Hace poco abordé en este mismo espacio las protestas populares en Ecuador y Cataluña (España). Desde entonces, el tsunami de indignación ha llegado también a Chile, Bolivia y Colombia. Sus causas son diferentes, al igual que el signo ideológico de los gobiernos involucrados, pero algunas consecuencias se repiten y dejan cuantiosos daños. En ese contexto, son las heridas sociales las más preocupantes, pues hablan por sí solas del analfabetismo emocional que aún padecemos.
En un noticiero, un joven chileno dijo que el vandalismo y los destrozos callejeros se justificaban porque, según él, la gente había sufrido históricamente diversos tipos de violencia por parte del Estado. En Bolivia, unos y otros alegaron razones para encender las calles y, en Colombia, la intervención policial acabó en tragedia. Son solo algunos ejemplos de secuelas de la ira descontrolada.
Jamás he aceptado la violencia como vía de resolución de conflictos. Ni siquiera en la Cuba en que viví, caracterizada por graves carencias y ausencia de muchas libertades. Entrar en ese terreno es autorizarnos el «todo vale», el «sálvese quien pueda». Un relativismo que echaría por tierra todo lo que la humanidad ha construido tras siglos de sangre, fuego y barbarie.
Ira violenta e indignación son cuestiones distintas. ¡Todos tenemos derecho a indignarnos! El filósofo italiano Remo Bodei, inspirado en Platón y Aristóteles, afirma que «eliminar la ira justa o la indignación» significaría «cortar los nervios del alma». Es evidente que la desigualdad, los abusos de poder y la corrupción son razones suficientes para indignarnos. Sin embargo, el método elegido y la proporción definen su naturaleza: caos para la destrucción (sin saber lo que vendrá después, o sabiéndolo perfectamente) o presión democrática para el cambio.
Ninguna emoción es negativa. Hay unas más incómodas que otras, pero todas cumplen funciones imprescindibles para la vida humana, como explico en el libro El analfabeto emocional. La ira, entendida como reacción frente a una injusticia, irrespeto o frustración, debe manifestarse (y gestionarse) con mesura. El problema surge al añadir un ingrediente peligroso, el odio, que casi siempre termina en agresión.
Acudo a un genio, Aristóteles, para cerrar mi reflexión: «Cualquiera puede enfadarse, eso es fácil. Pero enfadarse con la persona adecuada, en la medida correcta, en el momento oportuno, con el propósito adecuado y la manera conveniente, eso no está al alcance de cualquiera ni resulta fácil».
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