Por ANÍBAL ROMERO
- El burgués descarriado.
La primera etapa en la carrera de Thomas Mann está delimitada por la publicación de la novela Los Buddenbrook en 1901, y al otro extremo por el estallido de la Primera Guerra Mundial. Otras dos obras del período importan para mis fines: el relato “Tonio Kröger” (1903) y la novela breve La muerte en Venecia (1912). En las mencionadas narraciones se asoman temas de contenido político, que adquirirán renovada consistencia en producciones posteriores al estallido de la conflagración. Me refiero, en primer lugar, al problema de la decadencia del orden social burgués. En segundo término a la escisión interna del “burgués con una conciencia culpable”(1), el burgués que a la manera de Mann combinaba el apego al orden con la vocación artística, vista esta última como un factor corrosivo del orden. En tercer lugar, lo que denominaré la tentación del abismo, rasgo primordial de la crisis de la época; dicho en otras palabras, la tentación del abismo es una frase que pretende condensar el frívolo entusiasmo, el irresponsable fanatismo y la fatídica miopía que empujaron a buena parte de las élites, a las clases medias y obreras, y a los intelectuales europeos −con contadas y valientes− hacia la catástrofe de la guerra de 1914-1918 (2).
A diferencia de los postulados marxistas, los términos burguesía y orden social burgués no estarán limitados acá a sus posibles connotaciones negativas, pues tal no era la perspectiva de Mann. Los Buddenbrook narra la decadencia de una familia burguesa que formaba parte de un contexto más amplio, afectado por las transformaciones del capitalismo desde mediados del siglo XIX, así como por las nuevas tendencias políticas e ideológicas entonces en pugna. La noción de burgués o Burger empleada por Mann, así como de burguesía en sentido general, se enlaza con la caracterización socio-psicológica que llevó a cabo Max Weber en su famoso estudio La ética protestante y los orígenes del capitalismo, y se refiere a un modo de ser e insertarse en la sociedad basados −según escribe Georg Lukács− en “la primacía de la ética en la vida… el predominio del orden sobre el estado de ánimo, de lo duradero sobre lo momentáneo, del trabajo sereno sobre la genialidad, nutrida por sensaciones”(3). El compromiso familiar, la sistemática laboriosidad, la frugalidad, la vocación de servicio público en el ámbito de la comunidad propia, el patriotismo y el respeto a la autoridad constituida, además de una actitud paternalista pero generosa hacia el “pueblo”, son valores característicos del ethos burgués que Mann describe, sintetizados en la máxima forjada por el fundador de la casa comercial de la familia Buddenbrook, establecida el año 1768: “Hijo mío, atiende animoso a tus negocios durante el día, pero haz solo aquellos que no puedan privarte del sueño por la noche”(4). Adicionalmente a Los Buddenbrook, Mann expone con destreza la atmósfera y costumbres de esos burgueses, a cuya estirpe perteneció su familia, en el capítulo segundo de La montaña mágica, donde observa de qué manera Hans Castorp, el personaje principal del libro, “Llevaba, cómodamente y no sin dignidad, sobre sus hombros la alta civilización que la clase dominante de esa democracia municipal de comerciantes transmite a sus hijos”(5). Esa “alta civilización” es la savia profunda que nutre el espíritu de Mann, una savia que es imperativo tener presente como especie de argamasa que todo lo sujeta, a través de su ruta literaria y política.
Los Buddenbrook relata la erosión de ese orden social. El capitalismo comercial, guiado por una clase tan segura de sí misma como reacia a los cambios, es progresivamente desplazado por la arremetida del capitalismo financiero e industrial y por otros sectores de la burguesía. La novela identifica además la aparición de un nuevo actor político, las masas proletarias, que asomaron su rostro durante los eventos revolucionarios de 1848 en Alemania y otros países. En los capítulos I a III de la Cuarta Parte, Mann describe el “nuevo espíritu de rebelión”, unido a la pasmosa constatación que hacen los asombrados e intimidados burgueses: “¡Tiempos tempestuosos y agitados… Oh, Dios mío, sí, la revolución…! ¡El pueblo!” Uno de los representantes de ese pueblo resume de lo que se trata: “Nosotros no estamos satisfechos de cómo van las cosas… Queremos un nuevo orden… Ya no puede ir todo como antes”(6). La tormenta que asolará el orden burgués europeo se anuncia en la obra.
