Explicar el grado de surrealismo que abruma la cotidianidad venezolana en estos tiempos, estertores ya de la “revolución bolivariana”, constituye un verdadero reto para quienes sentimos el deber de comunicar lo ocurrido en nuestro país, y dejar constancia de ello para la posteridad. Se trata de una tragedia humanitaria para cuya explanación faltan las palabras y sobreabundan las dolorosas vivencias.
Sabemos que es, sin duda, una realidad de difícil comprensión para cualquier persona ajena a nuestro país. Y justo por ello debemos insistir en la misión de aportar análisis y elementos juicio que, en alguna medida, pudieran facilitar una valoración más próxima al drama sufrido por el pueblo venezolano. Quizás algún día la humanidad reflexione y aprenda de nuestra tragedia. Y por ello todos los hijos de esta golpeada “Tierra de Gracia”, que contemos con ‘tinta y papel’, estamos llamados a ser los Ana Frank de este feroz narco-comunismo, auto-denominado socialismo el siglo XXI.
A este fin, me permitiré en esta oportunidad recurrir a la cultura pop, para aportar un símil que creo podría ser de utilidad para poner en situación a quienes, por estar fuera de nuestro contexto, aún hoy no logran entender la barbarie que representa el comunismo narcochavista.
Los cinéfilos de varias generaciones hemos disfrutado de un impactante film de ciencia ficción que, basado en la einsteniana Teoría de la relatividad del tiempo y el espacio, nos relata la historia de un pequeño grupo de astronautas que, al retornar de un viaje espacial a la velocidad de la luz, llega al que era su mundo físico (la Tierra); pero en un tiempo posapocalíptico en el que la civilización ha sido destruida y en que los simios alcanzan dominar el planeta, tiranizando a la raza humana y sometiéndola a las más degradantes condiciones de vida.
Se trata de El Planeta de los Simios (Planet of the Apes, 1968), famoso largometraje cuyo protagonista, el coronel George Taylor (Charlton Heston), pese a reconocer ciertos aspectos físicos del entorno, como el paisaje y algunas ruinas que le hacen indubitable el estar pisando nuevamente la superficie terrestre; al mismo tiempo desconoce aquel mundo dantesco con el que se ha encontrado: una civilización ajena a la suya, con un sistema social primitivo, peligroso, severamente hostil al hombre; y el cual lo reta a la supervivencia en medio de la precariedad, el hostigamiento y la persecución.
Este personaje, sin duda, nos muestra la configuración de un duelo psicosocial que raya en lo escatológico: una situación existencial marcada por la pérdida de su mundo conocido, pero al mismo tiempo conservando y representando en su persona todo el legado histórico, cultural y epistémico de aquella civilización perdida; en una experiencia humana que nos atrevemos a denominar como el “síndrome del planeta de los simios”.
Al disfrutar de este film, en varias oportunidades a lo largo de los años, siempre nos resultó inverosímil que este ‘síndrome’ -o algo muy parecido a él- fuera posible más allá de la fantasía hollywoodense. Pero, desafortunadamente, nos equivocamos: en la Venezuela de hoy, este fenómeno no sólo es perfectamente posible sino también probable. Lo podría estar experimentando cualquier ciudadano que hubiera partido del país en enero de 1999, y al que, sin haber tenido contacto alguno con nuestra realidad nacional durante estos últimos 20 estos años, le correspondiera regresar en los actuales momentos.
Este ciudadano pertenecería a una sociedad venezolana profundamente libre y democrática (la democracia más madura y estable de América Latina), en la que se ejercía el derecho al sufragio en el marco de un sistema electoral altamente confiable, tanto para la ciudadanía como para las organizaciones políticas y la Comunidad internacional; sería ciudadano de una auténtica república: un sistema político en el que un solo hombre -y menos aún un tirano- jamás podría ostentar el poder absoluto, sino que éste (el poder), por salud del sistema y seguridad de los ciudadanos, se repartiría equilibradamente entre institucionalidad ejecutiva, legislativa y judicial.
Esa república ya extinta, pero que forma parte del bagaje existencial de nuestro ‘viajero en el tiempo’, llegó a ser tan sólida y creíble, que el Poder Judicial era capaz de controlar al Gobierno y la Administración Pública, pronunciando y ejecutando, con normalidad, sentencias condenatorias en su contra. Y, por su parte, el Parlamento -cuya mayoría para ese momento no era ostentada por el partido de gobierno- podía ejercer todas sus competencias legislativas y de control político, sin que ello fuera excusa para su desconocimiento institucional por el Ejecutivo. Contaba Venezuela con partidos políticos que no pretendían la extinción del sistema democrático, sino que le defendían como hábitat propicio para su propia existencia y para la libertad de los ciudadanos. El ‘juego político’ estaba en manos de civiles: hombres y mujeres civilizados y civilizadores, respetuosos de las libertades ciudadanas y firmes devotos del principio de alternabilidad democrática.
