Cuando le conocí, a mediados de 1984, Pablo Antillano venía de regreso. Aunque tenía solo 37 años, lo rotundo y turbulento de algunos hechos que marcaron su vida, habían dejado hondas marcas en su talla del mundo. Había interrumpido sus estudios en la Facultad de Arquitectura de la UCV, en 1968, tras el allanamiento de la universidad. Había participado en la creación de espectáculos multimedia, junto a Raúl Fuentes y a otros compañeros suyos de entonces, que escenificaban en Petare, La Vega y otros barrios de Caracas. Había comenzado su incursión en el periodismo como reportero y luego como jefe de redacción de Vea y Lea, dirigido por Pedro Miranda, un empecinado y aventurero trotskista que, venido de Chile, se proponía contribuir a la revolución en Venezuela.
Antillano había sido la pieza que hizo posible la revista Reventón, que puso de bulto el enorme potencial de innovación que aguardaba al periodismo venezolano. Había sido perseguido como integrante del consejo editorial de esa revista. Había escapado a Chile, de un tribunal militar que intentó apresarlo y enjuiciarlo. Había tenido formidables experiencias profesionales en tiempos de Salvador Allende, en estudios de televisión donde escuchó a Armand Mattelart y Ariel Dorfman. Había sufrido el súbito oscurecimiento del mundo: un día fue detenido, junto a una parte de su familia, por militares pinochetistas. Había sido torturado psicológicamente: sometido a simulacros de fusilamiento. Había regresado a Venezuela a insistir en una de sus más persistentes pasiones: inventar revistas singulares y magníficas como Libros al día, Buen vivir y Escenas. Y le había dicho sí a Miguel Otero Silva, en 1981, cuando este le propuso incorporarse a El Nacional, donde marcó una época como jefe de la sección de Arte.
Entre 1968 y 1983, el año en que renunció a El Nacional, Antillano había experimentado, en varios momentos, el regocijo del hombre que ve cómo los objetos de su invención se abren paso en la selva de lo real. Había intentado influir, a veces con algún éxito, en el curso de los hechos. Había practicado el arte de poner en aprietos a sus interlocutores. Rodeado de personas de talento, había ensanchado los límites del periodismo cultural. Tras el lanzamiento de Reventón, se había aproximado a la comprensión de ese punto donde política y comunicación se abrazan y se repelen. Había experimentado el riesgo y el miedo en distintas variantes y grados. Había conocido la sensación de que algo poderoso le seguía y se deslizaba a su espalda. Y había sido expelido a ese absoluto incierto, a esa fractura de lo conocido que tiene lugar cuando un hombre es conducido a un paredón para simular que será fusilado.
El rostro oculto del poder
En efecto, hacia 1984 estaba de vuelta. Y aunque había padecido la desproporción del poder en su piel, escogió hacer silencio sobre aquellos hechos infames y denigrantes ocurridos en Chile: ni construyó un relato para su público –Pablo gozó siempre del privilegio de contar con su propia audiencia cautiva– ni hizo uso de la condición de víctima a la que tenía derecho. Lo que sí se configuró en él, hasta los estratos más profundos de su modo de pensar, fue una pregunta, una pregunta inagotable y en permanente mutación: la pregunta sobre el poder.
Cuando fue designado secretario general de Fundarte, a comienzos de 1984, se produjo un punto de inflexión en su trayectoria: el inclasificable, en el que anidaban desordenados ramalazos de izquierdismo y de crítica de los dogmatismos, a un mismo tiempo; que estaba tomado por una recurrente necesidad de desafiar a la autoridad y que no hubiese renunciado jamás a su gusto por la autonomía y la buena vida; ese hombre magnético y controvertido, instintivamente rebelde, pasó del periodismo y la crítica del establecimiento, a ocupar un cargo donde le correspondió ejercer el poder, específicamente, un poder cultural.
Pero el nuevo rumbo que había tomado su vida, ni apaciguó su talante crítico, ni le provisionó de comodidad. El atributo del poder para presionar, limitar y arrinconar, le resultaba deleznable. La estupidez, revulsiva. Pablo se preguntaba –y preguntaba a sus próximos– por la legitimidad de quien actúa en contra de su propia voluntad. Debatía cuánto de inconsistencia, cobardía, flaqueza o autocomplacencia había en nuestras actuaciones públicas o en nuestros argumentos. La cuestión medular de cuánto concedemos a las fuerzas que sobrepasan la capacidad individual de resistir, le causaba escozor. La tendencia del poder a desconsiderar lo ponía en guardia.
