Por ARIEL JIMÉNEZ
A partir de 1962, tras doce años de investigación pausada, Soto llega a lo que podríamos llamar su producción madura o “clásica”. Es entonces un artista que ha conseguido dotarse de un conjunto de herramientas formales y de lenguaje (la repetición, la superposición, la vibración óptica) y que ha creado ya una serie de familias plásticas (las varillas y las tes vibrantes, los volúmenes virtuales, los penetrables, extensiones y progresiones), a partir de las cuales pretende pensar las realidades que le inquietan: la naturaleza energética de la materia, la energía como constituyente esencial del universo, el espacio como plenitud, el tiempo como vector de lo real.
Ahora, para comprender estas obras en su génesis y en su manera de operar, para apreciarlas en fin, habría que comprender primero de qué proceso son el resultado y, por otra parte, qué es lo que ellas pretenden decirnos. Porque esos cuerpos que vemos en el espacio, flotando como “esculturas” de un género particular, proceden en realidad de la pintura. Son el producto de un cuestionamiento del pintor sobre las posibilidades y límites del medio que emplea. Son, por eso mismo, resultado típico de una pintura llamada moderna que, retada por medios entonces nuevos −la fotografía y el cine− en su capacidad para reproducir la imagen óptica del mundo, trabajada por los descubrimientos científicos que fueron paulatinamente revelando cuánto de lo real existía más allá de lo visible, de lo sensible incluso, buscó los medios para hablar de ese mundo que sabemos existe, pero que no podemos ver, ni hacer ver. ¿Cómo, en efecto, representar la energía si no por los cuerpos que mueve, los efectos que produce? ¿Cómo reproducir sobre una tela la infinita realidad de hondas inaudibles e invisibles que pueblan el universo? ¿Cómo hablar, desde las dimensiones medibles, domésticas de una tela, de conglomerados de astros que se extienden por millones de años luz en el espacio sideral?
Esas “esculturas” de Soto son pues el fruto maduro de una práctica pictórica que asumió como un hecho que esas realidades no podían ser representadas, o imitadas sobre una superficie plana, y que antes de pensar siquiera en hablar de ellas, en sugerir al menos su existencia por los medios que fuera, ella misma debía repensarse en sus funciones, en su estructura interna. A partir de 1950, con sus primeras experiencias abstractas, Soto se propone hacer de su pintura ese objeto, esa realidad plástica capaz de poner en juego (y no de representar) los “valores universales” que son para él la energía, la materia, el espacio-tiempo. Partiendo de las experiencias de artistas como Piet Mondrian, Kasimir Malevich y László Moholy-Nagy, llega por fin a una pintura que se abre al espacio y que busca producir “situaciones vibratorias” con las herramientas que son las suyas: el cuerpo material de la pintura, el color y la forma.
El pasaje de piezas como Pintura serial, 1952-53, a Metamorfosis, de 1954, es en este punto ejemplar. Lo que vemos en la primera es la organización serial y repetitiva de triángulos de color formando bandas que se organizan en el espacio como el arcoíris en el cielo. Los triángulos mayores indican además una dirección, con lo que ya nos hablan de la luz, es decir, de una forma de la energía moviéndose lateralmente como ondas en el espacio. Y esas ondas no solo ocupan toda la superficie de la obra, sino que se presentan de manera tal que sugieren la continuidad indefinida (y esto tiene su importancia), fuera de los límites materiales de la pintura, de lo que allí se nos muestra. En la siguiente pieza, Metamorfosis, todo parece suceder como si esas ondas que en Pintura serial atraviesan la superficie de arriba hacia abajo, moviéndose hacia la izquierda, se dirigieran ahora hacia el espectador, lo que obliga a buscar los medios técnicos susceptibles de indicar su progresión fuera de la pintura. La transparencia del plexiglás, duplicando el plano pictórico hacia delante, indica ahora la orientación de ese flujo de energía que viene de la pintura y se dirige hacia nosotros, y entonces nos muestra círculos de luz −como soles decía Soto− que parecen presentársenos perpendiculares al plano, y no de lado, como en la pieza anterior. Y esos flujos se materializan por medio de diferentes cuadrados superpuestos, pero cuadrados que no son opacos como el cuadrado negro sobre blanco de Malevitch, sino transparentes, y no solamente porque sean figurados sobre un plano de plexiglás, sino porque ellos mismos son ya el resultado de una serie de cuadrados negros y de puntos blancos repetidos de manera sistemática.