El Estado de Derecho del que proviene nuestro ‘viajero en el tiempo’, fue lo suficientemente robusto como para haber enjuiciado, condenado y destituido a un presidente de la República en pleno ejercicio del poder (Carlos Andrés Pérez); quien -por demás- se sometió a la autoridad judicial con un civismo ejemplarizante, tan firme como la valentía con que enfrentó el intento de golpe de estado, que contra la Democracia dirigiera Hugo Chávez en 1992.
Cabe destacar que, a su llegada, nuestro compatriota retornante esperaría aterrizar en el que fuera uno de los aeropuertos más modernos y eficientes de Latinoamérica (el Aeropuerto Internacional Simón Bolívar); para, de inmediato, dirigirse a su hogar materno repleto de familiares que jamás habrían emigrado; atravesando una Caracas espectacularmente luminosa (la capital del país que exportaba electricidad a Brasil y Colombia); y transitando el seguro y estético sistema de autopistas y carreteras, eficientemente administrado por los gobiernos estadales, y el cual se exhibía como uno de los más visibles e inequívocos éxitos de nuestro sistema político-administrativo descentralizado.
Este retornante venezolano, creería que le esperan estaciones de servicio repletas de gasolina, supermercados bien abastecidos; una ciudad de Maracaibo paradójicamente gélida por tan grande cantidad de aires acondicionados en funcionamiento 24 horas al día; una Valencia formidablemente industrializada; una extensa llanura sembrada de cereales para consumo interno y exportación, con inmensos rebaños de ganado bovino que sirvieron de inspiración a grandes obras literarias; y una pujante industria petrolera de clase mundial: la mayor fuerza motriz de nuestra economía.
Pero, cual coronel George Taylor en El Planeta de los Simios, este ciudadano se encontrará con las ruinas de todo lo que un día fue su mundo-país. Toda la infraestructura y la capacidad productiva de Venezuela hechas añicos. Se topará con la república perdida, con la inexistencia del estado de Derecho; con el poder público sin separación alguna, y dominado por el Ejecutivo.
Evocando la icónica imagen de la estatua de la Libertad, que en la película aparece semi enterrada a orillas del mar; de la Dama de la Justicia, nuestro compatriota retornante logrará divisar apenas un ápice, poco sobresaliente de entre las rojizas arenas del “Mar de la Felicidad” prometido por Hugo Chávez: el gran sociópata de nuestra historia patria.
Y lo que es más grave, nuestro imaginario compatriota viajero en el tiempo, se encontrará cara a cara con una raza de “hombres nuevos” esculpidos en dos décadas de narcocomunismo; un grupo humano desfigurado de valores, que parece haber apostatado de la civilización para abrazar la fe en la expoliación, el crimen, la corrupción y la dominación sobre sus congéneres como sistema de vida; grupo éste dominado por hombres de verde en grosera actividad político-partidista, y también por civiles que pasaron de ser meros militantes del partido de gobierno, para convertirse en milicianos fuertemente armados y a las órdenes de un general que sabe hacer muy bien su papel de Urko.
Imaginar lo que pudiera experimentar con su cuerpo, su psiquis y su espíritu este venezolano retornante en el tiempo, quizás pudiera ayudar a que el mundo entienda un poco más lo que se padece en Venezuela.
Los venezolanos estamos conscientes de nuestra propia responsabilidad, y por ello hemos hecho todo lo posible por lograr liberarnos de esta dramática situación; tenemos 20 años votando a pesar del fraude continuado, manifestando masivamente; y tiñendo, una y otra vez, el asfalto de las calles con el rojo de nuestra sangre, a manos de estos “hombres nuevos” que nos disparan como en juego de tiro al blanco.
Nosotros saldremos de este Planeta de los Simios; pero el resto de la humanidad tiene el deber moral de venir en nuestro refuerzo. El deber de proteger a los pueblos es doctrina tanto de la ONU como de la Iglesia Católica.
“La Comunidad Internacional en su conjunto tiene la obligación moral de intervenir a favor de aquellos grupos cuya misma supervivencia está amenazada, o cuyos derechos fundamentales son gravemente violados. Los Estados, en cuanto partes de una comunidad internacional, no pueden permanecer indiferentes; al contrario, si todos los demás medios a disposición se revelaran ineficaces, ‘es legitimo, e incluso obligado, emprender iniciativas concretas para desarmar al agresor’. El principio de la soberanía nacional no se puede aducir como pretexto para impedir la intervención en defensa de las víctimas”. (Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, núm. 506).
Vaya a mi amada Patria una palabra de esperanza. Con el esfuerzo de todos, más pronto que tarde podremos superar este «síndrome del planeta de los simios». El mal puede que nos haya ganado varias batallas, pero nunca nos ganará la guerra, porque éste nunca podrá prevalecer sobre Bien. Mantengamos nuestra lucha, cada uno en su ámbito de acción y conforme a sus posibilidades; y confiemos en Nuestro Dios que –con seguridad- nos mira con el mismo amor que al pueblo de Israel en sus tiempos de aflicción en Egipto:
«Ciertamente he visto la aflicción de mi pueblo (…), y he escuchado su clamor a causa de sus opresores, pues estoy consciente de sus sufrimientos». (Ex. 3:9).
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