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Arturo Gutiérrez Plaza y Pedro Plaza Salvati

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Arturo Gutiérrez Plaza entrevista a Pedro Plaza Salvati

—Hasta ahora, en tu obra literaria, has cultivado tres géneros (el cuento, la crónica y la novela): ¿Con cuál te sientes más cómodo?, ¿qué rescatas de cada uno?, ¿qué grado de interpenetración sientes que existe entre ellos, en el caso concreto de tu obra?

A medida que pasa el tiempo me siento más incapacitado para escribir cuentos. No es que tenga nada en contra del género, todo lo contrario: el cuento se acerca a la poesía; engranar su mecanismo de relojería es una ardua labor de depuración.

Mi primera obra publicada fue Decepción de altura, un cuentario, si se quiere. Allí me propuse que un personaje secundario o plano saltara de un cuento y, en el siguiente, se convierta en un personaje principal. Creo que detrás de este libro hay un sutil andamio que, por fortuna, no llega a ser novelesco. Cada cuento es autónomo, se puede leer sin necesidad de leer el cuento previo, pero, al mismo tiempo, como surgen conexiones, aparecen resonancias distintas, por lo que su lectura se puede hacer en dos planos: la del cuento autónomo y la de una serie de cuentos que retratan un mundo.

Del cuento salté a la novela y de la novela a la no ficción o, más bien, surgieron en paralelo. He querido hacer novelas que tengan mucho que ver con la realidad. A mí me parece muy fácil inventar en el teatro de operaciones del cerebro, sentado cómodamente en tu lugar de escritura. Y no es porque lo que sea cómodo me desanime y que adore la autoflagelación, sino que inventar a mí me parece más fácil que ceñirse a la realidad como punto de partida.  Al inventar sin freno, aun resguardando la verosimilitud, se puede caer en la charlatanería literaria. El mundo que nos rodea, esa entropía cotidiana, es una fuente interminable de historias. ¿Entonces por qué no partir de allí y moderar la invención? Me siento bien escribiendo novelas sustentadas en la realidad que, al mismo tiempo, seamos sinceros, no se pueden desvincular de la experiencia propia; lo vivido y observado, aunque se trate de disimular. Claro que hay distopías que son alegóricas de lo real, pero eso es harina de otro costal.

En la literatura de no ficción el proceso creativo es distinto porque tenemos las ataduras de esa realidad, los datos y hechos que no podemos alterar de forma alguna. Claro que hay espacio para ser ingeniosos, como si un rompecabezas se pudiera armar de muchas maneras distintas (la versión de cada narrador de una historia real). Uno está sujeto al material investigado y hay licencias que no se pueden tomar. Por ese motivo es mucho más difícil escribir una buena obra de no ficción, que se pueda leer como una novela o un relato, que una obra de ficción, donde las dosis de inventiva ayudan a engranar la historia. Uno lee libros como El secreto de Joe Gould, de Joseph Mitchell y, quién no esté enterado, puede creer que es una obra de ficción por la manera como está contada, pero es una historia real, así como lo es Noticias de un secuestro, de García Márquez, otra gran obra de no ficción escrita en clave de novela, o inclusive Noches azules, en la que Joan Didion cuenta la historia de la muerte de su hija utilizando mucho la poesía en prosa.

Hoy en día me muevo entre la novela y la no ficción. Ahora bien, al mismo tiempo, me encanta la literatura transgenérica, aquella que en una obra misma contiene distintos géneros literarios, como una novela que contenga a la vez partes ensayísticas coladas sin fanfarria, y que en mi caso puede ser El lugar de las nubes. Un autor que hace esto y que me gusta mucho es W.G. Sebald.

