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Mutriku (Ejercicio barojiano)

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Por LUIS PÉREZ-ORAMAS

para Alberto Anaut

Yo me he puesto a leer a Pío Baroja, visitando su país natal. He ido a Vera de Bidasoa con la secreta intención de toparme con Itzkea, la casa o fortaleza de los Baroja. Hemos descendido hasta el riachuelo, y allí estaba cerrada y bien mantenida. Me une a Pío Baroja un recuerdo de infancia. Vinieron a visitar a mi padre dos españoles del exilio. Yo apenas era un adolescente. Mi padre me ha pedido que bajara a saludar. Eran don Antonio Moles Caubet, hombre de leyes, y don Pedro Grases, hombre de letras. Don Antonio, afable y tierno, ya había frecuentado la casa de mis padres. Allí estaba yo en medio de la sala saludando a estos venerables caballeros, cuando don Antonio se voltea hacia su amigo y dice: «Pedro, este chico tiene el perfil de Pío Baroja!»

Yo no supe nada de Baroja hasta mucho más tarde, cuando lo leía junto a Los Pueblos de su amigo Azorín, y también escuchaba las canciones de Serrat, lamentando en el ocaso del franquismo, al otro lado del Atlántico, el fin de la República. Ahora, más cerca de la vejez que de otra edad que no sea la muerte, he venido al país vasco atravesando montes navarros, y tras visitar Itzkea y comer en Vera, impulsado por un librillo delicioso de Andrés Trapiello sobre Baroja, comprado en una plaza de Pamplona, he entrado en una librería de San Sebastián en busca de un volúmen del autor vasco. Yo me he puesto entonces a leer a Pío Baroja y escribo estas líneas en Mutriku, sentado frente al mar Cantábrico, cuando atardece. Yo me he puesto a leer Las horas solitarias de Pío Baroja. Lo escribe don Pío cuando ya era célebre, en 1917, con 46 años, quejándose mucho de la artritis. Es un libro con aquello que los ingleses llaman ‘wit’: un ingenio irónico y gracioso. Pío Baroja habla, como es sabido, mal de todo el mundo. De Kierkegaard que lo entristece, de los franceses que nunca entienden nada de lo que sucede fuera de su país, de los curas vascos y no vascos, ganapanes eclesiásticos siempre prestos a excomulgar, de los hispanoamericanos y sus cuatro cantatas latino-ciudadanas, de los sevillanos en quienes no encuentra gracia, de Euzkadi y de Bilbao, del Cristianismo y del progreso plutocrático. Casi siempre lleva razón, y leerlo es una delicia. Él mismo reconoce, cándidamente, la verdad de lo que le ha dicho un amigo: que su porvenir es el aeroplano, «andar por el aire preguntándose para bajar a tierra: ¿dónde habrá un sitio por ahí del que yo no haya hablado mal?»

Leyendo a Baroja yo me he preguntado lo que hubiese pensado don Pío de la ordalía que ha sufrido Venezuela durante los últimos 20 años. Porque Pío Baroja vió destruirse el mundo en que vivía al menos tres veces y hubo de padecer la censura franquista hasta después de su muerte. Cuenta Trapiello que Camilo Cela le solicitó a Baroja un prólogo para su Pascual Duarte y este se negó, aduciendo el temor de la persecución, aún cuando la novela ya había recibido el imprimatur de los censores. Es probable que don Pío no quisiera, y por ello Cela le asestó, algunas horas después de cargar su féretro, aquello de que «ya habrán empezado los gusanos a comerse las partes blandas de don Pío.»

Recorriendo el país vasco uno se encuentra con Venezuela en sus nombres: Iturrietas, Izaguirres, Erasos, Olavarrías, Egañas, Urreztietas, Irribárenes, Arrizabalagas, Elguezábales, Leizaolas, Illarramendis, Cervigones, Uzcáteguis, Guruceagas, Irigóyenes, Goicoecheas, Irragoris, Aristiguietas, Gorrondonas, Arismendis, Irazábales, Arteagas, Goiticoas, Aurrecoecheas, Echevarrías, Azpúruas, Usabiagas. Aquella Real Compañía Guipuzcoana que inaugura el capitalismo moderno en España, no tenía otro objeto que comerciar con nuestro primer oro negro: el cacao, y produjo para bien de todos la primera explosión económica del país. La más reciente, en cambio, en todo inconmensurable, de enormidad sin precedente, ha sido objeto del desgüace inmisericorde y criminal de la casta chavista. Y no ha dejado más que miseria, destrucción y muerte. Un país exangüe, un escándalo imperdonable.

Leyendo Las horas solitarias yo me he detenido en un texto afilado como una navaja de Natalio Martínez, cuchillero de Albacete. Se titula Agnosticismo y teleología y en él Pío Baroja nos ofrece el suelo de su pensamiento político. Están los teleólogos que creen haber venido al mundo para algo. Son los revolucionarios de todo pelo, los apóstoles de toda calaña, los insquisidores y moralistas de toda marca. Esa ralea cree conocer las intenciones del mundo y nos conduce inexorablemente «al absolutismo y a la teocracia por un extremo; al socialismo y al anarquismo por otro.» Frente a estos están los agnósticos, entre los cuales se adscribe Pío Baroja, y a los que yo también me uno: afirmamos nuestra «ignorancia de fines en el universo y en la humanidad.» Para los agnósticos el hombre no ha venido al mundo, sino que está en el mundo. «El agnosticismo, como doctrina de un escepticismo no sistemático, marcha en política al pragmatismo, al oportunismo», ha escrito Pío Baroja en sus solitarias horas. Y nos recuerda también que la degeneración del agnosticismo es el cínico.

Yo creo que Pío Baroja hubiese concluído que Venezuela cayó primero en manos de agnósticos cínicos, para luego ser engañada por una banda de criminales disfrazados de teleólogos. Estos, con su charanga, su puñetazo y su sicariato no han hecho más que cantar mañanas que nunca llegaron, desgañitándose mientras, enmascarados tras su palabreo milenarista, se daban sin descanso al saqueo de las riquezas públicas, desnudando instituciones e incendiándolo todo. Yo me he puesto a pensar, leyendo a Pío Baroja, si no serán estos teleólogos de comparsa simplemente unos bárbaros, los más recientes entre los que descienden de aquel otro vasco: el tirano Aguirre.

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