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Para los «imperiólogos»

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Nadie puede negar la existencia de sociedades poderosas que extienden su influencia más allá de las fronteras nacionales para imponer políticas favorables a su interés. Es una realidad tan antigua como la fortaleza de determinado tipo de naciones frente a las comunidades del vecindario y aun de latitudes remotas. Es un fenómeno explicable en función de la debilidad de cierto tipo de comarcas, comprobada por el desafío de poderes foráneos que los obligan a sucumbir por la fuerza de las armas o a aceptar de mala gana fórmulas menos cruentas de dependencia. Verdades de Perogrullo, a las que se puede llegar sin necesidad de jurar por una determinada posición política.

También se sabe que este tipo de dominaciones son perecederas, o que lo han sido desde sus orígenes. Expansiones tan decisivas para la historia universal, como la romana en la antigüedad y la española en el comienzo de la época moderna, refieren a un proceso de ascenso de sociedades dotadas para las empresas del predominio que conduce a hegemonías metropolitanas cuyo destino será, más tarde que temprano, la decadencia y la desaparición. Nada nuevo, por lo tanto, a menos que se incluya en el catálogo de tales expansiones la sanguinaria supremacía impuesta por los aztecas y los incas en sus respectivos escenarios antes del encuentro de América, tan digna de atención como las otras y habitualmente subestimada por los analistas del imperialismo, especialmente si se trata de estudiosos de “izquierda” aferrados a la insostenible idea del “buen salvaje”.

También se relacionan los fenómenos imperiales con los inflexibles procedimientos que ponen en práctica para el mantenimiento de su influencia: guerras, persecuciones, exterminios masivos, la asfixia de las vanguardias que se les oponen y la imposición de criterios mediante los cuales se establece la superioridad de la cultura conquistadora frente a la cultura de los conquistados. Si se considera que tales preponderancias no se relacionan con la beneficencia, ni son obra del altruismo sino de una búsqueda unilateral de utilidad, estamos ante una alternativa de comprensión que puede superar la esfera de los prejuicios y la rasgadura anacrónica de vestiduras, aunque no falten quienes consideren esta sosegada posibilidad de entendimiento como una postura de cipayos que termina en colaboracionismo. Tal vez podrán incluir entre los aportes de esa postura lo que viene en el párrafo siguiente.

Los imperialismos no son una imposición pura y simple, sino también una mezcla de valores y una fragua de sensibilidades que desemboca en la creación de una cultura en cuyos contenidos resulta difícil separar lo propio de lo ajeno, o lo genuino de lo artificial. El trapiche del tiempo va moliendo los diferentes ingredientes hasta hacerlos amalgama inevitable. Primero por las malas, pero después por disposición de las costumbres, se forjan mentalidades en cuyo fondo se confunden las regulaciones del colonialismo con la vida de unos hombres a quienes las pretendidas fuerzas del monstruo metropolitano dotan de voz propia. Los criollos de nuestros contornos en las postrimerías del siglo XVIII, por ejemplo, muy orgullosos de su criollaje pero también de su procedencia del tronco peninsular en el cual florecieron hasta adquirir madurez. No es fácil el entendimiento de estas vivencias para quienes consideran la Independencia como un corte brusco y admirable con unos antecedentes dignos del basurero.

Queda el problema de atribuir a los imperios los males de las sociedades dependientes de sus decisiones. Si en su momento todo lo malo vino de Madrid, como ahora viene de Washington, si todo se hizo o se hace allá para desgracia de los millones de inocentes víctimas escarnecidas en las factorías, ¿cómo queda la historia de los hombres atados a la coyunda? Esa historia solo existe como remedo, como madeja de fracasos, como obra de unos pigmeos sin cabeza ni destino o, en el más auspicioso de los casos, simplemente como asunto pendiente. Mientras aseguren los “imperiólogos” de la actualidad que todo es manejado por las huestes del señorío extranjero, nuestro papel será el de simples juguetes de una fuerza superior. Una memez imperial.

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