La crónica, por otro lado, es transgenérica en su identidad porque toma los recursos de otros géneros como el ensayo, el cuento, la novela, inclusive de la poesía. En España está a punto de salir mi tercera novela, Broadway-Lafayette: El último andén, que tiene partes que parecen crónicas y otras en la que predomina la ficción. Muy en síntesis te podría decir que de la novela extraigo la posibilidad ilimitada de crear mundos desde los personajes, crear vidas, la infinita libertad creadora que su arquitectura permite. En el cuento el centro de atención no son los personajes sino la(s) historias que deben ceñirse a un espacio relativamente corto y que, por lo general, deja una sensación de conmoción al lector, aunque hay cuentos filosóficos y conjeturales que son una maravilla. De la crónica extraigo su habilidad para contener casi todos los géneros en sí misma y la alegría de crear un relato que cuente la realidad y que sea leído como literatura. Entre ellos, hay mucha interpenetración, un cuento largo llega a parecerse a una nouvelle, una crónica puede parecerse tanto a un cuento como a una novela, un conjunto de cuentos muy conectados puede asemejar a una novela y, como hemos dicho, la crónica toma recursos de todos los géneros literarios.

—En la crónica homónima (¿cuento?) del volumen ganador del XVI Concurso Anual Trasngenérico 2016, “Lo que me dijo Joan Didion”, el personaje (¿tú?) dice: “Quizás el mensaje oculto detrás de todo esto, aunque sabemos que los límites de los géneros son fronteras de cristal, era que debía dejar de empeñarme en escribir cuentos o novelas y dedicarme a la escritura de no ficción, que en realidad, a mi parecer, es una forma de cuento, en todo caso: una crónica es como un cuento de verdad y un cuento es como una crónica de mentira (seguro alguien dijo esto antes)”. De ser eso así, cómo calificarías a ese texto: ¿crónica o cuento? Te lo pregunto, pues me parece que el pacto de verosimilitud con el lector (de una crónica) parece violentarse al final del mismo, desde el momento en que el personaje (¿tú?) decide intercambiar su ejemplar dedicado de Blue Nights con una pasajera del metro de New York, que por una extraña casualidad leía ese mismo libro en el vagón de vuelta a Manhattan. De ser así, ¿la reflexión sobre las naturalezas del cuento y la crónica presente en ese mismo texto, no fue escrita, justamente, como guiño anticipatorio de ese final?

En la crónica o literatura de no ficción la preocupación no es la verosimilitud, sino que lo que se relate vaya acorde con los hechos como ocurrieron (no necesariamente de forma cronológica, eso lo haría tal vez aburrido). Claro que un lector tiene derecho a creer y sacar las conclusiones que desee de una obra. La lectura es uno de los pocos actos independientes que le quedan al ser humano. En ficción a veces se dice que la realidad hay que dosificarla para que preserve la verosimilitud. Ese no es el caso de la crónica o la no ficción. Dentro de la escritura de no ficción es perfectamente permitido que se produzcan pensamientos y cavilaciones del narrador, eso es distinto y debe quedar claro que se trata de un pensamiento del narrador. Si uno se pone a especular si los hechos ocurrieron de una manera u otra, bien se podría caer en el dilema presentado en el libro The lifespan of fact, de Jon D’Agata y Jim Fingal, y podríamos pasar años debatiendo si un día determinado del año había nubes en el cielo de Carúpano a las 11:45 de la mañana. Si yo te dijera que nací el 5 de diciembre, que Joan Didion nació el 5 de diciembre, y que Andrés Boersner me llamó un 5 de diciembre para darme la noticia de que había ganado el Transgenérico por el libro que lleva el título relacionado a la autora estadounidense, ¿me lo creerías? ¿Despertaría sospechas? ¿Me dirías que rompo el pacto de la verosimilitud? Pues eso ocurrió de esa manera y la vida es así de extraña.

