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Dietario 10 de noviembre

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Olga Tokarczuk ¡Gracias Premio Nobel!!

Llegó el Nobel con atraso (recordad los escándalos) y por eso trajo dos nombres: un viejo amigo, Peter Handke, y alguien de quien no había oído hablar, Olga Tokarczuk. Tuve suerte y encontré uno de sus libros traducidos al español, Sobre los huesos de los muertos. Comencé a leer completamente desprevenida y página tras página me entregué al deleite.

Es una novela con misteriosos crímenes en un pueblo helado de Polonia junto a la frontera checa, una protagonista alocada de avanzada edad con pocas pero extravagantes amistades y una naturaleza presente con sus hermosos y también amenazantes bosques y animales.

Si alguien piensa que no se puede ser al mismo tiempo espiritual y científico, profundo y ligero, feroz y amoroso, serio y divertido, actual y clásico, aquí llegó madame Olga para comprobar lo contrario. Y así uno se sorprende leyendo con interés sobre el comportamiento de los insectos o de los planetas desde la perspectiva de la astrología, sobre experimentos con hortalizas o singulares meditaciones acerca de las enfermedades…

Alguien comentó que leyó el libro siguiendo en google maps el nombre de los pueblos y montañas mencionados por Olga. Creo que puede ser un ejercicio apasionante.

Comparto este diálogo entre la protagonista y su amigo entomólogo:

“-¿Eres religioso? –tenía que hacerle esa pregunta.

-Sí, respondió orguloso, soy ateo.

Aquello me pareció interesante. Alcé la colcha y lo invité a mi lado, pero como no soy cariñosa ni sentimental, no me explayaré sobre el tema”.

Blanca Strepponi

***

Telaraña: huraña nube, hiedra introspectiva. Tapiz raído no necesitado de la diligencia conyugal de una Penélope.

Elisa Lerner

***

NO COMMENTS 

I.

El miedo me atrapa las rodillas, me las anuda, las vuelve como movidas por resortes vencidos. Pero no soy la única. Estoy en el sótano 3 o 4 de un estacionamiento subterráneo. En alguna parte una lámpara escupe algo de luz a su alrededor, el resto es sólo sombras. Sombras que caminan tan atemorizadas como yo. Venezuela es un país de sombras.

II.

Cómo vencer el miedo es la parte que no se cuenta del héroe. “Canta, oh diosa, la cólera del Pélida Aquiles…” o tal vez sea la cólera la que vence el miedo del héroe.

III.

Tenía la vaga esperanza (así, un poco al descuido) que él estuviese muerto o preso por ebriedad. Ninguna de las dos opciones. Lo supe al abrir la puerta de casa y sentir el insoportable olor a cigarrillo que lo acompaña. Todavía está vivo, pensé.

Bárbara Piano 

***

Historia 

Y estas cosas sucedieron, al cuarto año del reinado de … salí del valle de Guibeá y bajé al desierto, con poca agua, granos y algunas bestias para el pastoreo; mantuve mi lealtad al Dios de mi casa; vi pasar a los nómadas traficantes de esclavos, a los rezagados de las huestes de un rey conquistador y a quienes corrían como sombras a elevar sus sacrificios a los baales en las montañas de Efraim; fui indiferente a los gregarios, no me senté a las puertas de ninguna ciudad a esperar limosnas ni a vender a mis esposas y de esta manera se apartaron las nieblas, el cielo se abrió y todas las estrellas del desierto descubrieron mi ingrimitud; las fiebres se acercaron a mi tienda, caí en un estado de embelesamiento, las mujeres de mi casa bailaron con sus atuendos de sedas y sus pedrerías Persas, fueron veneradas; la noches acontecieron largas, el sopor de los días apenas se padeció bajo las sombras de los dátiles, fui exaltado por la indiferencia y la prevención de quienes se alejaron de mi morada; larga vida es la de un hombre fiel, ahora me encuentro rodeado por mis esposas, por sus hijas e hijos y los hijos e hijas de estos y estas, espero reunirme con quien nos liberó de la esclavitud de Egipto antes del término de la jornada, todos aguardan por el beso y la bendición al primogénito; nadie llora ni me llama padre ni padre de mi padre; entonces recuerdo las danzas a mitad de mi travesía, los voluptuosos cuerpos de mis esposas velados al ritmo de címbalos y salterios, no me confundo, se hace todo diáfano como las mañanas entre las palmeras en los aljibes; el embeleso fue inducido por las hierbas maceradas en mis vinos, hoy mi creador muestras mi castidad de santo o de profeta, las nieblas se cierran sobre el pueblo compañero de mi rebaño, las mujeres comienzas a plañir, de alguna manera mi voluntad y la bendición del Señor de mis padres es dejarlos sin un heredero sobre sus cabezas, serán esparcidos por la anchura de la tierra y serán llamados infieles hijos de infieles.

Israel Centeno

***

C

Centro de detención. Sesenta venezolanos comparten una habitación oscura con africanos y centroamericanos. Son vigilados, aislados del mundo, inmovilizados sin razón aparente. Llegaron ahí por alguna sospecha del oficial de migración. Algunos, cuando se hacen inmanejables, son liberados o deportados a los días; otros sufren extorsiones, retrasos, vejámenes, antes de alcanzar el mismo final que los primeros. Más que retenes, son especies de purgatorios hacia la “legalidad”. Prisiones disfrazadas donde los migrantes pagan su condena: no cumplir con el perfil de ingreso al país. No son estancias correctivas: son filtros de indeseables.