No obstante, los factores socioeconómicos y políticos son solo un lado de la historia en la decadencia de la familia Buddenbrook. Lo que focaliza de manera prioritaria el interés de Mann es la erosión de la voluntad y agrietamiento psicológico de ese ethos burgués tradicional, que varias generaciones habían preservado pero que sucumbe de manera gradual a la destructiva influencia de la duda intelectual y la vocación artística de los herederos. Ya al cumplirse el centenario de la empresa familiar, la tentación del conocimiento, del arte y la música, vistos por Mann como gérmenes corrosivos asociados a la enfermedad y la muerte, han colocado a la vetusta casa comercial de la familia Buddenbrook al borde de la ruina. Tal concepción de la naturaleza del arte y de la condición artística, percibidos como simientes contaminadas de un destino fatal e inexorable, robustecía el clima de ideas que nutrió a la intelectualidad alemana a partir del siglo XIX, y aún antes. Al irracionalismo filosófico, ya mencionado en la Introducción a este ensayo, se sumó la corriente romántica que −como señaló Carl Schmitt− era una “metafísica” que hizo de los conceptos estéticos los conceptos rectores de toda actividad humana (7). Esta primacía de lo estético sobre otras esferas de la existencia va acompañada de una exacerbación de la subjetividad artística, a cuya fuerza creadora se otorga el derecho de transgredir todo límite formal y valor moral (8).
Así, y de manera paradójica, el arte y la literatura del siglo de la burguesía, un siglo herido mortalmente por la Primera Guerra Mundial, se convierten en agentes subversivos del orden en que brotaron. La paulatina separación del arte de cualquier noción de funcionalidad o fin superior a sí mismo, el “arte por el arte”, avanza junto a la independización de la estética con respecto a la ética. Como señala Félix Ovejero, lo bello, lo bueno y lo verdadero toman rumbos distintos y se combaten, abriendo brechas irreparables entre sí (9). En palabras de Weber, que resumen lo dicho: “Si hay algo que hoy sepamos bien es la verdad… de que algo puede ser sagrado, no solo aunque no sea bello, sino porque no lo es y en la medida en que no lo es… También sabemos que algo puede ser bello, no solo aunque no sea bueno, sino justamente por aquello por lo que no lo es. Lo hemos vuelto a saber con Nietzsche y, además, lo hemos visto realizado en Las flores del mal, como Baudelaire tituló su libro de poemas. Por último, pertenece a la sabiduría cotidiana la verdad de que algo puede ser verdadero aunque no sea bello, ni sagrado, ni bueno”(10).
El distanciamiento entre ética y estética, entre los valores morales tradicionales del orden burgués y una noción cada vez más perturbadora del arte y el papel del artista en la sociedad, se integran de modo perdurable en el espíritu de Mann y ejercen poderoso influjo en sus dilemas intelectuales y políticos. La idea de que el arte puede estar relacionado de manera estrecha al mal, y de que la literatura es incapaz de jugar un rol educativo de ennoblecimiento de los espíritus, se opuso totalmente a la de los antiguos griegos y su Paideia, y a la de los clásicos alemanes como Goethe y el propósito del Bildung, es decir, de la forja de los individuos en la excelencia moral y el compromiso cívico. El ideal de educación y superación mediante la literatura y el arte es cuestionado y relegado, y este rumbo culmina con las vanguardias artísticas de la primera parte del siglo XX y su abandono de todo criterio estable, para centrarse con exclusividad en la expresión de la subjetividad del artista como eje de todo juicio estético (11).
Mann queda escindido desde el inicio de su carrera entre su apego al orden burgués que le vio nacer y el clima intelectual y moral prevaleciente, cuyas corrientes románticas e irracionalistas le arrastran a complejas encrucijadas. El escritor se convierte, como lo expresa en el relato “Tonio Kröger”, en “un burgués descarriado… Un burgués que perdió su camino”(12). Mann procura luchar contra los atolladeros en que le sitúan estas contradicciones, e intenta hallar un punto de equilibrio entre su clasicismo burgués y su inquietante romanticismo. Sin embargo, este combate le conduce a interpretaciones discutibles de las preferencias filosóficas que asume, así como a admitir tardíamente, como última postura ante el tema y muy a su pesar, que en efecto el arte y el mal marchan juntos (13).
En Los Buddenbrook son expuestos el ya descrito clima de ideas sobre el arte, así como su impacto sobre el orden social prevaleciente. Por ejemplo, en el caso de Hanno, el último eslabón masculino de la cadena familiar y en teoría destinado a heredar lo que quedaba de la casa comercial. Desde niño aquejado por diversos quebrantos de salud, su temprana y frenética pasión hacia la música es descrita por Mann en paralelo al ominoso desarrollo de sus limitaciones para la vida “normal”, es decir, para la existencia acorde con las tradiciones y principios del orden de su casa y su comunidad. La enfermedad que conduce al adolescente a una muerte prematura es el símbolo de la desconexión que el escritor quiere transmitirnos, como centro de gravedad de todo el libro, es decir, de la desconexión entre el orden burgués y los imperativos del arte. Algo similar ocurre a Thomas Buddenbrook, padre de Hanno y personaje en torno al cual se despliega la decadencia de un entorno cada día más hostil. No obstante, en este caso es el conocimiento lo que carcome la paz burguesa. La lectura de un libro con el que se topa casualmente, El mundo como voluntad y representación de Schopenhauer, le sacude y pone de manifiesto la incompatibilidad de orden de cosas en que ha vivido, de un lado, orden que exige preservarse de dudas y titubeos, y de otro lado el fruto prohibido del conocimiento, que emponzoña el espíritu como una droga: “Sentía todo su ser ensanchado de una manera inmensa, en una niebla de algo nuevo, halagador, preñado de promesas, que evocaba esperanzas… Pero cuando… depositó el libro en un cajón de la mesa, su cabeza ardía y sentíase oprimido por una extraña presión; una presión angustiosa, como si algo dentro de ella fuera a estallar, incapaz de poner orden en su pensamiento… ¿Era aquello la muerte?” Poco después de este episodio, Thomas Buddenbrook sufre un colapso y acaba muerto, tendido de bruces sobre un charco de sangre (14). El simbolismo mediante el cual Mann transmite su mensaje en Los Buddenbrook se repite en “Tonio Kröger”, relato en el que las preocupaciones del escritor son expuestas por su personaje central. Allí encontramos “las náuseas del conocimiento”, la percepción de “lo demoníaco” enlazado a la literatura y el arte, la aspiración de “vivir libre de la maldición del entendimiento y de la tortura de la imaginación”, apegado más bien a “un género de vida y un modo de ser completamente normales” (burgueses), escapando así de la esclavitud “de la ironía y del intelecto”, de las cadenas del “espíritu, desolado y triturado por las fiebres y los escalofríos de su afán creador”, para confesar finalmente que “Me veo colocado entre dos mundos, sin pensar que sea mi casa ninguno de ellos…”(15).