En mi última novela aparece un personaje plano que se llama Carlos Madera, de profesión carpintero y que, para colmo, está emparentado con la gente del grupo Madera, trágicamente ahogados en Canaima. Esa historia parece inventada pero no lo es: un hombre cuyo leitmotiv de vida es la madera, de apellido Madera y familiar del extinto grupo Madera. Lo importante es que el cronista retrate la realidad por más inverosímil que parezca. Lo que me dijo Joan Didion: crónicas de Nueva York, debería pasar la prueba de un fact-checker riguroso, así me lo propuse y tuve mucho eso en mente a la hora de crear, que todo lo narrado pudiese ser verificado (salvo pensamientos o hechos íntimos), y ese entrenamiento pienso que me quedó con las cátedras de literatura de no ficción que tomé en la escuela de periodismo de la Universidad de Nueva York con autores que publican en The New Yorker.

Cuando menciono lo de los géneros, que no lo veo de manera alguna como preparación para “un final inventado”, todo lo contrario, es para ilustrar un punto. Te menciono, comparativamente, a Emmanuel Carrère. Desde que escribió El adversario se dedicó a escribir libros sobre la realidad. Durante mucho tiempo se molestaba porque insistía que sus obras eran de no ficción y punto, que no se trataban de novelas. En una conversación reciente con Javier Cercas, otro escritor de no ficción, y Emmanuelle Carrère, el primero se contenta de que el autor francés admita que escribe novelas de la realidad. Eso es lo mismo que digo sobre el cuento y la crónica que llamas  homónima del libro Lo que me dijo Joan Didion. El cronista y el escritor de no ficción utiliza las herramientas de la ficción para armar el relato, pero nunca para inventar. Si un lector de crónicas no cree al narrador, sea por el motivo que sea, que los hechos ocurrieron así, no hay nada que se pueda hacer al respecto. El deber del cronista es contar la realidad, no la de inventar.

—En ese mismo libro, en la crónica titulada “La última parada del Bronx”, te refieres a Melville, el autor de Moby Dick, como alguien que fue un incomprendido en su época y quien ante tal circunstancia llevó una vida de execrado. Dices: “Abandonó la prosa para dedicarse durante años a la poesía sin saber que su obra [refiriéndote a Moby Dick] lo elevaría a la celebridad; un reconocimiento que llegaría treinta años después de su muerte”. Te pregunto: ¿Cuál piensas que es la función de la poesía en la obra de un narrador? ¿Qué tipo de vasos comunicantes ves entre ellas, en tu caso?  Curiosamente, muchos escritores han sentido una gran frustración al intentar abordar ese género, en el cual no han contado con mayor reconocimiento, a pesar de haberse consagrado como narradores (algunos casos emblemáticos, entre muchos, serían los de Cortázar, Bolaño, Saramago o Faulkner). Este último, incluso, llegó a decir: “Yo quería ser poeta; descubrí muy pronto que no podía ser un buen poeta, así que probé con algo en lo que pudiera ser un poco mejor. Me veo como un poeta fracasado”. En resumen: ¿Cómo valoras la lectura y el cultivo de la poesía en relación al oficio del narrador, tanto en tu caso, como, en general, en el de la narrativa contemporánea?

La poesía, para decirlo en términos beisbolísticos, es como las grandes ligas de la literatura. O, mejor dicho, para usar una metáfora bélica: un poeta es como un piloto de un avión caza bombardero que en el momento preciso y el lugar exacto suelta la bomba. Los narradores somos como la infantería de ejército.

En mi caso, me siento feliz, bueno, con los tormentos y dificultades propias del oficio, escribiendo narrativa de ficción o no ficción. Nunca he intentado escribir poesía ni pienso que lo haré, y por ese lado me ahorro el fracaso, porque sé que fracasaría en la poesía.

Lo que sí es muy importante para el narrador es leer mucha poesía para entender y aplicar la economía de lenguaje a la hora de contar historias. Es frecuente, en efecto, oír el cuento del “poeta fracasado”. Pero también ocurre a la inversa, el cuento del “narrador fracasado”. Me imagino que esto se debe en parte a que el nivel de entendimiento en la economía del lenguaje del poeta, su percepción de las palabras, lo inhabilita para utilizarlas de otra forma más expandida. El narrador es como un maratonista y el poeta como un corredor de saltos largos o lanzador de jabalinas. No todo el mundo tiene la estamina para sentarse durante horas todos los días (novela), ni tampoco, al otro extremo, la capacidad de depuración extrema del lenguaje (poesía).

