Cuando se habla de la magnitud de la diáspora venezolana resaltan las cifras que dan cuenta de los millones de seres humanos que peregrinan por todos los confines del mundo. Se hacen referencias a los bien valorados profesionales, como expertos petroleros, médicos con especializaciones, catedráticos de las mejores universidades del país o simplemente mano de obra calificada. Resalta la hoja de vida de gente con algún nivel de educación formal que lo hace competitivo en cualquier mercado de trabajo, por más exigencias curriculares que se hagan.
Resulta que en medio de esa oleada de emigrantes viajan los sueños de millones de inocentes. Hablamos de niños que no han escapado a la crisis alimentaria que agrede su derecho de poder tener las condiciones físicas para estudiar. Es justicia igualmente entonces, incorporar a este relato a los que aún permanecen dentro del país, que no son desterrados pero sí desertores del sistema escolar por obra y gracia de esa hambruna que con incontrovertibles argumentos ha expuesto nítidamente la Dra. Susana Raffalli.
Día tras día dejan de asistir a sus escuelas, liceos y universidades muchachos que no tienen cómo desayunar, tampoco cómo pagar el pasaje, aunque sea en esos destartalados vehículos que a duras penas prestan ese servicio. Niños y jóvenes que son testigos de cómo las plantas físicas de sus instituciones educativas se han ido “ranchificando”, quedando reducidas a pocilgas, donde, además de no haber aulas adecuadas ni laboratorios equipados, ni pupitres, tampoco hay agua potable ni sanitarios dignos para un ser humano.
En esa diáspora van también nuestros educadores, esos maestros mal pagados víctimas del hampa, al mismo tiempo que sucumben ante la carestía de la vida para no hablar del declive del Ipasme –Instituto de Previsión y Asistencia Social del Ministerio de Educación–, que mal que bien les aseguraba a los profesionales de la docencia en Venezuela un mínimo de seguridad social que ahora ha desaparecido. Esa realidad deja una tétrica situación en los ámbitos educativos del país. Escuelas con instalaciones destartaladas y sin suficientes educadores, lo cual acarrea un peligroso esquema de improvisaciones, descontrol y la inevitable anarquía a la hora de aplicar los diseños curriculares. Cuando se escriba esta historia, varias páginas serán para narrar la odisea de nuestros estudiantes y educadores. Se contará la persecución laboral de la que fueron objeto, las violaciones de sus derechos elementales, las dolorosas experiencias enfrentando y sobreviviendo al acoso delincuencial en la periferia de las unidades educativas.
Lo importante en esta coyuntura es que se tiene una clara idea y acuerdo tácito en todos los sectores de Venezuela de que la educación tiene que ser la prioridad. Un nuevo modelo educativo debe encabezar la proeza de realizar la reconstrucción de nuestra nación maltrecha como consecuencia de estas locuras que aún la estremecen, pero que afortunadamente no la han liquidado. Queda nación y sobra ciudadanía en medio de la catástrofe, de allí que la refacción de las instalaciones venidas a menos, el retorno de los niños y jóvenes a las aulas y la reincorporación del más calificado talento humano a las cátedras educacionales será una tarea cargada de sueños y emociones que juntos emprenderemos.
Venezuela hará de la educación la gran palanca del desarrollo en todos los sentidos. Y de la mano de un proyecto educativo innovador, nos vamos a levantar, haremos de Venezuela un gran país, después de asimilada esta lección dejaremos de ser ilusos, creyendo que el maná petrolero lo resolvía todo. Pues no fue ni será así. Es la ciudadanía con su trabajo creador la que hará brotar riquezas para dejar cerrada esta oscura historia.
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