Por BEVERLY PÉREZ REGO
1
Me encontré con el poeta Mark Strand en la calle. Inmediatamente me desafió bebiendo una copa de vino mientras estaba parado de cabeza. Yo estaba asombrado. Ni siquiera derramó una gota. Fue una de las botellas que Baudelaire le robó a su padrastro, el Embajador, en 1848. «¿Es esto lo que se conoce como realidad subjetiva?», pregunté. Hace años, este mismo Strand tradujo un famoso poema quechua sobre un hombre que criaba una mosca con alas de oro en una botella verde, ¡y ahora míralo!
2
Soy el último soldado napoleónico. Han pasado casi doscientos años y todavía me estoy retirando de Moscú. El camino está rodeado de abedules blancos y el barro llega hasta mis rodillas. La mujer tuerta quiere venderme un pollo, y yo ni siquiera tengo ropa puesta.
Los alemanes van por un lado; yo voy por otro. Los rusos siguen yendo por otro lado y diciendo adiós. Tengo un sable ceremonial. Lo uso para cortar mi cabello, que mide un metro y veintidós centímetros de largo.
3
Comedia de errores en un elegante restaurante del centro.
La silla es realmente una mesa burlándose de sí misma. El perchero de abrigos acaba de aprender a dar propina a los camareros. Un zapato se sirve un plato de caviar negro.
«Mi querido y muy estimado señor», dice una palma en su maceta a un espejo, «es absolutamente inútil entusiasmarse».
4
La ciudad había caído. Llegamos a la ventana de una casa dibujada por un loco. El poniente brillaba sobre unas pocas fútiles máquinas abandonadas. «Recuerdo», dijo alguien, «cómo en la antigüedad uno podía convertir a un lobo en un ser humano y luego sermonearlo hasta saciarse «.
5
Margaret estaba copiando una receta de «santos asados con cebolla» de un viejo recetario. Los diez mil sonidos del mundo se silenciaron para que pudiéramos escuchar el rasguño de su pluma. El santo estaba dormido en la alcoba con un paño húmedo sobre los ojos. Fuera de la ventana, el dueño del libro estaba sentado sobre un manzano en flor, matando piojos entre sus uñas.
6
Había mezclado los personajes de la larga novela que estaba escribiendo. Olvidó quiénes eran y qué hicieron. Una mujer muerta reapareció a la hora de la cena. Un vendedor a domicilio salió de un remolque del quinto infierno luciendo túnicas chinas. El día en que se suponía que el asesino debía ser electrocutado, lo hallaron comprando flores para una tal Rita, que resultó ser una niña de diez años con gruesas gafas y trenzas. . .. Y así fue.
Sin embargo, él nunca hizo nada por mí. Seguí envejeciendo, cada vez más gruñón, como se suponía debía hacerlo, en una pequeña ciudad miserable que él siempre describió como «muerta» y «poca cosa».
7
Mi padre amaba los extraños libros de André Breton. Levantaba la copa de vino y brindaba por las lejanas tardes «cuando las mariposas formaban un solo lazo intacto». O salíamos a mear en el callejón trasero y él decía: «Aquí hay unos binoculares para ojos vendados». Vivíamos en un apartamento destartalado que olía a ancianos y sus mascotas.
«Flotando en el borde del abismo, impregnado por el perfume de lo prohibido», nos turnábamos en la mesa para cortar la salchicha ahumada. «Amo a América», nos decía. Íbamos a hacer un millón de dólares fabricando objetos que habíamos visto en sueños esa noche.
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