Solo alguien que sea venezolano o haya vivido –y sufrido– largo tiempo en el país puede entender la indignación, impotencia, desconcierto y decepción que producen las palabras dadas recientemente en rueda de prensa por Humberto Calderón Berti. Y es que varias de las cosas que sospechábamos los ciudadanos comunes, y que los temerarios tuiteros han insistido en sacar a la luz, han sido corroboradas en su totalidad por el reciente destituido embajador en Colombia.
Muchos de los que no votamos por el malicioso teniente coronel ni por su acomodaticia Constitución, que firmamos y reafirmamos el revocatorio de su mandato (con la consiguiente inclusión de nuestros nombres en las vergonzosas listas de Tascón y Maisanta), llegamos a entender, sin embargo, que gran parte del pueblo venezolano, cansado de tanta sinvergüencería, pudiera ver en el astuto barinés la oportunidad de salir de lo que llamó el profesor Juan Carlos Rey el sistema populista de conciliación de las élites; un sistema de lealtades que terminó dejando fuera del juego democrático a la mayoría de la población.
Juan Carlos Rey en su estudio La democracia venezolana y la crisis del sistema populista de conciliación nos describe con lujo de detalles el régimen que se formó para la sostenibilidad del sistema democrático, cuando se dejó atrás la dictadura de Pérez Jiménez en 1958, “un complejo sistema de negociación y acomodación de intereses heterogéneos, en el que los mecanismos de tipo utilitario iban a desempeñar un papel central en la generación de apoyos al régimen y, por consiguiente, en el mantenimiento del mismo”.
Como asevera Rey, el funcionamiento de ese sistema dependió fundamentalmente, de tres factores: la abundancia relativa de recursos económicos con los que el Estado podía satisfacer las demandas de grupos y sectores heterogéneos; un nivel relativamente bajo de las demandas populares, que permitía que fueran satisfechas con los recursos disponibles, y la capacidad de las organizaciones políticas (partidos y grupos de presión) y de sus líderes para agregar, canalizar y manejar esas demandas y mantener la confianza de quienes las formulaban. Ello garantizaba a los sectores minoritarios poderosos que sus intereses no se verían amenazados por la toma de decisiones gubernamentales. Y por otro lado aseguraba la confianza de la población en los mecanismos de la democracia representativa, como medio idóneo para satisfacer sus aspiraciones de libertad, justicia y bienestar. Así se desarrolló un sistema de participación y representación de carácter semicorporativo, distinto y paralelo al estrictamente democrático; un sistema informal que incluía la consulta de las medidas gubernamentales fundamentales al empresariado (a través de Fedecámaras), a los trabajadores (a través de la Confederación de Trabajadores de Venezuela), a la Fuerza Armada (a través del Alto Mando Militar) y a la Iglesia Católica (a través de su más alta jerarquía). Pero si bien uno de sus objetivos era ir extendiendo progresivamente la democracia, haciendo el régimen más participativo, tanto en la esfera política como en la económica y social, y disminuyendo, en forma continua, las profundas desigualdades existentes, esto en la práctica no se logró. La corrupción y el incremento de la pobreza fueron en aumento gracias a aquella autocomplacencia de las élites y la falta de reales contrapesos políticos. Y, tal como sostiene el mismo Rey, la incapacidad de los partidos para enderezar el entuerto hacía proveer desde aquellos tiempos ya lejanos que los dirigentes partidistas serían reemplazados, más temprano que tarde, por demagogos o líderes carismáticos irresponsables, como sucedió efectivamente de manos del militar barinés.
Hoy nos percatamos con asombro de que aquel sistema populista de conciliación de élites que hizo crisis y que permitió que el teniente coronel se hiciera con el poder tan fácilmente ha vuelto por sus fueros. Las subrepticias y furtivas negociaciones, la incorporación de los diputados del PSUV a la AN, la manipulación de las exigencias populares (como lo que se está llevando a cabo con las concesiones eléctricas), el desconocimiento de la mántrica hoja de ruta, etc., nos señalan que los mismos personajes que participaron en aquel acuerdo tácito han vuelto a la palestra pública a hacer de las suyas, mientras los jóvenes políticos se han integrado sumisamente a este ya conocido y elitesco sistema.
Ya lo decían los teóricos de las élites, como Pareto, Mosca o Michels: La historia es un cementerio de élites, donde hay una continua circulación e intercambio de ellas que conduce una y otra vez a la “aristocracia de los bandidos”, como las llamó Wilfredo Pareto. Era lo que Michels llamaba también la “ley de hierro de la oligarquía”, pues toda organización se vuelve al fin oligarca y al servicio de una élite que hará todo lo posible para no ser sustituida, anulando con ello la misma democracia interna.
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