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Un año de protestas

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El año 2019 no pasará a la historia como un período cualquiera. Al menos no en cuanto se refiere a la protesta social y política en muchas partes del mundo. Desde los valientes de Hong Kong que se enfrentan al poderío inmenso de la República Popular China, en defensa de sus ya limitados derechos; hasta las manifestaciones y vandalismos de Chile, instigados por ánimos de reivindicación y resentimiento; pasando por las masivas protestas catalanas, sobre todo en Barcelona, en apoyo al nacionalismo catalán; y llegando hasta Bolivia, donde Evo Morales tuvo que renunciar ante la justificada beligerancia del pueblo, y más recientemente en densos sectores de Bogotá y otras ciudades de Colombia, que están mostrando una insatisfacción creciente.

Y solo destaco aquellas situaciones de protesta que tienen más proyección noticiosa, o que son más conocidas en nuestra realidad, como la ecuatoriana, porque hay muchos casos más, de variable intensidad, en diversas regiones del orbe. Además, hay un «estado de latencia», en materia de protestas nacionales, que se percibe en no pocos países y que, muy probablemente, pasará a los hechos con efectos que son difíciles de predecir. Y como vemos, no se trata de un fenómeno que tenga un signo ideológico distintivo, como en otros tiempos en que la izquierda radical siempre estaba dispuesta a desestabilizar. En estos tiempos la protesta violenta es el camino para evidenciar el abismo que se profundiza entre las élites gobernantes -de la bandera ideológica que sea- y las aspiraciones frustradas de buena parte de la población.

Estas líneas son demasiado apretadas para siquiera intentar una interpretación, pero sí se deben enumerar algunas razones de peso que pueden colaborar en hacer comprender lo que viene ocurriendo. El descrédito del estamento político, por una parte, es una señal incuestionable de estas épocas. Gobiernos democráticos y estables prácticamente no hay. El descrédito tiene méritos propios, pero el impacto de las redes sociales en la dinámica política también contribuye a magnificar los pasivos, es decir, el descrédito. Esos ambientes son caldo de cultivo para que la capacidad de suscitar escándalo sustituya la capacidad de gobernar. No son casuales personajes como Trump, o como López Obrador, o como Bolsonaro.

Por otra parte, el viejo «Estado de Bienestar», paradigma de la segunda mitad de siglo XX, se ha terminado de hacer inviable en el siglo XXI. Y no es que principios como la Justicia Social estén pasados de moda. No. Es que no es compatible la Justicia Social con un capitalismo cada vez más voraz y más inequitativo. Estas no son teorías para las aulas de clase, es el día a día de una porción significativa de la humanidad, que ve hundirse sus opciones de desarrollo mientras las plutocracias son más poderosas y más ostentosas. Y no estoy hablando, solamente, de regiones del llamado «Tercer Mundo», es también la percepción que se extiende en Europa, Estados Unidos y otras zonas del planeta, reconocidas como de vanguardia en prosperidad. Pero una prosperidad que está produciendo desigualdad a pasos acelerados.

El caso de Venezuela es paradójico. Despeñada en una catástrofe humanitaria, sin precedentes ni referentes, no hay en el presente un movimiento de protesta que articule la dimensión social y económica con la política. Si en un lugar del mundo se justifica más la protesta, incluso el derecho a rebelión consagrado en la Constitución, ese lugar es Venezuela. Pero el movimiento de protesta no acaba de cristalizar. Mis opiniones sobre el porqué de ello tocarán a otra oportunidad, pero no hay que ser muy agudo para darse cuenta de que la crisis de liderazgo y representatividad en nuestro país es muy profunda y extensa.

 

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