Por CARLOS ÁVILA
Una vez estaba hablando con Pilar en el Metro acerca de cuál era para ella el mejor narrador venezolano, cuando un señor que nos escuchaba unos asientos más allá de donde estábamos nos interrumpió. El mejor narrador venezolano de todos los tiempos, dijo el señor, no es otro que el grandioso Aly Khan. Nosotros nos quedamos en el sitio: aclararle que hablábamos de otro tipo de narradores no solo era una estupidez, sino que además no había forma de contradecirlo.
¿Qué era lo que hacía tan especial a Aly Khan? La sabiduría popular dice que fue su estilo al describir las carreras. Su caso es el del forastero que advierte los fenómenos como ya no pueden verlos los lugareños (quienes ya han pasado a ser parte inseparable de los propios fenómenos): después de reparar en los hechos hípicos como nadie lo había hecho, Aly Khan armó un dispositivo, es decir, un estilo peculiarísimo, y se largó a narrarlos. Si el presupuesto de las artes es la mirada, dijo Piglia, no importa que los narradores no sean reales: lo es el dispositivo del cual echan mano. Visto así, lo que fija la efectividad de un relato no es ya la necesidad de contarlo, sino el estilo, esto es, cierta deformidad particular desde la cual se narran los hechos.
Por supuesto, estos modos varían y la narración puede ser impulsiva, irónica, distante: hay tantos relatos atropellados como reflexivos u observacionales. Pero qué es un buen cuento sino una historia que le interesa por igual a quien la narra como a quien la escucha o lee. Ponía como ejemplo el propio Piglia la forma del relato en los partidos de fútbol por radio o televisión: existe un narrador y un comentarista, mientras uno cuenta y describe, el otro reflexiona, es decir, mientras uno avanza, el otro indaga sobre el sentido del relato. La aseveración es irrefutable en Argentina, donde el fútbol goza de un lugar esencial; sin embargo, me pregunto cuál tipo de narración deportiva destacaría popularmente en Venezuela. ¿La del béisbol? ¿La del básquet? Tal vez una podría ser aquella que indicó indirectamente el señor que nos interrumpió a Pilar y a mí aquel día en el Metro: la de las carreras del llamado 5 y 6. ¿De qué forma relataría Aly Khan, por ejemplo, la vida por igual célebre y triste de Juan Vicente Tovar?
¡Partidaaa! Largada bastante pareja. Ataca por el centro de la cancha el negro Tovar. Bueno en punta o atrás, en pista liviana, pesada o fangosa. Con estilo fino y limpio en el sillín. El negrito de San José. Nacido en 1950. Hijo de Pedro Tovar y María León. Hombre con tamaño de niño. Humilde y siempre alegre. Canta canciones de Reynaldo Armas y trabaja en la fábrica, en la carnicería y en el restaurant de la Avenida Socorro donde un mesonero aficionado al hipismo lo arrastra por primera vez a ver las carreras de caballos. Veintitrés segundos dos quintos los primeros cuatrocientos metros. Entra al hipódromo como caballerizo de establos. Conoce de cerca a sus mejores amigos los caballos. Se inscribe durante los tempranos 70 en la recién inaugurada Escuela de Jinetes. Le cuesta, pero consigue su diploma de Aprendiz. Muy bien colocado Juan Vicente. No es un jockey impresionante ni posee silla extraordinaria, pero es muy inteligente. Obtiene su primer triunfo sobre la yegua Soroa. Gana una docena de estadísticas consecutivas. Se escapa solo en la cancha Juancito. Cuarenta y cinco cuatro quintos los setecientos. ¡Allá rodóóó! Se fractura el fémur Juan Vicente. Pasa cinco, seis, siete meses de reposo. El público pregunta qué pasa. Los periódicos titulan “Se fue Tovar”; “Tovar no vuelve más”; “Tovar muy desahuciado”. La lesión lo mantiene inactivo. Seguidamente crece la deuda sobre la casa que le compró a la mamá. Los cobradores son implacables. Desde el fondo mejora mucho, en menos tiempo de lo que los doctores estiman. Jotavé está de vuelta en la cancha. Paga la casa. Supera el récord mundial: 16 casquillos de oro. Se corona con el clásico Simón Bolívar; primero con Winton, después con Don Fabián. Solo en la punta el negrito de San José. Será difícil que lo derroten. Ya tiene más de 2.500 triunfos en su haber. Tres triples coronas con el ejemplar Iraquí. Juan Vicente Tovar. De punta a punta. Gana en Caracas. Gana en Maracaibo. Gana en Valencia. Pero muere repentinamente su hija de 11 años y un profundo dolor lo consume. Se deprime y piensa en retirarse. Hay fricciones con su esposa. Se establece en Margarita. Reposa. Comienza a echar en falta el tronar de los caballos. Se siente en condiciones y vuelve. Ataca por dentro Juan Vicente. ¡Entran en la recta final! Jotavé alcanza 82 primeros en el 95; 32 en el 96; 94 en el 97. No hay nada qué hacer. ¡Ganó Juan Vicente! Fusta en alto en la línea de llegada. Pagando dos veinte a ganador…
Repaso la ocurrencia lúcida del señor en el Metro y me doy cuenta de que ya en su enunciación, nuestra pregunta estaba equivocada, sobre todo por aquello de concebir a un escritor mejor que otro. Nadie es el mejor, señala un grafiti con una A de anarquía a un costado, al que Pilar le tomó una foto hace tiempo. Pues yo no puedo estar más de acuerdo. Por lo tanto ánimo, ridiculez y cursilería aparte, no solo a suprimir del lenguaje ese calificativo odioso, sino sobre todo a leer la diferencia, la mirada desigual y contraria, el estilo desde el cual nos afirmamos a narrar el mundo, como lo que realmente puede llegar a permitirnos contarnos aunque sea medianamente de acuerdo: fantasear un dispositivo, por ejemplo, por el cual valga la pena tener nacionalidad; usar la literatura, en una palabra, no para volverse venezolano, sino para seguir siéndolo.
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