La detención arbitraria del jefe de despacho de la Asamblea Nacional y colaborador cercano del presidente encargado de Venezuela, Juan Guaidó, ocurrió mientras se hallaba en el país la comisión enviada por la Oficina de la alta comisionada para los Derechos Humanos de las Naciones Unidas y a pocas horas de conocerse el informe de actualización sobre la situación venezolana leído por la señora Michelle Bachelet ante el Consejo de Derechos Humanos del foro mundial. Esa detención evidencia la actitud de atrincheramiento del régimen que no disimula su naturaleza, pero tampoco logra encubrir su debilidad ante la movilización nacional que lo rechaza y que también se manifiesta en el exterior en una mesa en la que se multiplican opciones cuya complementación es necesaria y urgente.
En los últimos días hemos visto la continuidad de la iniciativa europea a través del Grupo de Contacto que, tras el primer encuentro ministerial, su visita de febrero y el balance presentado por la alta representante de la Unión Europea para Política Exterior y de Seguridad, Federica Mogherini, anuncia un segundo encuentro de ministros para el 28 de marzo, su posible ampliación regional y la coordinación con las Naciones Unidas para el envío de ayuda humanitaria. Por su parte, el gobierno de Canadá, cercano en sus vínculos a los países de la Comunidad del Caribe, ha estado procurando servir de puente para facilitar el contacto con representantes del gobierno Guaidó, entre otros acercamientos vinculados a la propuesta de nuevas fórmulas de cooperación a los que se añade el encuentro del presidente Donald Trump con cinco mandatarios del Caribe. Venezuela también fue tema, ineludible y de básicas coincidencias, entre Brasil y Estados Unidos en el encuentro de Trump con el presidente Jair Bolsonaro en Washington. Los países del Grupo de Lima no han cesado en sus gestiones, más y menos difundidas, por ampliar el reconocimiento al gobierno interino y la recepción de sus representantes en el mundo, dado inicialmente por la OEA, luego por un número creciente de países americanos y europeos y también significativamente por el Banco Interamericano de Desarrollo, próximo a su reunión anual en China, no exenta de polémica por Venezuela entre el gobierno anfitrión y el de Estados Unidos.
Lo cierto es que el gobierno de Estados Unidos mantiene su discurso y las iniciativas para presionar con el abanico de opciones que van colocándose sobre su mesa (con un argumentado “por ahora” respecto a la opción militar) mientras alienta acuerdos regionales y extrarregionales que hagan la presión más eficiente. Aparte de la secuencia en la imposición de sanciones –focalizadas en individuos y sobre empresas en sus operaciones financieras, en los sectores petrolero y ahora sobre el minero– ha apoyado el trato del caso en la OEA, se ha aproximado al Grupo de Lima y promovido sesiones informales del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, la tercera a finales de enero, seguidas por una formal, luego del violento bloqueo al ingreso de asistencia humanitaria por el régimen. En la sesión del Consejo de Seguridad del 28 de febrero presentó un proyecto de resolución cuyos términos sustantivos se orientaron a dos exigencias –el ingreso de ayuda humanitaria y la realización de elecciones con las debidas garantías– que son el denominador común de lo que viene planteando la comunidad internacional democrática. Tras ser vetada por Rusia y China, y sin votos suficientes para la contrapropuesta rusa, quedó evidenciado el reto de reducir la resistencia de los países que de diversos modos complican la transición venezolana: Rusia y China en el tablero global y, en otra escala y desde su debilidad, Cuba en el regional. Sobre los dos primeros se han movido en la semana que termina tanto Europa, con las conversaciones en el Consejo Europeo con el canciller de China Wang Yi, como Estados Unidos, en la cita en Roma del representante especial para Venezuela, Elliott Abrams, con el vicecanciller Sergei Ryabkov. Ambas reflejan, junto con el muestrario de encuentros recientes, la complejidad internacional de la crisis venezolana, a la vez que la importancia de comprenderla y de hacer complementarias las respuestas de las democracias.
Sobre lo primero, China y Rusia han ejercido su veto con el argumento común de la no injerencia, con oídos sordos y ojos ciegos a la violación de derechos humanos, ambos con la pretensión de proteger sus aspiraciones globales e intereses en Venezuela, pero con diversas aspiraciones concretas según la importancia relativamente mayor que para cada régimen tienen los intereses geopolíticos y los económicos. Así se manifiesta en el contraste entre los ruidosos afanes geopolíticos de Rusia –en dificultades económicas, sancionada desde que hace cinco años intervino y se anexó Crimea y Sebastopol–, que exige, sin disimulo, reconocimiento como potencia en una suerte de déjà vu de la Guerra Fría. China, sobre el piso más firme de su sostenida expansión geoeconómica mundial y su renovado control político interior, se concentra en la defensa de los principios que protegen su modelo y sus negocios. Cuba sigue siendo obstaculizadora de un modo específico: el de su penetración en el régimen para sostenerlo y extraer provecho económico mientras se pueda, pero por eso mismo su disposición para complicar está también limitada por la presión internacional y por su creciente precariedad interior, ya perdida su eventual pretensión de desempeñar papel alguno en la solución de la crisis venezolana.
En cuanto a la comprensión y las respuestas a la crisis que se agrava día a día, están en marcha dos conjuntos de estrategias internacionales con sus variantes: de un lado, las que en nombre del principio de no intervención y rechazo a sanciones (como Rusia, China, Bolivia y México, en actitud de “defensa propia”) proponen un diálogo inmediato, sin consideración de condiciones ni garantías; de otro, las que reconociendo la gravedad de una crisis que se desborda a otros países, por sus efectos humanos y materiales agravados por recurrentes violaciones de principios y normas internacionales, se pronuncian por el ejercicio de sanciones con exigencias sustantivas de solución (como Estados Unidos, el Grupo de Lima y la Unión Europea) y propuestas de creación de condiciones para dialogar (como el Grupo de Contacto de la UE y, aunque en sus propios términos, el Grupo de Lima), si bien con expreso rechazo a la opción de intervención militar (por cierto, no asomada solamente por Estados Unidos).
Dos desafíos parecen quedar planteados como fundamentales en la mesa internacional, que tanto importa para la transición venezolana. Por una parte, cultivar la complementación de las estrategias de los países democráticos, entre sanciones crecientes, medidas de alivio de la crisis humanitaria y creación de condiciones para construir la solución electoral y la sostenibilidad de la transición. Por la otra, mantener las iniciativas para persuadir o contener a los países con capacidad para alentar la prolongación de la crisis y para que en el tablero global de tensiones y conflictos no se pierda la oportunidad de encontrar prontamente el arreglo cuya conveniencia debe comenzar por la de los venezolanos, para que Venezuela vuelva a ser un país democrático, próspero y confiable.
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