Debatirlo todo, siempre
A lo largo de siete años consecutivos –los años en que Pablo Antillano fue mi jefe– participé en conversaciones cargadas de brillo y desafuero, frases luminosas, opiniones encontradas y vehemencia. De los años en que trabajé en Fundarte –1984 a 1986– guardo en mi memoria nuestras pródigas sobremesas con Miyó Vestrini, que entonces conducía un programa en Radio Nacional dedicado a los libros. Un poco más adelante, entre los años 1987 y 1992, Pablo Antillano me concedió un privilegio que selló mi vida desde entonces: me incorporó a un equipo que incluía, entre otros, a Tulio Hernández, Antonio López Ortega, Alberto Barrera Tyszka, Armando Coll y más. Fueron años espléndidos en que fuimos parte de una empresa llamada Voz&Visión de Venezuela, presidida por él.
Difícilmente podría describir la energía, recurrencia e inquietud de lo que ocurría en esos encuentros que, a menudo, se prolongaban hasta la madrugada. Voz&Visión era una agencia de comunicación, y también una especie de insaciable think tank, un taller sin final en el que todos sus integrantes, incluyendo al propio Pablo, aprendíamos a preguntarnos por nuestro oficio, por el engranaje país-empresas, por la potencia de las ideas y el lenguaje, por los hechos que nos conmovían. En mi caso, en aquellos siete años, bajo su constante estímulo, adquirió forma mi interés por los modos de pensar que me ha ocupado desde entonces. Una noche, días después del Caracazo, en el transcurso de una tensa discusión sobre la legitimidad de la violencia –estaban en la mesa Antonio López Ortega y Tulio Hernández–, Pablo me hizo una pregunta que ha planeado en mí, desde entonces: ¿Has pensado desde dónde hablas?
Aquellas tertulias, dentro o fuera de la oficina, eran el territorio donde Pablo reinaba. Solo excepcionalmente conciliaba: prefería provocar, incluso desde trincheras que no eran la suya. Medía las reacciones de quienes éramos sus adversarios o aliados ocasionales, subordinados y amigos entrañables. La riqueza de algunos combates de criterio e interpretaciones a veces invitaba al silencio. Nos turnábamos y nos convertíamos en espectadores. Escuchar, por ejemplo, sus diatribas con Tulio Hernández sobre el fracaso de la izquierda en América Latina me abrió innumerables ventanas en aquel decisivo trecho de mi vida. Y, aunque nadie me haya autorizado a decirlo, sé que, para amigos de mi generación, Pablo fue un factor que hizo más complejo el espectáculo de la realidad.
Fue un maestro porque, en su fondo, no se proponía vencer. Quería, para quienes lo rodeábamos, lo mismo que aspiraba para sí: construir una sólida esfera personal con la que llevar una vida digna. Nunca quiso moralizar. No se sentía ejemplo de nada. No repartía lecciones de conducta. A fin de cuentas, la conclusión de Pablo se resumía en esto: nunca te alejes demasiado de ti mismo. Una mañana, en el transcurso de una reunión de trabajo, dijo algo como esto (recuerdo la idea, pero no las palabras exactas): debemos cuidarnos de actuar por otros, sobre todo cuando se trata de asuntos que nos llevan una enorme ventaja. Ahí, me parece, está sintetizado el que fue su más sustantivo aprendizaje de vida: mientras se vinculaba al poder, escapaba de él. Estando cerca, lo miraba con distancia. Y llevaba en su corazón, como quien lleva un amuleto, la posibilidad de reaccionar. De hacer una pregunta más: la pregunta de la dignidad.
La cuarta dimensión
En agosto de 1983, el diario El Nacional puso en circulación un libro que celebraba su aniversario 37. Pablo coordinó el volumen –imprescindible para el estudio del periodismo venezolano del siglo XX– y publicó el que debe ser uno de sus textos más reveladores: “La era del espectáculo. Una visión de nosotros mismos”. Está escrito en ese registro que llamaré ensayo-periodístico, donde la acumulación de datos, ordenados con prosa eficiente e inobjetable, despeja el campo a reflexiones y ricas asociaciones.
Copio aquí el primer párrafo: “La sociedad del espectáculo es la sociedad del siglo XX. Sobre todo, la de la segunda mitad, la que siguió a la bomba atómica. Antes, claro, había espectáculo en la sociedad: había teatro y danza, juglares, y el siglo pasado antes de la luz eléctrica, antes del fonógrafo y el tomavistas de Edison, estaba el gran Rossini. Génova y Milán se disputaban a un notable grupo de amantes de la ópera. Pero es entre las dos guerras de nuestro siglo cuando el espectáculo se convierte en alter ego de la sociedad, su sombra, su representación, su apariencia, su espejo, su ideología. El espectáculo materializa ante los ojos atónitos del espectador todo aquello que no le consta: la radio, el teatro, la danza, pero sobre todo el cine y la televisión construyen al lado del hombre una cuarta dimensión que no le abandonará jamás”.