Lo que menciono en la crónica sobre Melville no se trata, por supuesto, de una apreciación personal sino de un hecho que uno encuentra relatado en varias fuentes. En una charla a la que asistí con Umberto Eco en Nueva York, dijo que, si tres fuentes reconocidas y distintas concordaban, se podía tomar como cierto lo contado. Eso fue lo que hice al mencionar la historia de Melville. El hecho es que ese magistral y extraño artefacto narrativo llamado Moby Dick lo llevó al fracaso en su época y a que, por decisión personal, se dedicara durante años a la poesía. Esa dedicación a la poesía seguro que incidió, positivamente, en la escritura, muchos años más tarde, de otra obra maestra de Melville, como lo es Billy Budd, un libro alucinado, experimental y avanzado inclusive hoy en día.

Pedro Plaza Salvati entrevista a Arturo Gutiérrez Plaza

Sobre tu obra Itinerarios de la ciudad en la poesía venezolana: una metáfora del cambio, un ensayo de 459 páginas con el que te hiciste ganador de la novena edición del Premio Transgenérico, y que a su vez fue tu tesis doctoral, Miguel Gomes ha dicho “la ciudad como tema y discurso lo ayuda a instalarse en las encrucijadas del arte y la ideología para esbozar los mecanismos por medio de los cuales lo urbano se transforma una y otra vez en divisa de una economía simbólica”. ¿Qué nació primero: el deseo de aglutinar la poesía venezolana desde Andrés Bello hasta Montejo para descubrir a Caracas y sus cambios o, al contrario: descubrir a los poetas a través de la transformación de la ciudad?

Esa larga investigación, de la cual se ha publicado solo una parte (el resto son aún notas y borradores), no se trazó como objetivo, en principio, conformar un cuerpo antológico. Mi primera inclinación fue indagar en las estrategias de representación de la ciudad y la urbanidad, por parte de los poetas venezolanos, a partir de la segunda mitad del siglo XX, y en particular, desde la irrupción de grupos como Sardio, Tabla Redonda y el Techo de la Ballena en las postrimerías de los 50 y comienzos de la siguiente década.

Arturo Gutiérrez Plaza ganó en 2009 el Premio Transgenérico por Itinerarios de la ciudad en la poesía venezolana: una metáfora del cambio / Foto UAH

Sobre ese período comencé a trabajar, a dar cursos y a escribir artículos al comienzo del presente siglo. Fue al iniciar mis estudios doctorales que decidí reelaborar las premisas de mis lecturas y ampliar el período a estudiar. Paulatinamente fui comprendiendo que la tríada poeta-poesía-ciudad conformaba una estructura fascinante, ya que la dinámica de esos tres vértices, sus constantes mutaciones en el tiempo, eran la mejor expresión del complejo proceso tanto de comprensión de sus formas de representación, como de la historia poética del país. Desde ese momento comencé a remontar el cauce de mis lecturas, alejándome del presente hasta llegar al período colonial. Entender los modos en que la función del poeta en las sociedades urbanas ha ido cambiando de modo sustantivo e indetenible, desde la ciudad letrada de Andrés Bello hasta el presente, comprender el rol de los tipos de mediaciones estéticas, formales, temáticas y tópicas que han condicionado los modos de ver, concebir y representar a la ciudad y a lo urbano, e indagar en los inmensos cambios históricos experimentados por esos espacios que seguimos llamando ciudades y los modos de interrelación entre los habitantes de ellas y con ellas, terminó siendo el objetivo central de mi pesquisa. La desmesura de la tarea me obligó a centrarme fundamentalmente en Caracas, aunque no era esa mi intención inicial.

