrones se hace la manteca que destruirá nuestras arterias. Como se ve, es cierto el dicho de que en el cochino se aprovecha todo. Mi padre solía decir: “a mí del cochino me gusta hasta la conversación”.
Estoy convencido de que esos momentos culinarios de la infancia se nos quedan guardados en el alma y quién sabe cuánto definen de lo que después seremos. Por eso, si algo hay que preservar son las comidas familiares, porque en torno a la mesa volverán a encontrase los hijos y al comer juntos, nuestros padres vuelven y se hacen presentes en las historias que recordamos y que todos vamos armando como un rompecabezas. Esas historias que ahora nuestros hijos oyen con el fastidio de la repetición, como hacía yo cuando era niño, pero que algún día añorarán y se las devolverá un olor y les llevarán a escribir, con profunda gratitud por la vida, sus memorias culinarias en una revista llamada Cocina y Vino.
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Las razones del gusto y otros textos de la literatura gastronómica, compilado por Karl Krispin, fue publicado por la Universidad Metropolitana y Cocina y Vino, en 2014.
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