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La noche en blanco / Como blanco la noche / La noche de blanco

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Por MIGUEL ÁNGEL CAMPOS       

Seguramente Rodrigo Blanco Calderón escribirá una gran novela, o dos. Por ahora parece haber ejercitado su comprensión del género, una manera de actualización donde caben sus lecturas y referencias, esto supone también la búsqueda de distancia de los modelos. Con recursos y training se interna en el bosque y lo hace de noche; autosuficiente, se cree en posesión de más que un catálogo de anécdotas y se dispone a cercar un mundo. Da por descontado una escenografía solvente para lograr la eficiencia de su guion, seguro de someter y moldear cuanto toque. Pareciera de rigor preguntarnos de qué trata esta novela, pues estilo y virtudes de exposición es posible identificarlos por comparación, aquello que no es –cuanto hay detrás–, y qué se quiere ser. El narrador arranca, pues, pendiente de evitar la linealidad, el relato cronológico, la descripción naturalista (gran cosa el naturalismo), los lugares comunes, los hilos fáciles de desandar y determinado a conseguir su propia entonación: no parecerse a otros.

Para eso no basta conocer la tradición, haber hecho la llamada revisión de antecedentes en un tiempo paciente de lecturas y formación, digamos. La novela destila una Venezuela roída y de hoy, y aquí ya tenemos una realidad, tal vez un tiempo acotado, casi delimitado, aunque hay esas breves genealogías de los personajes, nos refieren un pasado vindicador, en un afán de prestigiar lo invisible, fuera de horizonte, mostrarnos de donde salen; un nicho de fondo resguardando a estos seres especiales, son reales y retan la imaginación, nos dice en esa insistencia. Fulanito o fulanita llegó de tal parte y sus padres se casaron antes de graduarse, estudió en el colegio tal y en tal época se fue a hacer un doctorado en el exterior.

El conjunto elegido, emplazados en su telón, necesita un origen verificable, pareciera no confiarse en sus dramas de última hora para prestigiarlos, la novela parece así solapada crónica costumbrista de familias, lazos y parentescos. Y qué hacen estos ruidosos diablillos, pues todos se gradúan en la universidad, son profesionales exitosos, diplomáticos enternecidos o agobiados por la literatura, hacen muchos postgrados y sobre todo tienen un estatuto destacado en la vida en los intersticios de las capas sociales, son gente enterada de la realidad internacional, educados en el mundo digital y exhiben un psiquismo diferencial. Es novela policíaca o continuación de La casa de los Abila (JRP) o Los Ribera (MBI), en la era pospetrolera del Estado delincuencial. Son la clase media rebelde, cocainómana y bisexual, es su estandarte; se lo deben a la educación universitaria gratuita, al cosmopolitismo caraqueño, a la política de partidos, al país chévere.

La profesión favorita es la psiquiatría, todos consultan y son sujetos de razón demostrable en el escritorio de la sociedad del conocimiento, pero algo los incomoda, al parecer no son felices. La universalización de los espacios universitarios y las calles de la ciudad no termina de darles seguridad (qué gran cosa es la universidad); disquisiciones de libros vistos, anagramas y misterios sugeridos, cuando nada de esto sosiega entonces vuelven a la realidad. La novela se atiborra de lugares comunes y tics manidos (“pedí dos cervezas más”, “Matías bebió de su cerveza y depositó con suavidad la botella en la mesa”, “nos trajeron el vuelto, dejé un billete y salimos”, “se sentó frente a la computadora, movió el mouse para reactivarla, hizo click en publicar, apagó la computadora y salió”, el carro que arrolló a JGH, la caja negra de los aviones, en fin). La narración reificada en un indicativo unívoco, cuanto describe entra en una zona invisible, cesa para el acopio del lenguaje novelesco. En ese punto la estirpe desciende y respira, la novela parece quedarse sin recursos retóricos y el autor, se entiende, apela a su formación escolar suma cum laude para salir a la superficie. El país bueno y mortificado aparece por aquí, lo muestran los sujetos vividores del mundo, están al tanto de las novedades y representan a la humanidad compleja, hasta allá se llega por adscripción y ósmosis. La literatura, claro, es imprescindible, y aquí tenemos novela de tema literario, prevenida para no aburrir: cuadros escabrosos, crímenes programados, excentricidades, y exhibición de la sociedad del conocimiento, arqueología de pintores, delicadezas como los palíndromos. Y si el peso de la tradición aún no llega en forma orgánica a la novela, entonces el narrador satura su crónica de citas y recuerdos, escenas de películas, letrillas de piezas de rock, eso ayuda a estar en sociedad. Parece saberlo todo y de todo, a veces se siente un respiro porque esa certidumbre podría anunciar la salvación de la cofradía, escritores, publicistas, psiquiatras, pintores, profesores, incluso los asesinados podrían volver. La noche de la gran ciudad se hace gótica para cobijar a sus hijos emprendedores, ellos la distinguen y la nombran desde sus vidas truculentas. Aunque el viaje al fin de la noche parece concluir al amanecer, consumido, se disuelve en La teoría de los anagramas de Ferdinand de Saussure. Pero no deja de resultar demodé esa determinación de abrumar los personajes de saberes inocuos o habilidades variopintas, no son gente desprevenida, saben de todo, una especie de MacGiver sin ostentación. (En una novela así, de cofradías, Contrapunto (AH), creo, alguien se burla de su  desconocimiento de las modas del día). Eso los hará cosmopolitas e hijos de la globalización, digo. Me pregunto si la instilación policíaca cumple la función de autorizar la presencia de la razón, se compulsa y se coteja, se encajan piezas, los silogismos del método deductivo en un collage de apariencia caótica. Pues acaso algo se nos escapa para aprehender la totalización de esos simultáneos ritmos, alguna clave escondida, un anagrama quizás. O tal vez nos despistamos cuando el género se tiñó de sangre, quizás después de “La carta robada”, y cómo la psiquiatría nacional llega a concentrar en un puño toda la expectación del derrumbe.