Creo, sin embargo, que más allá de la referencia a un lugar concreto, el modo de aproximación al fenómeno estudiado aporta insumos útiles para quienes estén interesados en este tipo de investigaciones en otros contextos históricos, geográficos y culturales. Tal vez cuando comencé a preguntarme por este tema hubo un factor determinante que propició mi interés: el haber adquirido conciencia de la singularidad del caso venezolano. Me resultaba muy estimulante hurgar en el proceso de transformaciones de un país, a través de la lectura de su poesía. En este caso, de una nación que había pasado de ser más de 80% rural al comienzo del siglo XX, a otra, con más de 80% de su población viviendo en ciudades al final de esa centuria. Lo que ha sucedido en el presente milenio amerita otras consideraciones, sin embargo, también en ese proceso ruin y sistemático de destrucción que hemos vivido en estos últimos veinte años, me parece, sigue siendo válida la premisa según la cual la lectura de esa tríada señalada implica la de esa “metáfora del cambio”. En ese sentido, es mucho lo que nos queda por leer.

—Eres un académico, un scholar, con todas las de la ley, y a la vez eres un poeta con una reconocida trayectoria. Me llama la atención que hayas obtenido tu PhD en Cincinnati y que hayas sido profesor de la Universidad de Oklahoma, por el contraste que puede resultar entre el contenido de una obra como Itinerarios de la ciudad en la poesía venezolana y los lugares en los que te has desempeñado en el mundo académico estadounidense. Me explico, estoy tratando de llegar a la posible relación que pueda existir entre la creación artística, en tu caso la poesía, y la conexión con el entorno. Tanto Cincinnati como Oklahoma son lugares muy despoblados y llanos, digamos, que desde la superficie adolecen de colorido. Uno a veces se imagina que el combustible de un narrador o poeta proviene del conflicto y el caos. A lo que voy es: ¿cómo se inspira un poeta para escribir si el medio en el que vive supone una aséptica normalidad? ¿Entonces la poesía se parecería más a un cuadro de Edward Hopper o a un poema de la cotidianidad de William Carlos Williams? ¿Es ese tu caso o te llevas a todo lugar a Caracas o, en mucho menor grado a Ciudad de México, como fuente de creación poética?

Como bien señalas al comienzo de tu pregunta, soy un ser híbrido. De mi pasión por la lectura se derivó la pasión por la literatura, y, de modo concomitante, por la creación poética. Luego, tras el estudio sistemático y la adquisición de una cierta disciplina de lectura diferente, en la que comenzaron a tener cabida consideraciones críticas y teóricas inadvertidas hasta el comienzo de la adolescencia, surgió un ser crítico, un investigador literario y un profesor; personajes no del todo disociados del poeta, pero inevitablemente distanciados, digamos que ubicados −para no dejar de acudir a referencias urbanas− en la acera de enfrente.

No sé si la hibridez a la que me refiero coincida con la que quisiera identificar en su oportunidad Eliot, cuando hablaba del “crítico practicante”, es decir, el crítico que también es creador, artista, poeta. Desde esa perspectiva muchos escritores han entendido y practicado la crítica como creación y además han hablado de ella, en esos términos. Si quisiéramos mencionar algunos, posiblemente los más evidentes y eminentes entre nosotros en el siglo XX hispanoamericano, habría que acudir a nombres como los de Alfonso Reyes, Octavio Paz y Guillermo Sucre.

