Si alguien dudaba de que Venezuela había sido absorbida por un agujero negro, detenida en el tiempo o en un vertiginoso proceso de regresión a la prehistoria, una fotografía de la NASA, obtenida desde su Laboratorio Espacial, zanjó las dudas: en la oscuridad de la noche, el planeta tierra iluminado como un arbolito de navidad de oriente a occidente y de norte a sur solo tuvo un único y llamativo manchón negro.
Al norte del subcontinente suramericano Venezuela yacía hundida en las brumas de la más tenebrosa oscuridad. Una tragedia solo visible para el resto del mundo al ocultarse el sol, pero tanto más trágica para sus habitantes a plena luz del día, cuando de nada sirve ver, que no sea la miseria, el desamparo, la muerte. La absoluta incomunicación y la total ignorancia de lo que sucede a nuestro alrededor suele ser una de las más dolorosas torturas que cabe soportar: ¿qué está pasando, dónde está pasando, cuán grande y doloroso es el sufrimiento que estamos padeciendo?
Como todo el mundo sabe, la luz, es decir, la electricidad, o su ausencia, representa varias carencias: suspensión de las comunicaciones telefónicas, de las transmisiones de radio y televisión, fin del entretenimiento y la información, parálisis de la distribución de agua, cierre de bancos y comercios, de oficinas privadas y públicas, del funcionamiento de empresas, fábricas y toda actividad económica nacional. En una palabra: colapso absoluto de la civilización y la modernidad. Lo que no sería tan letal si no fuera porque la carencia de electricidad lleva al colapso de clínicas, maternidades y hospitales, dispensarios, colegios y universidades. Y un aterrador saldo de fallecimientos provocados por la caída de aparatos regenerativos, circulatorios, respiratorios. Con razón comparaba el Libertador la ignorancia con la ceguera: el que no sabe es como el que no ve, solía decirles a sus colaboradores. Nos hemos convertido en un pueblo de ciegos. Hemos llegado al fin de este largo viaje hacia la noche: somos invidentes en medio del corazón de las tinieblas.
No viví a plenitud la única dictadura de mi vida pasada, la del general Augusto Pinochet. Y más allá de sus razones y conquistas, de sus logros y alcances, solo sé que fue terrible, como toda dictadura. Aunque fundamentalmente remitida al universo político. Exactamente como la del general Marcos Pérez Jiménez. Dictaduras restauradoras que solo pudieron mantenerse en gran medida gracias a la represión, es cierto, pero sobre todo gracias a sus logros y conquistas más evidentes. El torniquete de la asfixia económica, vital, y la reducción del ámbito de sobrevivencia hasta su más mínima y letal expresión son propios de las dictaduras constituyentes que buscan imponer una tiranía socialista: aquellas que buscan devastar la actividad económica para esclavizar a la ciudadanía e imponer un régimen totalitario de partido único, represivo y policial, omnímodo y temible.
A pocos días de la caída de Salvador Allende vi con mis propios ojos que los anaqueles de abastos y supermercados, panaderías y carnicerías, verdulerías y tiendas surtidoras de toda clase de comestibles absolutamente vacíos y desangelados, se colmaban con los productos más esenciales a partir del 11 de septiembre de 1973. No aparecieron porque se pusiera fin al acaparamiento malévolo de comerciantes y empresarios con fines políticos, como quisieran hacerlo saber los organismos publicitarios de manipulación de las izquierdas. Aparecieron porque la actividad económica renacía, los productores podían contar con precios justos, los obreros y empleados con salarios adecuados y la ley del mercado, liberado de las trabas y manipulaciones politiqueras, podía volver a reafirmar lo que se sabe de todos los tiempos: solo la libertad económica propicia la prosperidad, el consumo y el crecimiento. Y garantiza el logro de la libertad política. Asfixia la economía y el libre mercado, y asfixiarás la vida social.
La primera experiencia ganada ya en el poder por ese manipulador a escala mundial que fuera Fidel Castro fue que la crisis era el mejor acicate para someter a las masas; el hambre y la pobreza los mecanismos ideales para imponer una tiranía; las carencias esenciales el arma letal con el que aplastar cualquier veleidad opositora. En último término, que devastar la nación era desarticular sus lazos históricos y sumir en la absoluta orfandad al pueblo; aniquilar la confianza en el mercado abrir las puertas a la tiranía y amenazar con la muerte por carencia de medicamentos y falta de atención médica la vía segura hacia el mantenimiento de la dictadura en su monopolio sobre el derecho a la vida. Asfixiar toda actividad privada como única manera de empujar a las masas a la mendicidad pública. Ahogar la autonomía de productores y consumidores para fortalecer la dependencia a los controles de la burocracia dictatorial.
De allí el error en que incurren los demócratas de toda latitud al culpar a la inoperancia e incapacidad del régimen por las penurias que sufrimos. Ellas son el arma más poderosa del sometimiento. Son el producto más acabado de la única operatividad y capacidad que les interesa: la de quebrar la voluntad libertaria que anima a las víctimas de sus atropellos e iniquidades. No existe un solo caso en el mundo en que la implantación del socialismo marxista, el estatismo y la economía centralizada hayan resuelto los problemas más acuciosos de su población. En todos ellos se impuso la hambruna, la crisis humanitaria, la mortandad.
No es Maduro, ni fue Chávez. Tampoco fue Castro, Mao o Stalin. El socialismo es intrínseca, necesaria, inevitablemente el camino seguro hacia la miseria. Sus tiranos no son más que la mano ejecutora de un sistema perverso. Es hora de saberlo. La tiranía es un sistema. Aplastarlo de una vez y para siempre es nuestro imperativo categórico.
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