Son pues pinturas que intentan decirnos algo, que buscan hablarnos de realidades que no podemos ver, o que en todo caso no podemos ya aprehender como la silla y la mesa sobre el fondo de la tela, como situaciones paralelas a lo que observamos en el mundo cotidiano, sino a la manera de realidades “sugeridas” por la pintura; es decir, como fenómenos que por existir fuera de lo habitualmente perceptible, no pueden ser figurados directamente por ella. Y si el artista recurre a esas organizaciones extremas de la forma y el color donde el ojo produce ilusiones ópticas, es precisamente porque eso de lo que intenta hablarnos existe más allá de lo visible, al borde, al extremo de lo figurable. Ahora, claro, hay quienes en su incapacidad de ver más allá de lo que se figura realmente en la tela (en este caso puntos y cuadrados repetidos sistemáticamente), pretenden que esa pintura no hace más que producir efectos retinianos, como si algún curioso dispositivo tuviera en ellas la virtud (en verdad impensable), de detener el proceso de la visión humana antes de que los estímulos provenientes del exterior pudieran siquiera llegar al cerebro, deteniéndose en la retina.
El problema, a la evidencia, es otro, y es que este tipo de pintura exige de nosotros que aprendamos a ver “entre” las formas, que nos hagamos sensibles a lo que sucede “a partir de ellas”, a lo que surge del curioso e inesperado orden que le ha dado el artista. Y en este sentido, las obras de Soto funcionan como una forma particular, porque abstracta, de la alegoría y/o la metáfora. Si alguien, por ejemplo, enfrentado a una alegoría de la justicia, se sorprende e incluso se indigna porque el artista ha representado a una mujer hermosa, delicada y desnuda, con los ojos vendados, llevando en su mano derecha una espada y en su izquierda una balanza, y argumentara que se trata de una imagen absurda puesto que con los ojos vendados nadie pudiera servirse de los instrumentos que tiene en sus manos, todos de inmediato le diríamos que el problema no reside en la imagen, sino en la lectura que él intenta hacer de ella. Porque esa mujer vendada, su cuerpo grácil y los instrumentos que lleva consigo, no deben −no pueden− ser leídos en función de lo que una imagen así representaría en la vida de todos los días, sino justamente a partir de lo que esa “absurda” organización de elementos pretende decirnos: que la justicia es como una hermosa mujer (porque nada es más bello que lo justo) que tendría en sus manos el poder de la espada y la balanza, y que con ellos dispensaría justicia de manera ciega, esto es, sin tomar en cuenta las apariencias y las estrategias de poder, si no en función simplemente de los hechos, de la verdad escueta y desnuda.
Pues bien, así son las obras de Jesús Soto, así funcionan, y debemos aprender a verlas como una forma especial de la alegoría, no deteniéndonos en los efectos ópticos a los que recurre en su intento por decirnos algo, sino yendo más allá, haciendo el esfuerzo necesario para comprender la naturaleza “conceptual”, invisible y por lo tanto infigurable de realidades como la energía, un campo magnético, el espacio tiempo, fundamentos inmateriales de todo lo que existe.
Tomemos ahora una rejilla de puntos o cuadrados como las que se observan en Metamorfosis y proyectémosla al espacio, perpendicularmente al plano. ¿Qué formas podríamos obtener si no justamente sus Progresiones y Extensiones, sus Formas virtuales, penetrables o no? Esos volúmenes que se erigen en el espacio surgen −emergen− de la acumulación de cuerpos opacos, pero no son como ellos masivos, y vibran ante la mirada de todo aquél que se desplace ante ellos. Y eso es justamente lo que Soto busca: que percibamos cubos, pirámides, esferas, formas en fin, pero que nos aparezcan como entidades vibrantes, campos de fuerza, masas sonoras congeladas, auroras boreales, nunca como cuerpos.
Esas especies de “esculturas vibrantes” de Jesús Soto no son pues sino una proyección espacial de la pintura, de una pintura que se ha impuesto la tarea de decirnos, de sugerirnos, que la materia y todo lo que existe, desde los inmensos astros que pueblan el universo, hasta el más diminuto insecto, son extrañas configuraciones de la energía en el espacio-tiempo, fugitivas organizaciones que por un instante solamente se oponen a la entropía.
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