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A pesar de que tradicionalmente las inversiones en América Latina han sido consideradas por China como operaciones de alto riesgo, la relación que el gran coloso de Asia desarrolló con Venezuela a través de los años de revolución fue muy estrecha. Las inversiones y los empréstitos colocados en el país tropical alcanzan varios sectores de actividad: desde el petrolero, pasando por la agroindustria y el sector automotriz, hasta el aeroespacial, por citar solo algunos.

Son muchos quienes afirman que la sintonía ideológica entre Pekín y Caracas, durante los años revolucionarios, era total y que ello se constituía en el principal sostén de los riesgos que el coloso asiático decidió correr en Venezuela. Lejos de allí.

Hace rato ya que los gobiernos chinos se desenvuelven dentro de los parámetros de un marcado capitalismo de Estado, aunque en el manejo político interno del país se comporten dentro del más absoluto totalitarismo. Venezuela, al igual que otros Estados de América Latina, encajaba dentro de una estrategia política de alto riego, pero, al mismo tiempo, de alta rentabilidad.

Lo que sí era geopolíticamente determinante, en el caso de la alianza China-Venezuela, era la conveniencia de los asiáticos de tener una punta de lanza bien atornillada en un continente prometedor en lo económico, altamente demandante de sus productos y, a la vez, capaz de proveer materias primas en volúmenes significativos para los más de 1.300 millones de consumidores que moraban dentro de sus fronteras.

Ello justificaba los empréstitos a los gobiernos revolucionarios y, al propio tiempo, era el fundamento de sus inversiones directas, por ejemplo, en empresas productoras del sector petrolero. Venezuela recibió, en las últimas dos décadas, 60 millardos de dólares en créditos chinos. Para nadie es un secreto que un alto componente de estos préstamos se pagaba en barriles de crudo, dentro de una fórmula de repago que beneficiaba nítidamente al prestamista. Y ello duró mientras la producción petrolera venezolana fue alta y suficiente.

Donde sí hubo un dramático desenfoque de visión de parte de los líderes chinos, fue en su ingenua creencia de que podían confiar en la seriedad del manejo económico de los gobiernos de Hugo Chávez, primero, y de Nicolás Maduro, luego, cuando el primero falleció. La realidad de hoy hace ver, con diáfana claridad, que poniendo a un lado el factor de corrupción y de robo de recursos que cuenta por mucho, los dos gobiernos revolucionarios se caracterizaron por un desastroso manejo de la economía venezolana en sus años de mayores ingresos, lo que derivó en su quiebra y en el lamentable estado de pobreza y de caos que es conocido hoy.

Ahora canta otro gallo. El declive económico del país es indetenible, lo que augura a China muy delgadas posibilidades de recuperación de sus empréstitos y de rentabilización de sus cuantiosas inversiones en Venezuela. Pero si, dentro de la más absoluta sindéresis, en Pekín se hace el esfuerzo de revisión del Plan País presentado por Juan Guaidó para la recuperación del país, resultado de un esfuerzo compartido entre todos los partidos de oposición que lo apoyan, y a la vez, mira de cerca los aspectos relativos a la recuperación de la industria petrolera que serán puestos en marcha tan pronto el impasse político actual sea superado, no vacilarán en la formulación de una política de relación con Venezuela de apoyo al gobierno nuevo que sea cónsona con sus intereses.

La milenaria prudencia china es la que explica que, hasta el presente, su posición en torno a la crisis política venezolana, no haya sido la de apoyar a Nicolás Maduro ni la de reconocer a Juan Guaidó, sino la de abstenerse de opinar en torno a los asuntos internos de su gran socio en Suramérica.

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