Aclarado esto, quizás sea más fácil responder a lo que planteas: como crítico o investigador literario no es la vivencia de la ciudad en la que se reside la que guía la escritura, sino la lectura, el análisis y el estudio de los textos pertinentes (poemas, trabajos críticos, recorridos históricos, aproximaciones teóricas, etc.) referidos a la ciudad y a la vida urbana, en este caso. Por ello, para emprender una tarea como la que me propuse en aquel momento, más importante que la ciudad en la que estaba viviendo era lograr el acceso a sus bibliotecas. Lo cierto es que cuando realicé mi doctorado en la Universidad de Cincinnati descubrí una realidad que Borges siempre soñó. Una realidad que no tenía que ver tanto con una ciudad específica como con un país, pues era palpable en casi cualquier sitio de los Estados Unidos donde hubiera una universidad con acceso al sistema de préstamos interbibliotecarios de esa nación. Fue así, y allí, en Cincinnati, que comprendí lo que significaba ese sueño, ese milagro: tener acceso, virtualmente, a todos los libros del mundo, sin necesidad de desplazarse fuera de la biblioteca en la que estaba.

Y al decir esto me viene a la memoria el inmenso pendón que presidía la fachada de la biblioteca principal de esa universidad, en la que conscientes de los sueños borgeanos le rendían un discreto homenaje al creador del Aleph. Allí reproducían, en inglés, una de sus muchas, casi infinitas, célebres frases, esa que dice: “siempre imaginé que el paraíso sería algún tipo de biblioteca”. De este modo, por increíble que parezca, pude hacer una investigación sobre la poesía venezolana, desde una perspectiva histórica y cultural vigilante del estudio del proceso de transformación de sus ciudades y en particular de Caracas, estando a muchos kilómetros de esa ciudad y de ese país. Diría incluso, que pude hacer esa investigación en muchísimo menos tiempo y con un mayor acceso a la bibliografía y fuentes de información necesarias de lo que habría podido hacer estando en Caracas. Lo cual resulta maravilloso, paradójico y muy triste a la vez.

Desde el otro lado de la acera, quiero decir, desde el de la creación poética, las cosas se dan de otro modo. En esos terrenos es usual que la vivencia se transmute en experiencia verbal. En ocasiones a partir de lecturas, sin embargo, lo común, al menos en mi caso, es que la escritura poética surja de un largo proceso de introspección, en el que las experiencias vividas confabulan ante la página para configurar, desde un complejo entramado de asociaciones inconscientes e insospechadas, el potencial poema. Evidentemente estamos hablando de una dinámica intelectual y emotiva completamente distinta de la de la investigación literaria académica.

Entre los poemas que he publicado, hasta donde recuerdo, solo en dos se hace mención explícita a Caracas, aunque haya muchos signados por lo urbano. La experiencia con respecto a Ciudad de México ha sido distinta, pues en el año 2012 obtuve una beca del Programa de Residencias Artísticas para Creadores de Iberoamérica y de Haití en México, patrocinado por el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (México) y la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (España). En esa ocasión me postulé con un proyecto en el que me planteaba escribir un conjunto de poemas urbanos, motivados por las vivencias surgidas en esa ciudad, durante los cuatro meses de mi estadía allá. Así surgió una colección de poemas titulada Arqueólogo del aire, que fue publicada en un libro colectivo, llamado Registro de forasteros, en el que mis textos conviven con los de otros tres escritores −narradores−, que también obtuvieron esa beca y con los que compartí mis días mexicanos de aquel año. Algunos de los poemas de esa colección los incluí posteriormente en el libro Cuidados intensivos, publicado a finales del 2014.

Hay dos obras tuyas cuyos títulos, si una persona los encontrara en una librería que no clasificara sus obras por géneros, parecerían manuales de oficios muy distintos a los del poeta: Principios de contabilidad y Cuidados intensivos; en frío, evocan de inmediato la contabilidad y la medicina. Sobre esta última, en el poema Urgido en ti retratas los últimos días y horas de la muerte de tu madre: “Te lo repetí día a día, apreté tus manos/henchidas de antibióticos, aparté las sondas para decírtelo/ mientras te adormecían a las puertas del gran sueño”. Creo que tanto el poema como el título de tu obra son, al mismo tiempo, una alusión al país, un país que está en cuidados intensivos, y así lo demuestra la urgencia con la que publicaste el poema “El único encuentro” en Prodavinci: “Una bala ensangrentada/contra el asfalto/ Pudo haber sido mi hijo/el hijo asesinado”. ¿Es la poesía un lugar de alivio en medio de la penuria o un sentir que agiganta la percepción de la desgracia? ¿Escribes poesía también para hacer una metáfora del país; lo personal que retrata a toda una nación en cuidados intensivos? 

