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La lupa

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La lupa es un lente de aumento generalmente provisto de un mango. Tengo sobre mi escritorio una lupa de mediano tamaño, redonda, con un mango más grande que ella misma y más o menos apropiada para leer algunos libros editados con odiosas letras casi microscópicas, tal vez para reducir papel y costos de impresión, pero nefastos para la debilitada capacidad de visión de gente madura como este servidor.

La lupa es un instrumento considerado mágico en el tiempo en el que apareció para sorprender a aquellos copistas que vivían sepultados en oscuras bibliotecas.

Se me ocurrió ajustar mi lupa a un mapa de Caracas para ver cómo crecían los nombres de las calles y avenidas que me vieron pasar cuando era niño, o adolescente, o ya hombre crecido y desconcertado por los constantes traspiés de la política o de mi propia vida.

La lupa corría de un lado a otro del mapa. No buscaba ninguna zona en particular porque se detenía en lugares en los que jamás he estado. Zonas que conozco solo de nombre porque no creo haber frecuentado o sostenido alguna amistad con gente que viviera allí. ¡Salvo con Salvador Garmendia cuando vivía en Catia! Era en tiempos del grupo Sardio y llegamos a echarnos él y yo unos inevitables rones con limón en algunos tristes y deteriorados bares de Los Flores de Catia.

Cada uno de nosotros inventa y ama a su propia ciudad. Basta con agrupar una calle que ofrece algún bello y emocionado recuerdo con una casa de cuatro ventanas que hace esquina y tiene buena pintura y largo tiempo de haber sido construida; unos gatos rondando por los tejados; una plaza con árboles, un elegante edificio de apenas tres pisos, el parque infantil que vimos una tarde; una hilera de árboles; la farmacia de la esquina. Unas quintas en Los Chorros… Y con estos fragmentos de ciudad y otros de inspirada vida se arma la Caracas que nos vio nacer, pero en la que hoy apenas podemos respirar.

¡Fue lo que quise comprobar armado de la lupa! Asegurarme si esta calle, que el lente de aumento mostraba con cierta grandeza, se correspondía a la que sigue estando en el mismo lugar que indicaba el mapa.

Recuerdo que en un carrito por puesto la pasajera, una mujer de edad, le pidió al chofer, un portugués, que la dejara en la esquina de Ánimas. “¿Dónde está eso?”, preguntó el conductor de la unidad. “¡Donde siempre ha estado!”, contestó la anciana muy molesta.

Constatar si la calle seguía allí no significaba que abrigara yo ningún propósito disparatado porque el régimen militar impuesto por Hugo Chávez disfruta trastocando los nombres de las avenidas, de las estaciones del Metro, de las montañas o el diseño de la ciudad para imponer nombres o para alterar la heráldica y cambiar el galope del caballo que aparece en el escudo como símbolo de libertad.

Elegí la calle cuyo nombre agrandó la lupa de mi escritorio y me fui a verla. ¡Allí está! Sigue en su lugar, pero ha envejecido. Mejor dicho, se ha deteriorado tanto que me costó reconocerla. Oscura, llena de huecos, con pensiones de mala muerte y tipos malentretenidos adosados a la pared, enfranelados, con la barriga hinchada y una lata de cerveza en la mano. No era la calle que me vio pasar cuando florecían las acacias, tampoco mostraba la agonía que hoy me abruma, desalienta a la ciudad y me destroza el alma.

Conozco ciudades en otros países que ven pasar el tiempo y las nubes y mantienen su eterna belleza urbana y el perfecto y adorable trazado de sus calles y avenidas. El autobús ya no es el mismo que tomaba cuando viví en el París de mi adolescencia, pero su trayecto no ha variado y el amplio espacio de los pasos perdidos de la Gare Saint-Lazare permanece como el mar, igual a sí mismo, contemplando el agitado ir y venir de los viajeros que acaso buscan el tren que habrá de llevarlos para la Baja Normandía.

No necesito ninguna lupa para constatar que ciudades como Caracas, Maracaibo, San Cristóbal o Maturín, para mencionar solo algunas, están tristes, desiertas, sin la tonicidad y el brillo que las hizo amables y entretenidas; se las ve ahora oscuras, castigadas, temibles y peligrosas.

La Caracas actual no es propiamente la ciudad de mi edad juvenil ni mucho menos la aldea que me vio nacer cuando vivían en ella 200.000 almas. (Vuelvo a decirlo: ¡preferíamos llamarnos almas y no habitantes!).

Hoy Caracas puede contar con 5 millones de habitantes, pero algunos no solo han huido o perdido el alma sino que se han convertido en usuarios, patriotas cooperantes, enchufados u obsecuentes opositores haciendo negocios con los perversos mandatarios.

¡Prefiero no encontrarme con esa deteriorada Caracas para evitar toparme con la rigidez de los cuarteles, porque sé que la infortunada ciudad sucumbe a la trapacería y torpe negligencia de sus soldados!

Con fragmentos de mi propia memoria, con apenas un soplo de vida, con algo del humo del tiempo invento una ciudad que hago mía y en cuya reseca alegría, no obstante, me veo acariciado por el aire que roza el Ávila y disfruto el armonioso caminar de la gente que aún persiste y sobrevive en ella y entonces me siento vivir.

 

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