Esta semana continuaron en el crítico estado de Ohio los debates entre los precandidatos demócratas. Ohio es un campo de batalla electoral, entre los llamados estados pendulares (“swing states”) que suele, junto a Florida, definir escenarios en el complicado tablero del colegio electoral con base en el cual se deciden las elecciones presidenciales. Así como Trump no tiene camino a la reelección sin ganar Florida, ningún candidato republicano ha logrado elegirse presidente sin ganar en Ohio.
Reflejando una prioridad del colectivo nacional, particularmente relevante para el elector de Ohio, la moderación del debate se enfocó en el sistema sanitario o de salud pública de Estados Unidos.
El sistema de salud estadounidense contiene lo mejor y lo peor del mundo como oferta para los ciudadanos. Nadie duda que en Estados Unido hay enclaves de excelencia médica al más alto nivel; pero, al mismo tiempo, en ningún otro país desarrollado el sistema sanitario, los medicamentos y los seguros son tan costosos para el usuario.
Durante la administración Obama se dió un paso gigantesco y cualitativo en la ruta del derecho a la salud, con la Ley de Cobertura Accesible a la Salud (conocida por sus siglas en inglés ACA o por la etiqueta Obamacare). Obama llegó a la Presidencia con ese proyecto entre sus compromisos más urgentes. El estadio superior del modelo del ACA era un sistema universal de contribución única fiscal, como existe en Canadá, toda Europa, Japón, Australia… en fin, el sistema adoptado con éxito por todos los países del espectro capitalista que han asumido el derecho a la salud como derecho humano. Obama, consciente de las dificultades políticas que una estructura así encontraría en Estados Unidos, por su inviabilidad parlamentaria, asumió avanzar con una fórmula intermedia en la que el seguro privado se hace obligatorio creando un sistema de mercado promovido por el gobierno que facilitó la competencia entre distintas opciones que cumplen con los requerimientos mínimos de cobertura previstos en la ley, desmontando lo que era antes un mercado controlado por monopolios regionales o acuerdos oligopólicos en detrimento del asegurado. Esa alternativa incluyó subsidios federales para los sectores más vulnerables, y, entre muchas otras conquistas, introdujo una fundamental: la obligatoriedad para las aseguradoras de dar cobertura a personas con condiciones preexistentes en su perfil clínico.
El modelo Obamacare, obstaculizado desde el primer día por los gobernadores de estado afiliados al Partido Republicano, viene funcionando de mejor manera en aquellos estados cuyos gobiernos no participan del boicot a su operatividad. De hecho, en algunos estados como Virginia, con gobernadores demócratas, se introdujeron, con apoyo en aportaciones federales previstas en la ley que se suman a los recursos del gobierno regional, reformas legislativas para expandir el alcance del Medicaid, sistema esencial para los sectores más vulnerables.
Lo más irónico de la oposición sistemática de los republicanos al Obamacare es que este se inspira en una ley promovida por el republicano Mitt Romney cuando era gobernador de Massachusetts, con apoyo bipartidista y hasta el visto bueno de economistas conservadores, incluidos los del Heritage Foundation. Hasta ahí la narrativa de soluciones bipartidistas… Bastó que Obama hiciera federal la idea de Romney para que se le declarara la guerra. Era la previsible respuesta al obsceno cabildeo de las compañías aseguradoras y la industria farmacéutica. Gracias al ACA de Obama, más de 20 millones de personas alcanzaron tener cobertura médica a un costo razonable, llevando la cobertura básica total en el país por primera vez a niveles del 90% de la población al cierre del año 2016. Este cuántico avance legislativo se logró en los primeros 2 años del gobierno de Obama, exclusivamente con el apoyo de los legisladores demócratas. Por fortuna, Obama puso todo su empeño en cumplir con esa prioridad legislativa, porque en las primeras elecciones de mitad de período perdió la mayoría en la Cámara y luego la perdería también en el Senado. De otra manera, millones de familias, para quienes los médicos eran simplemente impagables, se hubieran sumido en el caos o desbarrado a la situación de bancarrota.
