“Que Dios nos libre de estos nuevos liderazgos. Ya nos llevan por las calles de la amargura. Pues como bien advierte el refrán, quien con niños se acuesta…”
He citado en anteriores artículos la respuesta que le dio Max Hastings, el gran historiador británico y especialista en la Primera Guerra Mundial, a un periodista del diario El País de España con ocasión de la presentación en Madrid de su último libro sobre el tema, que lleva el escueto título de 1914, quien le pedía le resumiera en una frase lo que él consideraba la principal causa de tan descomunal conflicto intereuropeo, hasta entonces la mayor, más cruenta, masiva e inhumana guerra de la historia de la humanidad. Su respuesta, a pesar de su parca brevedad, es un tratado acerca de la importancia definitoria de los liderazgos en la resolución de los graves conflictos humanos: “Una gran crisis histórica enfrentada por pigmeos”.
Ha sido una de las consecuencias de la masificación y el reinado de las mayorías en la historia: la televisación de la Polis, la mediocratización de los liderazgos, encumbrados por el azar de los medios y la estupidez de las masas que las redes universalizan. El descenso de la discusión política y las respuestas a problemas y conflictos de gran intensidad al mercado callejero, ha hecho del poder una barata mercancía de uso inmediato y prêt-à-porter al alcance de cualquier aventurero. La seducción reemplaza a la reflexión, el capricho a la ponderación, la popularidad a la excelencia. Vivimos el imperio de la demagogia, que da paso al dominio universal de la oclocracia. Aun cuando aparentemente en extremos radicalmente contrapuestos, el ascenso de Chávez y de Donald Trump obedece a la misma causa: el poder como resultado y producto de la aventura mediática.
No es solo ni principalmente el caso venezolano, emblemático y ejemplar por la psicopatía regresiva e infantiloide que comporta –típico en casos de neurosis extremas, según Freud– sino por la automutilación escogida como vía de escape a los problemas y las angustias de su población. Cortarse la cabeza ante un dolor extremo. Pues bastó un descuido de las élites para que el golpismo sedujese a las mayorías, se hiciera con los instrumentos y mecanismos del poder, montara la parafernalia necesaria para asaltarlo finalmente y lo hiciera de forma “ejemplarmente democrática”: mediante el concurso de las mayorías. Que hicieron acopio de querer lanzarse en masa al abismo, como las piaras de cerdos en la narración de las Escrituras. En absoluto distinto a casos emblemáticos de la historia contemporánea, como el asalto de Hitler y el nazismo al poder de Alemania, la nación más culta de su tiempo. Y que ya contamina a la región, sin que nadie quiera tomar cartas en el asunto.
Fue tan devastadora la catástrofe sufrida por los liderazgos políticos tradicionales supuestamente democráticos a manos del tsunami chavista, tal el sismo que lo precediera, que la sociedad venezolana hubo de esperar hasta 2007 para que asomara su cabeza la nueva generación de políticos venezolanos. Que sería, por cierto, la primera generación política emergente “sin pies ni cabeza”, aunque dotada de unas ambiciones de poder y una voracidad político dirigencial sin precedentes. Digo sin pies, porque su única experiencia política iniciática había sido cursada en competencias universitarias. Y sin cabeza, porque además de carecer de toda experiencia realmente política, ni siquiera habían llegado a graduarse –y no precisamente en ciencias políticas– cuando ya se los había sentado en el Parlamento.
Jamás la historia venezolana había vivido emergencia y ascenso más compulsivos y meteóricos de una nueva generación política, salvo cuando las guerras de Independencia. Pero entonces el ascenso se lograba por medio de la valentía, la osadía y el coraje. Lanza, sable y machete en mano. Poniendo la vida en juego. Ahora el medio eran la ambición y la falta de escrúpulos. Y la insólita lisonja de partidos en naufragio, a la caza de nuevas dirigencias, que las viejas se habían demostrado absolutamente inservibles. Tan dramático fue el llamado de auxilio a las nuevas generaciones, que hasta el 2007 habían guardado un silencio absoluto ante la deriva dictatorial del gobierno de su país, que un Premio Nobel amigo de la oposición venezolana recomendó premiar a uno de los jóvenes emergentes con medio millón de dólares por un discurso con el que se diera a conocer. No conozco otro caso semejante en la historia de América Latina.
Más que los viejos partidos del establecimiento político, los beneficiados con estos insólitos sucesos fueron los recién creados, particularmente Voluntad Popular, creado por Leopoldo López, y Primero Justicia, de Jorge Luis Borges. Al primero se sumó un joven egresado de la Universidad Católica Andrés Bello, que fuera electo diputado por La Guaira, y quien, por azar de un artículo constitucional –el 233– fuera electo presidente de la Asamblea Nacional y en tanto tal autoproclamado como presidente interino de Venezuela. En el argot beisbolero, juego dilecto de los venezolanos, un auténtico Grand Slam: dar un home run con todas las bases llenas.
Que en dicho artículo se designara al presidente de la asamblea ante la falta absoluta de la presidencia y se le otorgara un lapso de noventa días para convocar a elecciones generales, es, como suele ser el caso en Venezuela, letra muerta. A estas alturas se han cumplido 8 meses de tal nombramiento, sin que ni moros ni cristianos reclamen por la aparente decisión del nombrado de no convocar a elección alguna. Siguiendo un tradicional hábito de la cultura venezolana, se pasará por alto el imperio de la ley y se procederá siguiendo la máxima de un popular personaje de una famosa y muy celebrada telenovela, principal medio de cultura e instrucción del pueblo venezolano: “Como vaya viniendo, vamos viendo…”
Ocupados en sus negocios crematísticos, tanto más florecientes para ellos y sus descendencias mientras más subordinados al régimen, los viejos liderazgos dejan hacer a sus jóvenes herederos, instruidos en las mañas, vicios y taras de un pasado de corrupciones todavía dominantes. Que no solo se han negado hasta hoy a realizar una autocrítica a su siniestro desempeño, sino que cooptan y dejan hacer a sus fichas de reemplazo. Es la carrera de relevos en cámara lenta que sufrimos los observadores de los culpables de nuestra tragedia. El peso de la noche, como llamaba a la tradición el prócer chileno Diego Portales.
El fracaso de los liderazgos es directamente proporcional a la dimensión y envergadura de las sociedades que lideran. Y a las crisis que soportan. El peso sobredeterminante que han asumido los nuevos líderes, como Juan Guaidó, Stalin González y toda su compañía, fieles seguidores de las viejas y anquilosadas prácticas de poder y corrupción, se convierte no solo en un impedimento objetivo a la liberación de Venezuela, sino en un obstáculo al desarrollo de auténticos nuevos liderazgos, decididos a romper frontalmente con el pasado. El chantaje unitario, manejado con habilidad y sabiduría por el establecimiento, coarta todo parte aguas con los cómplices de la tiranía. Guaidó se ve así triplemente protegido: por el régimen y la opinión pública mundial, que lo privilegian como interlocutor, por los viejos liderazgos, que refuerzan sus lazos de pertenencia y así aseguran su permanencia en el disfrute “de lo que haiga”, y por sus compañeros de ruta, que ya disfrutan del poder.
Que Dios nos libre de estos nuevos liderazgos. Ya nos llevan por las calles de la amargura. Pues como bien advierte el refrán, quien con niños se acuesta…
El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!
Apoya a El Nacional