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Fernando Sucre: Lenguas de encaje, ovarios de acero

Décimoctava entrega de “Inconformes con el espacio” por Humberto Valdivieso: “Las imágenes brillantes, plastificadas y caricaturescas de este artista no ocultan nada. Son una mitología del descaro: en ellas la cultura popular urbana alardea sin tabúes (…) Es un arte sincero porque no disimula la falta de tradición y el desapego a la originalidad”

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Víctor Valera Mora dejó en “Oficio puro” una pregunta mítica: “Cómo camina una mujer que recién ha hecho el amor”. Ella le permitió abrir el juego de la poética del deseo casual, activar la performance del cuerpo de la amante por la ciudad y señalar las fantasías del hombre que imagina a la distancia. Jean Vermeer fue un voyeur de la intimidad femenina. En su pintura pueden escucharse los murmullos de un Eros muy discreto. Andy Warhol multiplicó la imagen de Marilyn Monroe con un erotismo panfletario. Su potente violencia gráfica diseñó un icono a medio camino entre la diosa y el cliché. Todos ellos divagaron por un territorio indescifrable y adictivo. Lo femenino en el arte y la literatura es, para los hombres, un laberinto infinito. También un riesgo deseado.

El artista plástico Fernando Sucre es una mirada inquieta al interior de ese laberinto. Él lidia ahí con velocidades, emociones y escenarios distintos a Valera, Vermeer y Warhol. Sus mujeres conducen ferraris o maseratis a 300 kilómetros por hora después de haber hecho el amor, marcan sus labios en las pinturas de Diego Rivera y en las ideas de Trotsky como unas Fridas enardecidas, hablan por la radio y socavan el machismo del poder, dirigen laboratorios de nanotecnología, espían grandes potencias, posan desnudas para Playboy y a la vez son policías. Tienen las uñas pintadas de violentos acrílicos, los labios brillantes y los ojos grandes. En ellas, encaje y acero no son las antípodas de la seducción, sino el equilibrio perfecto entre una lengua que desea intimidad y una fuerza desmedida por abrirse un lugar en el mundo. El origen de todo es el corazón.

Las imágenes brillantes, plastificadas y caricaturescas de este artista no ocultan nada. Son una mitología del descaro: en ellas la cultura popular urbana alardea sin tabúes. Él recupera los clichés del ciudadano cosmopolita, del consumidor impaciente y el soñador de la era de la cultura del espectáculo. Es un arte sincero porque no disimula la falta de tradición y el desapego a la originalidad, algo muy propio del Pop Art.

La iconografía –plagada de fiestas, estrellas de rock y caricaturas– desborda los lienzos y se despliega en patinetas, botellas y objetos utilitarios. El arte de este venezolano residente en Miami es inherente a la tecno-civilización sin aura. No solo nos muestra el mundo que Walter Benjamin llamó la “era de la reproducción mecánica”, también el de la clonación, las prótesis estéticas, los robots, lo digital, la comida chatarra y todo aquello saboreado sin piedad por la sociedad desmedida de la Cuarta revolución industrial.

Fernando Sucre se apropia sin reparos de todo lo visto en el cine, internet, los museos, los centros comerciales y los bares. Recicla sin pudor. Su espíritu neo-pop arroja, con desparpajo, una mirada plástica e hipercromática a las tendencias del presente. El resultado es una obra desenfrenada e inmersa en la felicidad y la picardía. No hay un ejercicio de reflexión sino de goce estético a plenitud y eso es lo mejor. Es un arte que tiene mucho del zapping y el scrolling propios de la cultura digital contemporánea.

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