Cimientos. Emigrar pone a prueba el origen. Remueve las bases de aquello que traíamos como cierto. Invita, también, a reponer las piezas de esa construcción que, en una rarísima comodidad, nos daba sustento. Emigrar es una sacudida. ¿Qué queda en pie y qué se derrumba irremediablemente? ¿Cuáles cimientos eran reales y cuáles otros pura imitación? Irse del país es escrutar sus bases. Descubrir patrones, desarmar, derrumbar. No hay alarmas ni protocolos de contingencia: el país tiembla debajo de los emigrados.

Ciudadanía. Ejercida, inventada, perdida, recuperada. ¿De dónde soy ciudadano? ¿Del país que me expulsó o de este otro que, todavía, no me concede su gracia? Veintiocho años de vida cívica parecen desvanecerse ante tres o cuatro de residencia permanente. Empiezo de cero otra vez, con cédula de invisible. Mientras no tenga acceso a la zona restringida, puedo dividirme en dos: en México ejerzo mi civilidad, mientras ni filiación cultural permanece en Venezuela. Creo en las identidades múltiples y en las ciudadanías simultáneas. Tal vez soy el peregrini sine civitate romano. O tal vez me pase lo que a otros emigrados venezolanos cuando, al decirnos paisanos, sabemos que nos engañamos, pues no tenemos país.

Cuerpo migrante: ¿El cuerpo es presencia?, pregunto a veces. Me miro aquí, volteo hacia el que era y me imagino, hoy, rondando por mi casa anterior. ¿Guardarán mi espacio? ¿Cómo se llena mi habitación ahora? ¿Cada cuánto suena el piano de la sala? ¿Quién entra y quién sale de ahí? Me veo como una materia hecha de memoria. Yo soy un cuerpo aquí, pero también soy esa construcción artificial que está en la mesa de mis padres, en esa ágora lejana donde soy mirado, sujetado, recordado bajo esa forma evanescente que toman los que están lejos.

Zakarías Zafra

***

Cuidador decepcionado

El mercadito de los sábados es una feria multicolor, aunque tal celebración no llega a la avenida. En la esquina hombres y mujeres se pelean las cuadras que servirán para estacionar. Aquello de que en Chacao te multaban y remolcaban el carro ya es cuento de camino. A veces, hasta se hace doble fila. “Los cuidadores” pertenecen a una nueva profesión. Una forma honesta de ganarse la vida en medio de tanto acaparamiento y despilfarro. Hay un sector de la población que se mueve en camionetas de vidrios blindados. Esos se montan en las aceras o sobre la isla. El hombre esmirriado con la franela roja pegada del espinazo se acerca al conductor. Un glorioso “te lo cuido” revienta en los oídos de los pasajeros, quienes lo miran de reojo. El conductor levanta el dedo pulgar en señal de aprobación. El cuidador victorioso se restriega las manos pensando en la propina del cliente. Se sienta a la orilla de la acera porque le tiemblan las piernas. Después de una “pepa de sol” chipoteando en su cabeza, ve acercarse a los del vehículo que ha tenido bajo su resguardo. Abren las puertas, se montan, encienden el equipo de sonido a todo volumen. Suena una canción de Daddy Yankee.  Se acerca, extiende su mano derecha. Escucha el sonido ronco del motor. El conductor acelera. Todos gritan por las ventanas: Gracias hermano. Viva la revolución.

Inés Muñoz Aguirre

***

Escisión

A Yameli Parra

A Edmundo Rada

In memóriam

Venezuela retumbó en Casa de América

La poesía fue un eco

que pedía libertad libertad

Venezuela fue luz en Madrid

Sonaron voces venezolanas

cantaron denunciaron alertaron

Las voces de los poetas

llenaron el recinto de vida

y lucidez

Pero de más allá de los mares

de donde la patria ya no es

de esa tierra rebautizada

bolivariana socialista

Del no-país

llegó el canto fúnebre

el eco del luto en gerundio

De aquel solar

de almas a la deriva

llegó el rumor mortuorio

del ave negra

que nos deja a todos a oscuras

Donde nos encontremos

Desnutrida empobrecida

olvidada de Dios y de los hombres

reducida a la mínima expresión

de carne y hueso

Más huesos que carne

Murió en el Zulia Yameli Parra

la profe

murió de hambre

Y el mismo día

Este día de poemas y poetas

de poesía venezolana en Madrid

con dos tiros de gracia en la nuca

calcinado y abandonado

encontraron a Edmundo Rada

“Pipo”

Concejal opositor

Entonces uno duerme

con el pecho escindido

con la emoción dividida

entre la esperanza del país poético

y el horror del no-país

Con un ventrículo en la república bolivariana

y el otro en Venezuela.

Golcar Rojas

***

Escualofobia

Me subí al colectivo a las once de la noche con un chofer alebrestado que lo manejaba dando tumbos y a toda velocidad por las calles de Palermo. Era como un tiburón hambriento que, merodeando de noche en un coral de aguas no tan profundas, no sabe esquivar el obstáculo sino cuando lo tiene en sus narices. Así íbamos en ese escualo de metal en el mar de asfalto, todo lo cual terminó por marearme y el estómago me comenzó a pulsar por vomitar. Del tiburón comenzó a salir un líquido amarillento por uno de sus costados, y el asfalto marino se fue manchando. Cuando el rumbo fue más despejado y regular, me acomodé en el asiento y sonreí solo.

Daniel Cuevas

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