Hay algo que me rodea, me circunda y me envuelve, pero no logro ver ni comprender qué es lo que me asedia. Mis sentidos, mi inteligencia no logran captar siquiera el rumor de esa presencia invisible que me ronda y me asusta. Es lo incomprensible. Lo que desconozco, lo que siento anterior a mí pero sospecho que continuará removiéndose en mi ser después de que yo no esté. Percibo que no es pequeño; por el contrario, presumo que es enorme, que abarca todo el misterio que arrastro conmigo, la eternidad, la dimensión del cosmos, la del Ser que hay en mí y me hace ser. Sé que si me esfuerzo por afinar aún más mi entendimiento llegaré a comprender el lenguaje de mi propia sombra. No se trata de la inmediata pesadez, absurda y criminal del régimen militar que cada día cede y se debilita presionado por la oposición, el rechazo internacional y las severas sanciones que lo están perturbando y echándolo al pantano. No es la inmediatez tozuda, perversa y áspera del chavismo bolivariano y castrista. El agobio político, la demacrada figura del desamparo social y económico. La miserable conducta de los grupos armados por el propio régimen militar para hostigar y asesinar a los pacíficos civiles.
Lo que me envuelve es algo noble y virtuoso; secreto, oculto, arcano. Creo que no solo se alimenta de la poesía sino que vive dentro de ella y se remueve en la maleza de las palabras, aparta las ramas más torpes e inútiles y elige las más necesarias sin importar su frescura o la dureza de sus fibras, y es desmedida y desmesurada porque también lo son las palabras. Cuando, por ejemplo, escribo la palabra “inconmensurable” estoy escribiendo la palabra Ser, y al decir Ser estoy apartando algunas ramas de la espesura.
La necesidad de vivir en la poesía podría ser la llave que me permita entrar y acceder en el misterio que me circunda; palpar, acariciar; rozar al menos la presencia de lo invisible, el alma de lo desconocido. Al adentrarme en el verdor poético, es decir, al sumergirme en mí mismo, comienzo a ver los bordes de lo ignorado y se acrecienta en mí la sosegada vehemencia de expresar mis agobios y alegrías; no a través de los gestos o las miradas de fervor o de tristeza, invalorables también, sino a través de las palabras. Hay quienes las dividen en dos grupos. Unas, son secas; otras, son húmedas. Las primeras no generan vida o sonidos. Son anteriores al quehacer de la creación. Las húmedas son estas que estoy escribiendo, capaces de emitir sonidos, de generar y sostener asomos de interés humano, comprensión y desenvoltura.
Uno se pregunta: ¿puede ser húmeda la palabra del sujeto o mandatario afecto al régimen militar bolivariano? ¿Puede serlo la de quien ordena disparar contra civiles cuya únicas arma son, justamente, las palabras húmedas que apartan las gruesas ramas del bosque? ¿Son húmedas las de Nicolás Maduro negando y obstruyendo con criminal malignidad la ayuda humanitaria en un puente internacional o en la frontera de la selva del Brasil?
¿Son secas? ¿Son húmedas las palabras de quien advirtió que la “ayuda” humanitaria contenía alimentos envenenados y armas largas o las de aquel otro energúmeno que acusó formal pero descaradamente al republicano estadounidense Marcos Rubio de causar el catastrófico apagón que mantuvo sin electricidad durante veinticinco horas continuas a los caraqueños y en permanente suplicio a todo el país?
Habrían sido “húmedas” si la primitiva criatura que las pronunció hubiese reconocido que el imperialismo nada tenía que ver con la catástrofe; que se trataba de una nueva y escandalosa negligencia del régimen militar. Tal vez, pienso yo, la propia humedad de las palabras no dichas por este hombre que en lugar de vivir en el valle de Caracas vive en el valle del Neanderthal, habría ayudado a reducir la magnitud del desastre apagando las llamas que incendiaron la maleza y produjeron estragos en las líneas eléctricas.
Y los 140 millones de dólares que recibió el ministro para enderezar los asuntos eléctricos, ¿qué se hicieron? ¿Se escondieron detrás de otras palabras secas?
Pero yo y muchos de mis compatriotas nos abrimos paso a través de las palabras húmedas, apartamos las malas hierbas y salimos al prado, triunfantes, dejando atrás la maleza de las palabras vacías.
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