Al maestro Carlos Cruz-Diez
Colma de orgullo formar parte de una generación signada por el arte y la cultura cinéticas, aunque en el presente hayan sido objeto de vejamen, cruelmente -ignorantemente- pisoteadas por las botas de una barbarie que ni siquiera puede llegar a la dignidad del arte rupestre. Es tiempo de hacer balance retrospectivo, a objeto de comprender de qué se trata, cuando se piensa en un modo de ser y pensar adecuado al movimiento y al color. Y sin embargo, la representación que con mayor frecuencia la sociedad contemporánea se ha hecho del movimiento, como el simple cambio de posición de los cuerpos en el espacio-tiempo respecto de un determinado sistema referencial, resulta francamente insuficiente para poder abarcar la riqueza semántica con la cual, por ejemplo, la cultura griega clásica llegó a concebirlo. En algún momento se llegará a comprender el grave daño que las muletas del entendimiento abstracto y de la ratio técnica le han propiciado al andar de la humanidad.
La expresión alemana Anwesung es usada por Heidegger para definir la energía atelésica o el «movimiento de llegada a la presencia». Se trata de un término más cercano al nombre con el que Aristóteles designa la kínesis o energeia del movimiento impuro, imperfecto, efímero, ese «estar presente» o conmoción que comporta el carácter de lo que aún no ha llegado a término, de lo que se va revelando. En otros términos, se trata del ser que va aconteciendo en la claridad, en el devenir cromático del sentido. Es un pensar que es un ser y un ser que es un pensar. Porque, como dice Heidegger siguiendo a Aristóteles, “lo mismo es pensar y ser”. El salto hacia el abismo que separa al ser de la existencia no es un salto al vacío ni a la oscuridad de la nada, sino la policromía de las figuras del movimiento que va aconteciendo, que va siendo, o la kínesis propiamente dicha. Y es en eso que consiste, por cierto, el arte y la cultura cinéticas.
A diferencia de las ontologías que preceden a la suya, la de Heidegger comprende el ser no como fundamento sino como «sentido», cabe decir, como un camino abierto, en el que ocurre de continuo “el evento” (Ereignis) de la correspondencia de ser y pensar, esa recíproca apropiación de lo uno y de lo otro que es concebida por el pensador alemán como “la pertenencia al ser que se hace presente solo porque el ser del ente, en su unicidad, necesita del existente y, fundado en él y fundándolo, necesita del hombre”. Ser es, pues, ser producido, poiesis, creación continua. Y, no por casualidad, este «sentido» del que habla Heidegger es el mismo que genera «el evento» de la impresión que producen en la retina los rayos de luz que, reflejados y absorbidos en el espacio-tiempo, van fundando -y fundándose- en el camino abierto de una coloración que es un devenir infinito. En esto consiste la creación -de nuevo, la poiesis– del cinetismo como propuesta estética. Si Heidegger ha definido sobre un inacabable lienzo -“gris sobre gris”- la ontología del ser y del tiempo contemporáneos, Carlos Cruz-Diez, más que definir, ha producido la estética del ser y del tiempo en la infinita policromía del movimiento de la contemporaneidad, concebido como kínesis, como “lo que va siendo”.
Y es así como, según el maestro Cruz-Diez, “el color sucede”: “He insistido en llevar el color al espacio, sin soporte y sin anécdota, revelándolo en su ambigüedad, como circunstancia efímera, en continua mutación, creando realidades autónomas”. Su obra se evidencia como un incesante “soporte para el acontecimiento cromático” que patentiza el ser de lo que va siendo, en incesante kínesis. Es el Bifröst -el mitológico puente-arco iris que une Asgard con Midgard-, cuya vivaz animación cuelga sobre el inmenso abismo del universo que une y separa el ser de la existencia. Esa, señala el maestro, “es una realidad, porque los acontecimientos tienen lugar en el espacio y en el tiempo real. Sin pasado ni futuro, en un presente perpetuo, que no depende de la forma o de lo anecdótico, y ni siquiera del soporte”. Su discurso plástico se genera en el espacio-tiempo con el propósito de crear acontecimientos cromáticos que cambian la relación dialéctica que se produce entre el espectador y la obra, produciéndose un desplazamiento y una interacción de la luz y la distancia del expectante, quien participa del hacerse y deshacerse del color, sin pasado ni futuro, en el presente perpetuo.
Esta es la gran contribución del maestro Cruz-Diez a la contemporaneidad, expresada en cada una de sus obras de arte, auténticos escenarios del kínesis, ese movimiento esencial de la percepción del tiempo real. Merecía, sin duda, un mayor reconocimiento por parte de una Venezuela que amaba con desbordante pasión, no la soledad del Paraninfo. Lo mismo que sus contemporáneos Soto, Otero y Ravelo, entre tantos otros dignos discípulos de las enseñanzas de Duchamp y Calder, a quienes admiraron y, hasta podría decirse, superaron en buena medida, para ofrecerle al mundo, pero especialmente a la pujante democracia venezolana, una realidad en incesante devenir. Hoy la Venezuela de la civilidad, que tuvo el privilegio de contemplar, no sin asombro, cómo la cultura cinética iba embelleciendo las ciudades, al tiempo que dinamismo y democracia se adecuaban recíprocamente, muestra -como decía el maestro- el rostro de “un modelo agotado y obsoleto que se ha empeñado en destruir los valores humanos, que son la única garantía para construir una sociedad basada en la dignidad, el progreso y la justicia social”.
En su «Mensaje a la juventud venezolana», escrito en 2017, puede leerse: “Si mi esfuerzo en la vida para lograr ganar un lugar en el mundo del arte puede servirles de referencia, les digo que eso lo logré gracias a realizarlo en un contexto de plena libertad, y la libertad solo se logra en democracia. Una libertad sin prejuicios ni dogmas”. Las palabras de Cruz-Diez alientan. Son como la luz que acaricia el juego infinito de los colores de una kínesis sin fin, eterna.
@jrherreraucv
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