Los títulos de esos libros a los que te refieres son expresión de una poética que busca sustraer de la vivencia cotidiana el peso de la cosificación, del sentido ya concluido de las cosas, que busca resignificar los lugares comunes a fin de deslastrar nuestra experiencia con el mundo y con el lenguaje de preconcepciones que nos impiden el contacto con el asombro primordial, ese que surge de reconocernos como parte del misterio unánime de la existencia. Ese intento, sin embargo, no se encauza desde la celebración del estruendo verbal, desde su desenfreno, desde su dislocamiento, sino que, por el contrario, habita en la misma constricción del lenguaje, bajo un virtual pacto de confianza con un lector cómplice, capaz de desentrañar las claves de ese desmontaje de significados en un entretejido de palabras que pretenden atesorar, a su modo, cierto grado de ambigüedad, discreción, e ironía.

En el libro Principios de contabilidad no hay ningún poema homónimo, ni señas que hagan evidente la pertinencia de ese título. No obstante, me parece, ese mismo hecho debería propiciar en el lector curioso alguna inquietud, que lo moviera a explorar interpretaciones que implicaran la relectura del sentido de la frase hecha, propia del ámbito administrativo, dentro de un contexto poético. En el caso de Cuidados intensivos, también se acude a una frase acuñada en un campo semántico ajeno a la poesía −el médico−, sin embargo, tal y como lo explico en la postdata del libro, en primera instancia intentaba aludir precisamente al lugar de lo poético: “al precario espacio y el posible sentido de la poesía en la sociedad contemporánea” y del poeta. De hecho, en el último verso del poema titulado así, como el libro, se concluye diciendo: “someter a cuidados intensivos el poema”. En ese texto que sirve de epílogo he comentado el carácter premonitorio de esa frase, pues mientras el libro demoraba en ser publicado, debido “a la carencia de papel y al significativo incremento de los costos de impresión”, “siguió sobreviviendo bajo observación y alterándose mientras se encontraba en cuidados intensivos”. Fue en ese período, específicamente entre el 13 de junio y el 13 de julio de 2014, que conocí una sala médica de ese tipo. En ella viví la muerte de mi madre. El título del libro, enigmáticamente, ya era ese y antecedía a esa circunstancia. El último poema que escribí e incluí en el volumen, posterior a ese hecho, fue uno de los que mencionas en tu pregunta: “ungido en ti”. Por lo tanto, es claro que la escogencia de la frase que vino a titular esa colección de poemas no se derivó, al menos conscientemente, de tal fatalidad. Esta respondió, inicialmente, como también deje consignado en esas páginas “a un estado de conciencia regido por un desasosiego alerta, nacido de temores, presentimientos e incertidumbres que cruzan diversos ámbitos de la experiencia”.

 Ahora bien, natural e inevitablemente “la angustia por el latido de lo propio, del país dividido, violento e indescifrable del presente” también estaba allí. De modo que resulta legítimo que el lector lea desde allí, desde esa perspectiva, desde ese imperativo vivencial, ese o varios de los poemas del libro. En otra parte he comentado, al intentar responder a la pregunta sobre lo que significa para mí la poesía, que con frecuencia la he entendido como una respuesta a una pregunta que en principio desconocemos y que solo en el proceso de escritura comenzamos, apenas, a vislumbrar. Tal vez eso explique, en parte, el tipo de respuestas, de preguntas y de lecturas que muchos lectores pudieran encontrar en esos versos, y no sé si también responda, al menos parcialmente, a tu pregunta.

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