“Quisiera poder amar a mi país amando a un tiempo la justicia. No quiero para él ninguna forma de grandeza, ni la de la sangre ni la de la mentira”. Estas palabras pertenecen a las Cartas a un amigo alemán, escritas por Albert Camus entre junio de1944 y julio de 1945, las cuales constituyen un alegato contra la violencia y deberían ser leídas, así lo explica el autor en un corto prefacio a su publicación en italiano (1948), no como intercambio dialéctico entre un francés y un alemán, sino entre un demócrata y un fascista. La necesaria precisión del prólogo hace suya, sin especificar a quién pertenece, la frase “amo demasiado a mi país para ser nacionalista”. No me gusta citar a Bolívar. Encuentro al inmarcesible Pater Patriæ un tantillo pedante y demasiado solemne. En razón de los vaivenes y turbulencias de la empresa emancipadora, su ideario es necesariamente contradictorio, por decir lo menos, y ha sido reducido por hagiógrafos y apóstatas a un inventario de comodines para avalar, refutar, justificar o condenar, con argumentos de autoridad (magister dixit o falacias ad verecundiam), puntos de vistas favorables o contrarios a una determinada posición; sin embargo, lo traigo a colación porque asocié la pasión por la justicia del autor de La náusea a una manoseada sentencia del Libertador —cual otras muchas debidas o atribuidas a él—, según la cual “la justicia es la reina de las virtudes republicanas y con ella se sostienen la igualdad y la libertad”. No se refiere el ilustre caraqueño a la legalidad. Tampoco lo hace el Nobel francés nacido en Argelia. Acaso ninguno de los dos creía tan necesarias las leyes como el sentido común al momento de hacer justicia —“Mientras más leyes, menos justicia”, leí en alguna parte—.
Déspotas de diverso cuño —Guzmán, Gómez, Pérez Jiménez—, fomentaron en Venezuela el culto desmedido al héroe de la Independencia, a fin de retocar sus respectivas gestiones con una mano de barniz tricolor. Con Chávez, el paroxismo patriotero alcanzó sus cuotas más altas y se llegó al colmo de adjetivar a la República con el epíteto “bolivariana”. Un ornamento fatuo, porque el primer objetivo de la desinstitucionalización castro-chavista fue suplantar la “justica burguesa y capitalista” con un concepto clientelar de equidad, a la manera del justicialismo peronista o, peor aún, al modo vindicativo de la revolución cubana. ¿Cómo amar a una Venezuela en la cual todos gozamos de los mismos derechos siempre y cuando tengamos el carnet de la patria? ¿Cómo no recelar de una nación donde un misérrimo bozal de arepas (CLAP) es la esencia del contrato social y la principal aspiración de las mayorías es, como sostiene Adolfo Salgueiro, la satisfacción de las necesidades básicas antes que la restitución de la democracia?
La oposición auténtica debe responder perentoriamente a esas preguntas y posponer sine die estériles discusiones sobre unas elecciones impertinentes. La bancada roja se reincorporó a la Asamblea Nacional con la misión de promover un adelanto comicial. Lo hizo, sin abjurar de la sobregirada, caduca e írrita anc —minúsculas obligatorias—, con los previsibles bemoles prefigurados en el encadenado anuncio de Nicolás: “El bloque parlamentario del cambio chavista con sus diputados regresa a la Asamblea Nacional en desacato. Es uno de los acuerdos establecido en la Mesa de Diálogo Nacional”. Sin duda, algunos ases ocultan bajo la manga y no es descartable una patada a la mesa en el momento menos pensado; sin embargo, el gobierno provisional tiene ante sí la gran oportunidad de potenciar su legitimidad. El primer paso en esa dirección lo dio Juan Guaidó, quien interpretó la asistencia de la diputación chavista a la sesión del martes como un reconocimiento explícito a la legitimidad del Parlamento por él presidido. A partir de ahora se requiere la sagacidad de un aventajado ajedrecista para moverse en un tablero escaqueado con espejismos y celadas. Se busca, a toda costa, paliar, con una fingida concertación entre timadores, la presión internacional sobre el régimen. A juzgar por lo acontecido en la ONU y el anuncio de nuevas sanciones de parte de la Unión Europea, no convenció a nadie la ficción, ni siquiera a Vladimir Putin, but business is business and pleasure is pleasure. ¿Fue de placer o de negocios el viaje relámpago del reyecito a los predios del antiguo jefe de la KGB? ¿Y el del prostituyente mayor al norte del paralelo 38° donde se fragua la amenaza nuclear de Kim Jong-un? Un titular de El Nacional es harto elocuente al respecto: “Ofensiva diplomática: el régimen busca aplacar los efectos del TIAR”.