A lo largo de su vida, Pablo no cesó de perseguir esa “cuarta dimensión”. Podía cambiar de oficio –pasar de la agitación multimedia a la gerencia, de la barra al despacho empresarial, de la campaña política a la docencia– pero no poner paréntesis a su observación del poder. Insisto: no podía. No podía porque detectar las formas concretas, la variabilidad y prácticas del poder, estaba en el meollo mismo de sus emociones. La inteligencia de Pablo –que recorría un enorme arco de lo compasivo a lo mordaz– fue justiciera. Su mente operaba como una compleja maquinaria de emociones y raciocinios.
En algún momento de su vida, seguramente en sus años jóvenes y bajo la irradiación de su padre, el periodista y crítico de las artes Sergio Antillano, Pablo ensambló y activó el que sería su campo mental más persistente, el campo de la representación. En su conversación, en sus textos profesionales, periodísticos y ensayísticos, hay un empeño de comprensión: las imágenes, figuraciones, ideas o sospechas con que sustituimos e interpretamos la realidad. El quid de la representación lo ocupó en sus distintos desempeños: como periodista, consultor, estratega o docente. Cambiaban los oficios, la superficie instrumental, pero nunca la inquietud.
Pablo podía pensar en los tres planos: era capaz de planear muy alto; lanzarse en picada sobre objetivos muy definidos a ras de tierra y, entre uno y otro extremo, estimar escenarios y riesgos. Desentrañar la cuarta dimensión de lo real significaba, según creo, estos cuatro procedimientos: inferir las tendencias; detectar los conceptos en juego; concluir cuáles podían ser sus intenciones –Pablo detestaba las pretensiones moralizantes– y descubrir lo que hay de novedad en la esfera pública. Estos cuatro, tendencia, concepto, intención y novedad, son, me parece, los ejes, los pivotes, con que procesaba la realidad.
El multifacético, el silencioso
Llevaba consigo el don de la plasticidad. Intuyo que el entrañable de sus coetáneos; el habitual de bares e instigador de la revista-tertulia Código de Barra; el estudioso y docente de las ciencias políticas; el consultor reunido a solas con sus clientes; el jefe entrañable y lúcido, sabía adaptarse a las expectativas y circunstancias del cada momento. No había en él rigidez ni dogmatismo. No tenía una cartilla. Hasta donde pude conocerle, no había nada que él no pudiera escuchar del ruido del mundo. Fue un amigo incomparable: nato, memorioso, hospitalario. Un ser humano que hacía sentir su presencia. Cuando estaba, Pablo estaba ahí de manera inequívoca y vibrante.
En contra de lo que podrían sugerir las apariencias, Pablo cultivaba su intimidad. La amaba y, como un buen caballero, la protegía con su silencio. El conversador entusiasta, el ávido de información, mantenía el núcleo amoroso de su vida fuera del alcance de los demás. Milagros Socorro, Miro Popic, Raúl Fuentes, Oscar Hernández, Tulio Hernández, Antonio López Ortega, Gabriel Antillano y posiblemente otros más, han coincidido en sus artículos: Pablo amaba la vida, sin aspavientos y con una intensidad que se desparramaba en todos los sentidos. Nunca le escuché hablar de los reveses de la vida. Te hacía sentir que lo peor había quedado atrás.
Cuando me informaron de su enfermedad tuve que contenerme: solo le escribí un correo. Mi intuición me decía que Pablo, una vez más, escogería el camino del silencio, esta vez para luchar por su vida. Ahora mismo, cuando la tristeza hace inaceptable, intolerable su ausencia, salva pensar que no estuvo solo, y que Irlanda Rincón le amó y acompañó con todas sus fuerzas, hasta el instante final. Duele y salva pensar que la suya fue una existencia fructífera para él, para sus hijas Pimpi y Verónica, para sus innumerables amigos, y para quienes le rodearon y admiraron. Duele y salva pensar que su huella puede seguirse en espacio público, pero también en la memoria de innumerables personas. Duele, pero también salva, saber que Pablo sigue ahí, vibrante y lúcido, a punto de hacer la siguiente pregunta. La pregunta de la dignidad. La pregunta que testifica que, finalmente, no hemos sido vencidos.
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