A Miguelito Rodríguez, protagonista.
Profundamente conmovido por el respeto de Carlos Andrés Pérez a la institucionalidad democrática, y sobre todo al valor inalienable e insustituible de la ley, que decidió acatar aun plenamente consciente de no ser objeto de un juicio justo ni merecido, sino de partida arbitrario, injusto y condenatorio, víctima de la oligarquía que se cebaba en su aniquilación para saciar sus ansias de venganza, decidí visitarlo en La Ahumada, en donde pagaba casa por cárcel, invitado por mi amiga Carolina, una de sus hijas, y llevarle de regalo el Critón, ese diálogo de Platón en el que Sócrates le expone al adinerado miembro de la oligarquía ateniense de ese nombre las razones por las que le rechaza de raíz todos sus requerimientos de huir. En bien de su familia, de sus amigos, de la democracia ateniense, de la filosofía. ¿Dónde quedaría entonces el valor de mi argumentación a favor de la ley, el orden, la democracia, si no estoy dispuesto a acatarlos con mi ejemplo? –viene a decirle, palabras más, palabras menos al amigo angustiado por la inmensa e irreparable pérdida de su sabiduría para la Atenas dominada entonces por los demagogos, que lo acusan de sofista, a él, el máximo enemigo de toda sofistería–, y estando ausentes regresan en las próximas horas al Pireo a consumar la condena.
A Pérez, me consta de las largas conversaciones que sostuviéramos en La Ahumada, no le angustiaba su suerte. Le angustiaba el destino que le esperaba a Venezuela si se consumaban la intriga y la conspiración que terminarían por abrirle sus portones al golpismo militarista, que ya infiltraba y gangrenaba la médula de la frágil y quebrantada civilidad democrática. Sabía mejor que nadie y de primera mano, pues la estaba sufriendo, de la irreparable destrucción de Acción Democrática, confundida y ya hundida por la traición y la estupidez de un liderazgo que no le perdonaba su autonomía y su grandeza de estadista. Sabía del papel rastrero de un socialcristianismo entregado a las ambiciones de su líder fundador, consumido por la envidia ante su inocultable y legítimo liderazgo y decidido a asesinarlo políticamente para saciar sus rencores. Aliándose incluso con los factores más golpistas de la sociedad venezolana. Sabía del odio que despertara en la clase política venezolana su decisión de modernizar nuestra vida institucional, de descentralizar los mecanismos del poder, de devolverle a la ciudadanía su auténtica soberanía y cortar el cordón umbilical que la ataba a las mafias de los cogollos. De ponerle fin, en suma, a los afanes controladores de la politiquería oligárquica. Pero sobre todo sabía de las intrigas y movidas de un empresariado rentista, que no le perdonaba la apertura económica al libre mercado, el fin de los privilegios, la superación del estatismo mercantilista. Porque Pérez, así se negaran a entenderlo conservadores y marxistas, copeyanos y masistas, beatos y ateos –unidos en un solo frente para defenestrarlo–, estaba a punto de modernizar a Venezuela, potenciando su emprendimiento y desarrollando sus potencialidades económicas hasta convertir al país en una nación del Primer Mundo. ¿Cómo permitirles a Pérez y a sus ministros que hicieran el milagro de desgajar a nuestro país de sus primarias, primitivas y bárbaras determinaciones que se escondían detrás del ultraje a la nación perpetrado por sus fuerzas armadas y sus oficiales traidores, sus políticos nefastos y sus intelectuales “abajo firmantes”?
No se ha escrito, ni siquiera reflexionado sobre lo que Carlos Andrés Pérez pudo haber hecho para impedir la tragedia que se había desatado y acechaba a Venezuela, e impedirla. Le hubiera ahorrado al país estas trágicas décadas de ruina, devastación y muerte. Aunque hubiera supuesto, sin duda, un trauma y muy posiblemente un baño de sangre. Incluso algunos fusilamientos por el delito de traición a la patria.
Según lo reconociera y se lo confesara a Ramón Hernández y a Roberto Giusti en sus Memorias proscritas, no supo reaccionar al golpe de Estado del 4F92 con la firmeza, la dureza y la implacabilidad que hubieran sido necesarias y deseables. Y, en vez de cortar de un solo tajo el vínculo del golpismo militarista y caudillesco con la sociedad política y civil, descargando sobre los golpistas, sus cómplices y aliados políticos –José Vicente Rangel, Rafael Caldera, Arturo Uslar Pietri, Teodoro Petkoff, Andrés Velásquez, Arturo Sosa Abascal, Mario Moronta, y los editores, propietarios y columnistas de medios impresos, radiales y televisivos, entre muchos otros– todo el peso de la ley, prefirió cerrar los ojos, tragarse su desesperación y acatar su principio vital de política que le llevara a superar sus anteriores contratiempos: llueve y escampa. Ni siquiera imaginó que esas lluvias eran apenas el prolegómeno de estas espantosas tempestades. Aunque fue el primero y el único en advertírnoslo.
Supo y no quiso. O no pudo. Era un demócrata a carta cabal. Y aunque hubiera preferido otra muerte, librada posiblemente en el campo de batalla a las puertas de Miraflores, aceptó la que un establecimiento político y jurídico corrompido le impuso bajo el aplauso y la algarabía de un pueblo enceguecido e inconsciente. El mismo que lo aclamara en dos oportunidades y lo llevara a la Presidencia de la República. Para volverse al golpismo en una clásica pirueta de su carencia de conciencia histórica. Superar esa trágica historia tan nuestra, haría necesario, como lo señala Hannah Arendt, que fuera contada. ¿Quiénes la contarán? Estamos a la espera.
@sangarccs
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