Concluye una semana signada por la celebración de los carnavales más largos e impertinentes de los cuales tengamos noticias en el país, y también, aunque no en este orden, sino más bien en el inverso, de un natalicio, un fallecimiento y una resurrección. Comencemos con el deceso del comandante eterno, conmemorado la víspera del Miércoles de Ceniza con cara de palo por el (in)maduro rey momo de la salsa, en sincrética fusión de carnestolendas, parada militar e idolatría. El mesías de Sabaneta estiró la pata, y a pesar del desiderativo afán de eternizarlo, ¡uh, ah, Chávez no se va!, se marchó pistoneando, vaya usted a saber si por la puerta del infierno; y, a pesar de los pesares, es reverenciado mediante un irracional culto a su personalidad, perversamente fomentado con fines proselitistas o clientelares y sustentado en publicidad cursilona y lágrimas de cocodrilo vertidas sobre el sacrosanto sepulcro del Cuartel de la Montaña, antiguo asiento del Ministerio de la Defensa, donde oficial y presuntamente descansa, ¿en paz? Sobre mi tumba, una rumba: ¡uh, eh, Chávez se nos fue!
La contradictoria combinación castrosocialista de regocijo por haber impedido, temporalmente, la entrada al país de ayuda humanitaria procedente de países amigos, atroz y deplorable episodio tenido por Maduro y sus secuaces de épica victoria sobre fuerzas enemigas, léase el pueblo venezolano, y de tristeza no tanto por la ornitológica transmigración del redentor galáctico, cuanto por las movilizaciones de empleados públicos y circunstantes ilusos o tarifados, (des)organizadas con (in)disciplina castrense mientras hubo cobres para panificar el circo y embozalar de arepa, caña y mondongo a la concurrencia, llega a su término hoy domingo 10 de marzo, cuando se cumplen 233 años del nacimiento de José María Vargas, efeméride hecha suya por los galenos y de escasa monta en el calendario guerrero de los encachuchados de la rosca dictatorial.
¿Por qué? Porque Vargas, y aquí escamoteo y descontextualizo sin contemplaciones un verso del poema “Silvia” de Hesnor Rivera (Maracaibo,1928-2000), “pertenece a una raza distinta”, la de los hombres justos, tal quedó plasmado en el diálogo aprendido al caletre, no recuerdo si en la escuela o el liceo, entre el ilustre médico y ex rector de la Universidad Central y el coronel Pedro Carujo, encargado de apresarle, atinente al complot militar en su contra, denominado Revolución de las reformas ―¡ah, revolución, cuántas tropelías en tu nombre!― y fraguado desde el momento mismo de ser proclamado presidente constitucional de la nación ―sucedía en el cargo al, si a ver vamos, auténtico Pater Patriae de la incipiente República―. El iniciático putsch estuvo liderado por Santiago Mariño y lo secundaron Diego Ibarra, Pedro Briceño Méndez, José Laurencio Silva, Perú de Lacroix y otros próceres de la Independencia, y procuraba reestablecer los fueros militar y religioso abolidos por el Centauro llanero. En el fondo, los conjurados reclamaban para sí el privilegio de gobernar en retribución a los servicios prestados a la causa emancipadora; o, simplemente, por detentar el monopolio de la violencia armada, credo profesado por una nefasta sucesión de uniformados, ¡quítate tú pa’ponerme yo!, que, desde 1830, han mandado unos 140 años ― los civiles, incluyendo el interregno democrático1959-1999, lo han hecho apenas 60, en repetidas ocasiones de modo fugaz, accidental y transitorio, o en calidad de marioneta de un chafarote―,y, asimismo, compartido por un puñado de heréticos y falsarios “bolivarianos”, plácidamente dedicados a gozar una bota y parte de la gorra. ¿Quiénes son, pues, los causantes del descalabro nacional? La pregunta, digresión tal vez, nada tiene de retórica.
Los actos programados in memoriam del deificado y frustrado golpista y magnicida barinés se vieron eclipsados por el retorno al país de Juan Guaidó, quien de nuevo dejó con los ojos claros y sin vista a Diosdado Cabello e Iris Varela, autoproclamados, él y ella, carceleros al servicio de S. M. Nicolás el usurpador. No contaban esta y aquel con la astucia de un ciudadano ejemplar, decidido a cumplir lo pautado en su hoja de ruta, no por valiente, sin lugar a dudas lo es, mas no a la matonesca guisacara a Carujo, ¡carajo!, sino por respeto al compromiso contraído con el pueblo venezolano; compromiso histórico que le equipara moralmente con “el albacea de la angustia” (así llamó el poeta cumanés Andrés Eloy Blanco al doctor Vargas en libro memorable). La anunciada, esperada y cumplida reaparición del presidente encargado, después de su exitoso periplo suramericano, aguó los picoteos y templetes rojos e hizo resucitar el entusiasmo de la gente; gente esperanzada y resuelta a tomar de nuevo las calles y sumarse a las acciones dirigidas a paralizar progresivamente la administración pública, primer eslabón de una cadena de paros conducente a la suspensión total de actividades durante el tiempo necesario para apremiar la salida del señor Maduro.
La huelga general es un arma política de doble filo. Su efectividad depende de la constancia de quienes la apoyan y del tenor de las repuestas del aparato represivo del Estado. Llamar a un paro general, y poder sostenerlo hasta alcanzar las metas estipuladas en su convocatoria, reclama ingente agitación, información y propaganda; postula, además, el apoyo de sindicatos, gremios y asociaciones de trabajadores, técnicos y profesionales y, de cajón, respaldo logístico para neutralizar a esquiroles y rompe huelgas. Su éxito estriba en gran medida en lograr la adhesión del personal de sectores clave: el petrolero, en primer lugar, el transporte, de sí inmovilizado dadas las carencias sobradamente conocidas, y el de los servicios destinados a mover los engranajes de lo cotidiano ―agua, electricidad, combustible, comunicaciones―, y no estaría demás ―sería rizar el rizo―, la solidaria empatía de los agentes del orden público, haciéndoles sentir, a tal efecto, parte de la solución y no del problema. Por eso es importante, y mucho, saber con certeza cuándo están dadas las condiciones objetivas y subjetivas para dar un paso de tanta trascendencia, no vaya a repetirse la decepción de 2002: se trata de la madre de todas las formas de protesta pacífica, y su capacidad de persuasión quedó palmariamente demostrada en enero de 1958, cuando, después de dos días de inactividad, Ejército, Armada y Aviación tomaron cartas en el asunto y precipitaron la fuga del general Pérez Jiménez. Hay rima asonante entre Tarugo y Maduro. Por el bien del país, esperamos consonancia entre Nicolás y ¡ya te vas! Entonces, el renacimiento de una república civil y democrática será digno homenaje a José María Vargas y punto final al funesto chavismo y su abominable excrecencia, el sanguinario madurismo. ¿ilusiones? ¡Presagios de una semana non sancta!
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