“No sentimos muy cómodos en Moscú. Y muy felices”, declaró Maduro a una agencia noticiosa. Y cómo no habría de sentirse cómodo y feliz. Con su gran humanidad negada a andar cuando le dicen ¡basta!, y su bigote estalinista pudo pasar por una matrioska masculina —quizás había otro Maduro dentro de él, otro dentro de este, otro más en un etcétera de muñecos cada vez más reducidos: ojalá nos hubiesen enviado de regreso solo el más pequeño—. Mientras rumiaba en el otoño moscovita la nostalgia por New York, New York, I want to wake up in a city that doesn’t sleep, el usurpador creyó exorcizado con magia rusa el espanto del derrumbe cantado por los signatarios del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca: ¡sigue creyendo y te llamarán creyón! Seguramente se estremeció, ¡brr!, por temor a que, en busca de la idea Juche, Suche, Zuche, Funche o como se llame la trampajaula ideológica diseñada por el camarada y Gran Líder Kim Il-sung, Diosdado y su combo descubrieran la fórmula del mandato eterno, secreto muy bien guardado por la dinastía gobernante en la Corea atómica. Durmió, porsia, con un ojo abierto. Tuerto de noche y sordo de día, se olvidó de los presos políticos y dio por cumplidas sus promesas a la oposición prêt-à-porter. ¿Fue feliz rastreando en el Kremlin las huellas del padrecito Koba? ¿Soñó con pájaros, mariposas y angelitos, tal ha aseverado en ocasiones? Lo sabemos mentiroso y son deleznables sus afirmaciones.
Vuelve Camus a la carga y en otro de sus ensayos —Défense de la liberté— manifiesta: “La prisión es un suplicio cotidiano que nadie tiene derecho de infligir a un ser vivo en nombre tan solo de una opinión o de una concepción del mundo”. Familiares de los detenidos en las infames ergástulas de los cuerpos represivos del dicta(ma)duro se apostaron inútilmente en las cercanías de los presidios con la esperanza —la vida se nos va esperando— de abrazar a seres queridos imputados con base en desvergonzadas decisiones de jueces venales o caprichos no más de Maduro, Cabello, Padrino & Co. Claro: una cosa es informar a los medios de acuerdos alcanzado con politicastros asociados para delinquir, y otra muy distinta es honrar compromisos contraídos en negociaciones simuladas. En el fondo irrespetan hasta a sus amigos. Y “toda forma de deprecio —estimaba nuestro cicerone—, si interviene en política, prepara o instaura el fascismo”.
Cuando comencé a pergeñar estas desordenadas líneas lo hice sin saber a ciencia cierta cuál sería el derrotero de un divagar en compañía del filósofo del existencialismo y el absurdo, cuya solvencia e integridad intelectuales se agigantan con el paso de los años. A estas alturas, recurro nuevamente a su lucidez a objeto de anclar en puerto seguro sin naufragar en el intento. Lo hago con dos frases memorables, relacionadas con la responsabilidad o complicidad inconsciente del subyugado con quienes le someten. La primera: “La tiranía totalitaria no se edifica sobre las virtudes de los totalitarios sino sobre las faltas de los demócratas”, no reclama mayor esfuerzo para ser discernida y referida a nuestro contexto; la segunda, tampoco, y con ella decimos adiós: “Ellos mandan hoy, porque tú obedeces”.
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