El 4 de marzo de 2018, en la pequeña ciudad inglesa de Salisbury –su población no alcanza los 50.000 habitantes–, Sergei Skripal y su hija Yulia, fueron atacados con un gas de nombre Novichok. La acción puso en peligro las vidas de otras 35 personas. El Novichok es un neurotóxico fabricado por las fuerzas militares rusas. La acción del equipo médico fue milagrosa, según señalaron los expertos. Lograron salvar la vida de ambos y evitar las graves secuelas –la destrucción del cerebro– que podrían haberse producido.
Skripal, ex oficial del servicio de inteligencia ruso, fue detenido a finales de 2004, acusado de trabajar clandestinamente para Inglaterra. En 2010 fue parte de un intercambio de espías presos entre los dos países: así fue como llegó a Salisbury. Cuando ocurrió el ataque, su hija había venido desde Rusia a visitarle.
El intento de asesinar a Skripal no es un caso excepcional. Algunos ejemplos: en noviembre de 2006, Aleksander Litvinenko, que había denunciado la orden de matar al empresario Borís Berezovski, fue envenenado con polonio en un hotel de Londres, mientras tomaba un té. Murió a los pocos días. Un mes antes, Anna Politkóvskaya, extraordinaria periodista y defensora de los derechos humanos, autora de Una guerra sucia (sobre la atrocidad militar rusa en Chechenia) y de La Rusia de Putin, entre otros, perdió la vida a balazos en el portal de su casa. Más recientemente, el 27 de octubre de 2015, Borís Nemtsov, político opositor a Putin, que había sido amenazado, murió a causa de los disparos que le hicieron mientras caminaba por una calle.
Estos casos revelan una mentalidad sobre el modo de ejercer el poder. Putin, que ingresó en el KGB –servicio de inteligencia– en 1975, ganó sus primeras elecciones presidenciales en 2000. Desde entonces no ha abandonado el poder. Para asegurar su continuidad ha modificado las leyes a su medida; ha llevado a juicio y encarcelado a sus rivales políticos; ha prohibido candidaturas; ha perseguido a los activistas que denuncian la corrupción, los abusos del poder y las violaciones de los derechos humanos, y, esto es muy importante, ha creado un marco legal que hace prácticamente imposible la disidencia, la protesta (que es reprimida de forma salvaje) y el libre ejercicio de la política.
Ha establecido un régimen que acorrala a periodistas y medios de comunicación. También a los artistas, a quienes ha dicho: “Es necesario establecer qué se permite y qué no en las artes y la cultura”. La persecución de los homosexuales la ha convertido en política de Estado. En julio de 2013 hizo aprobar una Ley para la Protección Infantil de la Información que Niegue los Valores de la Familia Tradicional, que autoriza la apertura de procesos legales a personas y entidades que difundan cualquier contenido que, en el criterio arbitrario y unilateral de las autoridades, se considere como promotor de la comunidad LGBTI en el espacio público.
Se podrían agregar casos y tipologías de los medios con que Putin ha ido construyendo un Estado alrededor de sí mismo: policial, feroz, descarado, unilateral y despiadado. Despiadado con los pueblos que tienen sus propias lenguas, a las que impone la utilización del ruso. Despiadado en su voracidad económica, como lo demuestran las destructivas operaciones petroleras que ha iniciado en el Polo Norte. Despiadado en su propósito de impedir que circule la información sobre los crímenes cometidos por el estalinismo, las muertes de millones de personas en los campos de concentración, las insólitas prácticas de invención de expedientes, detenciones, torturas y ejecuciones practicadas por las policías políticas que le antecedieron, de cuya tradición es heredero.
Esta bravuconería en el ejercicio del poder, los aviesos e inescrupulosos mecanismos con que ejecuta e impone su condición de hombre fuerte (el exhibicionista distrae a sus seguidores sumergiéndose en aguas heladas del lago Seliguer, a temperaturas por debajo de cero) son los mismos que definen su política exterior.
En 2014 organizó, bajo su directo control militar, un referéndum –rechazado por la ONU– que justificó su deseo de anexionar a Crimea. Putin dijo entonces que casi 97% de los electores habían votado favorablemente a la propuesta. Más: ha permanecido mudo y ha reaccionado en defensa de su hermano espiritual, Bashar el Asad, dictador de Siria, cuyo uso de armas químicas –el Novichok es también un arma química– ha sido reiteradamente comprobado y denunciado.
Ha sido el gamberro Putin el que ha convertido el dopaje de los deportistas en política de Estado, como se verificó en los Juegos de Sochi de 2014. La Agencia Mundial Antidopaje comprobó entonces que más de 1.000 atletas compitieron bajo los efectos de drogas. A 29 de ellos les fueron retiradas las medallas. Es el gamberro el que ha desarrollado una industria de hackers, robots y programas para desestabilizar e intervenir en la política y los procesos electorales, como los de Estados Unidos y Cataluña. Es el mismo gamberro que ha enviado mercenarios y militares a la República Centroafricana, y que abiertamente se ha metido en los Balcanes –otra vez– con el propósito de desestabilizar la región.
El gamberro ahora ha sumado a Venezuela a la lista de territorios donde realiza operaciones. Quiere cobrar los 3.000 millones de dólares que le adeudan. Quiere el control mayoritario de Petróleos de Venezuela. Quiere instalar una base militar en territorio venezolano. Quiere usar a Venezuela para penetrar –otra vez– a América Latina. Y, fundamental, quiere entorpecer el programa de las sanciones y neutralizar los efectos del TIAR, porque su mayor interés es que Maduro continúe en el poder, como un territorio más bajo su dominio absoluto.
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