La catástrofe que vivimos en Venezuela es una de las mayores de su historia, hasta el punto de que sea imposible compararla con una anterior que se haya desarrollado sin escaramuzas de guerra civil y sin el peso de convulsiones provocadas por la naturaleza. Solo en las matanzas provocadas por los enfrentamientos fratricidas, o por terremotos e inundaciones, ha sido sometida la sociedad a situaciones de sufrimiento colectivo como la que hoy experimentamos. Tiene una causa identificable sin posibilidad de dudas, como todas las que la precedieron –el cisma en la descomposición política de 1812, las batallas de la federación en la postración de la economía, por ejemplo– pero, a pesar de la localización del motivo mayor o casi exclusivo que ha originado la tragedia, no se ha podido superar. Estamos, por lo tanto, ante la presencia de un enigma sobre cuyo desenlace nadie puede apostar con seguridad, pese a la desesperación que ha provocado y a la humillación masiva que es su corolario más evidente.
No hay que devanarse los sesos para topar con la etiología del fenómeno. Todas las búsquedas de responsabilidad apuntan hacia la ineficacia, la ladronería y el cinismo proverbiales del chavismo, sin que existan otras opciones que le compitan en la atribución de la carga. El chavismo puede ocultar sus delitos y sus patrañas mientras el presupuesto petrolero permite propagandas reiteradas y dádivas obscenas, pero la mengua de un erario saqueado a discreción da pie para que la colectividad descubra a su verdugo y burlador sin necesidad de quebrarse la cabeza. Sin tesoro para una dilapidación permanente, el carmín que tapa llagas y purulencia desaparece para que se sienta en toda su magnitud la fetidez de sus eyecciones. Pero ¿qué hemos hecho frente a la hedentina? Taparnos con un pañuelo, en la mayoría de las vicisitudes de importancia que nos han conmovido durante dos décadas.
La situación degenera durante la dictadura de Maduro, debido a que su gestión multiplica los horrores del pasado reciente hasta el punto de que, en lugar de remendar el establecimiento desvencijado por su predecesor, lo conduce apurado hacia la ruina. El edificio público sometido a la orientación destructiva del teniente coronel Chávez se vuelve escombros en cuestión de un lustro, lo cual no es difícil si consideramos la faena de depredación ejercida sobre su estructura por el fundador de la “revolución”, pero la posterior faena de demolición no deja de ser impresionante por su velocidad. Tal vez porque estemos ante el espectáculo de un hecho excesivamente vertiginoso, nos hemos paralizado mientras sucede frente a los desconcertados ojos.
La parálisis no solo incumbe al pueblo que advierte el derrumbe sin hacer mayor cosa porque no sabe cómo desafiar a la rauda bestia devastadora, sino también al liderazgo de oposición que debe esperar el paso de los años para calibrar el desafío y ponerse en movimiento. Temporadas de inacción, o de tumbos infructuosos, conceden oxígeno a la dictadura hasta permitirle supervivencia a pesar de sus dislates. Los lapsos de hibernación que se disfrutan en la cama de los partidos políticos, o sus espacios de pereza, por no hablar de otras circunstancias capaces de erizar el pelo, no son una amenaza que obligue a la moderación de los mandones. De allí la persistencia de un fenómeno que todavía no camina hacia el cementerio que merece con creces.
En la hora de destapar responsabilidades debe considerarse la capacidad de crueldad que caracteriza al chavismo, susceptible de apagar corajes consistentes con crímenes y torturas que no se molesta en ocultar. Cuando se siente que todavía no se verá la luz al final del túnel, la vocación sanguinaria del régimen es un factor que se debe poner en primer plano para entender las estaciones de un sendero trabajoso. Pero hay dos elementos que invitan a mirar lo que falta de itinerario con ojos benevolentes: el deterioro abrumador de la etapa encabezada por Maduro, cuya profundidad es el prefacio de su propio abismo, y el nacimiento de un movimiento de oposición que supera las vacilaciones del pasado y recupera el imán que había perdido para atraer el entusiasmo de las masas sin la cuales no es posible el retorno de la democracia. Con ese imán en la mano, manejado con la guía de ideas nuevas y distintas, podemos matar a la madre de todas las catástrofes que ha padecido Venezuela.
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