Ahora mismo Josep Borrell es un hombre rodeado de especulaciones. Circulan pronósticos y apuestas sobre cómo será su desempeño, una vez que, de ministro en funciones de Asuntos Exteriores, Cooperación y Unión Europea salte al cargo que venía desempeñando Federica Mogherini desde noviembre de 2014: alto representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, una responsabilidad que algunos prefieren llamar la cancillería de Europa.
Le precede una buena reputación. Tiene en su haber algo que falta en la visión y pensamiento de los políticos de profesión: experiencia en la empresa privada. Esto, me parece, lejos de constituir un argumento para descalificarle, es lo contrario: le dota de recursos mentales para afrontar, por ejemplo, una de las tareas enormes que le aguardan en su inminente función, la de poner en movimiento una política que cierre la brecha digital que amenaza a Europa, frente al creciente poderío de Estados Unidos, China y Rusia en la materia.
En su hoja de vida, por encima de los datos más divulgados –que es ingeniero aeronáutico y economista; que tiene más de cuatro décadas comprometido con el PSOE; que ocupó distintos cargos durante los gobiernos de Felipe González; que fue diputado y presidente del Parlamento Europeo; que es coautor de Los cuentos y las cuentas de la independencia, libro que desmonta algunas de las mentiras más descaradas del separatismo catalán–, me parece pertinente destacar tres hechos que dibujan una posible sensibilidad: uno, es hijo y nieto de panaderos que trabajaron en Argentina; dos, en el verano de 1969 pasó unas semanas en un kibutz en Israel; y tres, que hace apenas unos meses, en junio, adquirió la nacionalidad argentina, como un simbólico reconocimiento a la nación que acogió y dio oportunidades a su padre y a su abuelo. Esto me impulsa a considerar que, en la arquitectura anímica de Borrell, las luchas de otros –por ejemplo, los padecimientos de los venezolanos– podrían ocupar una jerarquía destacada.
Europa vive momentos de tensión extraordinarios. Basta listar las peligrosas irradiaciones del brexit, la candente cuestión de la ausencia de una política comunitaria ante los inmigrantes, la amenaza desatada por la administración Trump y sus guerras comerciales, y la dificultad que representa lidiar con la diplomacia delincuente de Putin, para entender que al canciller le esperan días tormentosos. En un artículo titulado “Por un relanzamiento europeo”, publicado en mayo, Borrell escribía: “Europa debe aprender a actuar con una lógica de potencia y responder con medidas proporcionales a decisiones unilaterales agresivas, vengan de donde vengan, y dotarnos de instrumentos comunes para proteger nuestra seguridad y democracia”.
No sabemos qué lugar ocupará la debacle venezolana en la agenda de la nueva cancillería europea. Dirigentes políticos de la oposición democrática venezolana han saludado el nombramiento porque suponen que el caso Venezuela saldrá del lugar al que lo confinó la señora Mogherini: sección-de-irremediables-a-los-que-mejor-es- dar-largas. El reciente viaje de Borrell a la fronteriza ciudad de Cúcuta, Colombia, donde pudo constatar las realidades de verdadero horror que han padecido los venezolanos que huyen del régimen, ha avivado las ilusiones de un Borrell que, además de protagonizar la donación de 50 millones de euros para asistir a los refugiados, dé un giro significativo a la que ha sido su posición como representante y vocero del gobierno en funciones de Pedro Sánchez.
Entre declaración y declaración, siempre con tono autosuficiente, Borrell ha sido el pie en la puerta que ha impedido el cierre de la Europa democrática a Maduro. En junio, después de reunirse con Jorge Arreaza, el mitómano “canciller” del poder usurpador de Maduro, declaró que la posición consistía en lograr elecciones presidenciales “a la mayor brevedad posible”. Han transcurrido cuatro largos meses desde entonces, y no hay señal alguna, ni siquiera remota, de tal posibilidad. Los representantes del usurpador rompieron las negociaciones organizadas por Noruega y las anunciadas sanciones que se activarían de inmediato, si eso sucedía, continúan dormidas.
Mientras tanto, los venezolanos mueren de hambre o enfermedad. Menguan: pierden peso, cierran las empresas, la vida es devastada por la hiperinflación. Huyen masivamente a los países vecinos –somos más de 4 millones los que hemos sido obligados a huir–, la mayoría de las veces en condiciones desesperadas. Cabe preguntar al señor Borrell si existe una comprensión sensible en el gobierno de España de lo que significa, por ejemplo, que el usurpador disponga de una unidad de exterminio, FAES, que sumada a paramilitares y bandas armadas han asesinado –ejecuciones extrajudiciales– a más de 7.000 personas. Cabe preguntar si el canciller de Colombia, Carlos Holmes Trujillo, le advirtió a Borrell de lo que está ocurriendo con el relanzamiento de la narcoguerrilla y el auge del narcotráfico, todo ello bajo el aliento y la protección del régimen de Maduro. Cabe preguntar si la supuesta solución a través del mecanismo del diálogo no ha demostrado ya su absoluta inviabilidad, hasta adquirir las proporciones de dogmatismo ajeno a lo real, y si ese dogmatismo solo sirve a Maduro y el grupo de delincuentes que lo rodea.
Dicen los expertos que existe una tendencia no escrita en la diplomacia europea con respecto a América Latina: seguir las directrices de España, país que tendría la mejor comprensión de lo que ocurre del otro lado del Atlántico. Cabe preguntar, además, si en la posición del canciller concurren otros ingredientes, como la presión de Iglesias y Errejón al gobierno, o su credo de lo multipolar, que lo obliga a diferenciarse de Trump, principal promotor de la política de sanciones contra los usurpadores. La pregunta que cabe hacerse: ¿el Borrell de la Cancillería de España, con su pie atajándole la puerta a Maduro, seguirá siendo el mismo, ahora en sus funciones europeas? ¿Sacará Borrell, de una vez por todas, el pie de la puerta?
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