Desde la llegada de Donald Trump a la Presidencia, este ha intentado derogar el Obamacare, con el apoyo de McConnel en el Senado, sin éxito y, por cierto, sin ofrecer alternativa. Lo que sí han hecho es agujerearlo desde la trinchera administrativa, mediante regulaciones que han dificultado la instrumentación de esa legislación. Como resultado del boicot Trump, las primas de seguro han crecido en ciertos estados y lamentablemente el índice de personas sin seguro médico ha subido 3%.
En todas las encuestas, el drama sanitario aparece como prioridad en la escala de preocupaciones de los estadounidenses, lo mismo que la demanda colectiva por un mejor sistema. En la primaria demócrata este es un asunto fundamental del debate y todos los candidatos son partidarios de que el derecho a la salud es un derecho humano, e incluso un grupo de proponentes, encabezados por Elizabeth Warren y Bernie Sanders, aboga por una nueva reforma que dé el salto definitivo hacia un sistema sanitario universal. La alternativa, interesante por su progresismo pragmático y viable al estilo Obama, la propone Joe Biden, quien postula defender el sistema Obamacare y construir, a partir de este, mejoras legislativas que lo perfeccionen e incluso introduzcan la opción pública para que sean los ciudadanos, en la competencia entre el sistema asegurador privado y la oferta pública, quienes decidan qué hacer.
Aun cuando el sistema universal de salud pública es muy atractivo como propuesta, la opción presentada por Biden es, sin duda, un camino más viable (y, según las mismas encuestas, menos controversial entre electores); sobre todo si pensamos en el difícil y empedrado camino que ha tenido Obamacare. El impacto fiscal de la propuesta de Biden, por otra parte, es también gradualista, lo cual es importante no porque aceptamos la premisa de los economistas conservadores, quienes alegan que el sistema universal de salud pública sería impagable, sino porque esa gradualidad fiscal se suma al argumento de la viabilidad política. En realidad, el sistema sanitario de Estados Unidos, financiado entre aportes fiscales y desde el bolsillo de los ciudadanos que pagan primas a las aseguradoras, ya cuesta más que el de los países con un sistema universal de salud pública con contribución única fiscal. De hecho, Estados Unidos invierte 17,9% del PIB de su economía en salud, mientras que Alemania, Suiza, España, Canadá o el Reino Unido no llegan a 12% del PIB, siendo el caso que la cobertura en todos estos países es universal, total y con calidad superior en las enfermedades y situaciones sanitarias que afectan a las grandes mayorías de los ciudadanos. De hecho, todos los indicadores de salud pública de esos países son superiores a los de Estados Unidos.
En un reciente viaje a Taiwán, como parte de una delegación del Partido Demócrata, pudimos constatar, en reuniones con las autoridades sanitarias de dicho gobierno, que a Taiwán su sistema sanitario -basado en la opción pública con complementos privados subsidiarios-, le cuesta cerca de 6% del PIB, y también exhibe mejores indicadores de salud pública que los de Estados Unidos. Interpelados sobre el origen de su legislación, los funcionarios expusieron con gran sencillez que se basó en el asesoramiento de expertos estadounidenses de las universidades de Harvard y Johns Hopkins. Es decir, ¡existe una solución totalmente americana, desechada por la diatriba política republicana, que funciona maravillosamente en Taiwán! Luz para la calle y oscuridad para la casa.
Ciertamente, el debate político, degradado por los escándalos de la administración Trump, ha perdido de vista la deliberación sobre cuestiones fundamentales. Lo que sí está claro es que mientras en la Casa Blanca de Trump se incuba la mayor amenaza para la salud, el partido tiene como prioridad un mejor sistema sanitario para el pueblo estadounidense.
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