La obra que cierra esta etapa para Mann, en la que convergen los asuntos que llenan sus escritos iniciales y en la que sus obsesiones intelectuales alcanzan una primera madurez, es La muerte en Venecia, un libro retador que se mueve entre la realidad y el sueño, y cuya carga autobiográfica ha contribuido al extravío interpretativo. Se trata de una narración que consideraré en la sección siguiente, un libro que aborda múltiples asuntos y avanza en planos simultáneos. No pretenderé explorar sus laberínticas sutilezas, sino solo destacar su significado como apogeo del naciente trayecto de Mann en cercanía a lo político, y como testimonio privilegiado de un primer trecho, en el que preparó la gran confrontación espiritual con la historia de su tiempo. Este momento crucial fue detonada por el estallido de la guerra y plasmada en sus Consideraciones de un Apolítico. En este sentido, en lo que tiene que ver con su alcance político y psicológico, La muerte en Venecia es un libro premonitorio, una obra literaria que puede ser interpretada legítimamente como una metáfora de Europa y de muchos de sus intelectuales en vísperas del caos, alentados por la tentación del abismo en ruta hacia la catástrofe.
NOTAS:
- La frase es de Erich Heller, Thomas Mann. The Ironic German (Cambridge: Cambridge University Press, 1981), p. 12
- Sobre este punto, son útiles las reflexiones de Henry A. Kissinger en su excelente libro, A World Restored (Boston: Houghton Mifflin Co., 1957), p. 6
- Citado por Thomas Mann, Consideraciones de un apolítico (Barcelona: Grijalbo, 1978), p. 123
- Thomas Mann, Los Buddenbrook (Barcelona: Círculo de Lectores, 1980), p. 344.
- Thomas Mann, La montaña mágica (Barcelona: Círculo de Lectores, 1969), Tomo I, p. 53
- Los Buddenbrook, pp. 130-131, 133, 140
- Véase, Carlos A. Ramírez, “Todos son genios. La crítica a la estetización de la acción política en Carl Schmitt”, Revista de Estudios Sociales, # 34, diciembre 2009, p. 59, y Carl Schmitt, Romanticismo político (Buenos Aires: Ediciones de la Universidad Nacional de Quilmes, 2000), pp. 63-83, 109-140
- Un lugar privilegiado en esta ruta lo ocupan las Cartas sobre la educación estética del hombre, de Friedrich Schiller, en especial las Cartas XXI y XXII (Mendoza: Universidad Nacional de Cuyo, 2016), pp. 121-134
- Véase, Félix Ovejero, “Cuando la estética es ética. El arte que perdió las formas”, Claves de razón práctica, # 200, marzo 2010, pp. 66-72. Cabe destacar la distancia entre estas nociones modernas sobre el arte y las del arte griego clásico, que como dice Kenneth Dover, lejos de separar la belleza del arte “buscaba por el contrario reparar las deficiencias de la naturaleza y el azar.” Para los griegos antiguos, la idea según la cual el propósito del arte es servir de instrumento para la “expresión personal” del artista carecía de sentido: “La idea de que tal ‘expresión propia’ tenía algún valor en sí misma era ajena a los griegos.” K. Dover, The Greeks (London: BBC Editions, 1980), pp. 61-62
- Max Weber, “La ciencia como vocación”, en El político y el científico (Madrid: Alianza Editorial, 1979), p. 216
- F. Ovejero, ob. cit., p. 67
- Thomas Mann, Tonio Kröger (Barcelona: Ediciones G. P., 1960), p. 61
- Esta toma de posición ocurre en su novela de 1947, Doktor Faustus.
- Los Buddenbrook, pp. 340-351, 360-370, 454-478.
- T. Mann, Tonio Kröger, pp. 53, 56, 108, 114, 118
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