Se me ocurre que The Night podría ser un thriller fallido, y no por carencias del escritor, sino por unos actores con problemas para dar la talla: un lote de la clase media que desertó del ta barato, dame dos, pero no alcanzó a comprar suficientes libros, tampoco tuvo suficiente tiempo para elucubrar, que para esto también se requiere soledad. Porque eso de sufrir no es con ellos. La violencia y el crimen son rescatables como síntoma y hábito de Venezuela, y es una elección justa, casi inercial; un caso nos ilustra y ante las puertas del infierno. Ese del psiquiatra Montesinos (Chirinos) –Blanco Calderón resulta buen rastreador y nos da una biografía persuasora. No traigo más ejemplos pues me interesan otros énfasis de la novela, y sería desleal, pero hay exceso de sangre que no llega a tener mal olor. El hombre (Edmond) resume no solo la insania del homicida desgajado, sobre todo la impunidad venida de la tolerancia pública y la consagración de los vicios desde la omisión de la justicia, él representa el modelo de gestión de la sociedad, lo celebrado y asociado con el éxito. Pero de alguna manera estos crímenes aparecen atenuados y calificados, ocurren en una dimensión sin filiación con la realidad: son fashion. El escritor tiene un interés en dar noticia de ellos, alguna  vanidad en describirlos en un trazo, eficacia en su reino de la objetividad, los evoca para nosotros y casi decimos con él: oh, cuántos monstruos.

El crimen es así una especie preciosa, una conducta sui generis, tesoro de psiquiatras y escritores, es traído desde un reino de misterio por el bouquinista para mostrarlo como algo no convencional en su armario de objetos sobrios y singulares. Y sin embargo estas son versiones sobrevaloradas de una larga epidemia, ya descrita en su lejano escozor por un autor como Argenis Rodríguez, este escritor inaugura el ciclo de la violencia guerrilla (Entre las breñas), luego retrata la degradación de las embajadas, el hacer de funcionarios y ministros aprovechadores. Antes del caracazo vio lo que venía, olfateó la sangre y la ruina, ahí están sus libros: La ciudad de nadie, El ángel del pozo sin fondo, luego está Febrero. La vesania que ellos describen, la naturaleza de los crímenes, la gratuidad de la violencia, solo podía ser imaginada desde una libertad sin referentes, solo así es posible la anticipación de los profetas. La caminata del violador –en Febrero que escapa de la comisaría en medio de los disturbios no puede ser seguida sin hacer una pausa para buscar oxígeno, atraviesa un barrio miserable y antes de salir del área ya es otro hombre, evoluciona al ritmo del país: asesino múltiple, infanticida. Y las razones del narrador permanecen ocultas, él mismo no ha llegado a ordenarlas. Pero Argenis Rodríguez, claro, está fuera de la literatura, la crítica literaria lo ignora; la sociología ni la criminología construyen objetos con los libros de un profeta. Febrero es ya un flujo de sangre asfixiante, pero la elaboración formal de Entre las breñas (1962) resulta todo un acierto, la mejor escritura de su momento.

El cine mismo, en ese ciclo patibulario alrededor de los setenta, es intuitivo, más de una docena de largometrajes dan cuenta de una pulsión, y no eran guiones de aventura ni policiales, estaba en el aire aquel olor, una sociedad cercada por el crimen y a punto de conciliar con él. Montesinos y el basurero del Parque Caiza serían la proyección del espectro y el jardinero, en la periferia los enterradores. Ordenar esos fotogramas hubiera dado una panorámica del futuro: 300.000 homicidios en 20 años. Su clasificación, horror imposible, nos daría una identidad inédita de la sociedad, desde la economía a la política. Pero el autor de The Night va a buscar documentos en una película de Jodie Foster.

Esta novela parece mostrar unas simpatías no declaradas, se detiene en una de sus islas, y si, como indica la nota de solapa, es un puzzle, entonces esa isla sería el trozo en cuyos colores los otros encajan, sería más bien rubik y esa “Teoría de los palíndromos” tiene todos los colores. Más de un tercio de las 296 páginas están dedicadas a una rememoración, esa de la épica guerrillera, se nos ofrece y encarece todo un espectáculo. Casi minuciosa es esa historieta de los buenos muchachos desadaptados acosando la naciente democracia y chuleándose el presupuesto del estado petrolero. Aquel es un tiempo y un trance cuyo balance cae en la denuncia de un crimen; su anacronismo no resultaba tan escandaloso como su impunidad. Aquella insurgencia fue alentada por un sector de la sociedad, quizás el más beneficiado de la modernización traída por el petróleo, pero sobre todo de una gestión puntual: la generación que refunda el país en 1936.

La llamada narrativa de la violencia se ocupó sin pretensiones de aquel filón, y de alguna manera lo prestigió. Quedaron páginas memorables. Pero venir a estas alturas a magnificar la biografía de unos resentidos, ventajistas en el jardín florido, a hacer el elogio del pequeñoburgués, a insistir en su perfil de héroes, estrellas de la película diferente: esa de los parricidas del costumbrismo, los escandalizados de tanta injusticia dispuestos a la enmienda desde el expolio de lo nacional. Los urbanos de doctrinas avant garde, aunque prediquen utilitarismo y odio, víboras acunadas por una sociedad más lerda que tolerante; desde siempre han mostrado su programa fúnebre, y hoy Venezuela es su cementerio particular. Se gradúan en la universidad gratuita, ostentan sus diplomas, pero se burlan de la tradición (“se busca a la identidad nacional viva o muerta”, era un chiste de buen tono en las escuelas de sociología), aunque el ideal es llegar a ser profesor titular. Hacen doctorados en París y se inscriben en cursos exclusivos, eso mientras hacen la licenciatura, pontifican sobre los museos de Europa y en el ínterin son directores de periódicos del Partido o jefes de la sección internacional, en París se entiende.

Si los protoadecos y comunistas de la Generación del 28 leían Sakcha Yegulev, ellos son lectores de La montaña mágica, un asaltante de bancos recuerda todas las páginas de aquella novela mientras se fuga de un hospital; luce pero no encaja, a menos que pensemos en la tuberculosis y la malaria redivivas hoy en el país. Me pregunto si no serán las lecturas de formación del narrador, atribuidas en eso que los psiquiatras llaman una acción de transferencia. Pero volver sobre esa cultura de oportunismo y fraude, pretender que ese estilo frívolo, de aprovechamiento de un statuo quo solvente y tímido (democracia y petróleo), representa un modelo distinguido, las maneras de unos grupos puros y adelantados en su juicio sobre la justicia y el bienestar, me parece no solo el colmo de la mala conciencia, sobre todo es una pésima comprensión del proceso contemporáneo del país.

A ratos luce cándida la simpatía del narrador por aquel trasunto, quizás sea solo melancolía del estilacho de los panas. Y sin embargo, presentimos un esfuerzo superficial en esa calidez, faltó una dosis de sospecha o ironía, el relato idílico se planta en su verismo patético, ni un asomo de parodia, ni un grotesco conciliador. Sobredimensiona la audacia que confunde con valor, los convierte en pensadores y escritores que nunca muestran obra (en algún lugar alguien dice que publicar su único libro era un pérdida irreparable), se ensimisma en juegos y simetrías, y en todo cree ver la inteligencia destilada de los camaradas, hacedores de sesudas tesis en la Sorbona mientras acopian granadas y armas largas en su cubículo de la Universidad Central de Venezuela.

Encarecer aquellas equivocaciones sin gloria en estos momentos, insistir en su mitología, es al menos un extravío publicitario. Qué tan prevenido debería ser el narrador para evitar un novelón demodé en medio de un despliegue de recursos y perspectivas que lo muestran atento, o prevenido, ante el estatuto expositivo del género. Pero cuánta contemporaneidad debe haber en su totalización moral para no terminar coqueteando y haciendo elogio oblicuo de un pasado criminal cuyo alcance llega hasta hoy –es su apoteosis–, y encarna en la mayor infamia conocida en el continente, dispuesta en la destrucción de un país y una cultura. Se puede seguir llamando a esto disidencia, estilo alternativo, puede haber en esa impresión del mundo algún resquicio de arte, cultura, conocimiento, sensibilidad, se puede tener simpatías, bohemias o literarias, por aquellas ideas y su cotidianidad… Esta novela, elegida en un certamen internacional bien dotado, tenía detrás una promoción no desdeñable y no es otra que el país estrujado por la tragedia, esto ha debido pesar en la consideración del jurado. Algunos quisieran poner más que su corazón y no pueden (gente como Sergio Ramírez, el mismo Vargas Llosa, digamos) en una causa que envuelve un genocidio, y esta era una oportunidad natural para hacerlo. Hubiéramos querido ver en la novela otra simetría, tal vez el consuelo, de un anagrama que ocultara la palabra del concilio, la calificación del mal que el jurado reprueba, y no el incauto despliegue de su arqueología.

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