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DIETARIO

Entrega del 31 de marzo de 2019

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Los ángeles de Paul Klee han pasado por pruebas de fuego para cualificarse como ángeles. De ahí las cualidades humanas que él les atribuye. También podríamos suponer que estas cualidades reflejan su propio estado de salud. Su “Ángel olvidadizo” parece no recordar su mensaje, se mira las manos como pidiendo ayuda.

En su diario de 1939, Paul Klee escribe: “Cuando la alegría de vivir encuentra obstáculos se puede recomponer, en un atajo, trabajando. Esto es lo que hago a veces y me sale bien, hasta cierto punto”.

Geraldine Gutiérrez-Wienken

***

HOGAR

Vivo en esta ciudad, en este país despoblado,
avergonzado por sus propios fantasmas,
confinado a cuatro paredes hurañas.

Vivo en cuartos vacíos.

En habitaciones que a ratos se encogen
expulsando todo aquello
que hasta ayer me acompañaba.

Vivo en su centro como viven los moluscos,
babosos e invertebrados, cordializando
con la concha que los protege.

Doy rondas, tanteo su superficie,
hago trampas: intento horadarla
guardando la esperanza de encontrar
respiraderos al otro lado.

Pero soy de acá, este es mi hogar
y aunque me vaya, aunque me escape lejos,
este encierro siempre será mío.

Vivo como el cangrejo ermitaño,
como un decadópodo errante,
refugiado en conchas vacías,

atrapado, impenitente, esperando
la bondad de alguna ola que me arrastre
o termine de ocultarme entre la arena.

Arturo Gutiérrez Plaza

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EN LA DELICADA QUIETUD DEL MEDIODÍA

A pesar de todo lo que nos sucede las imágenes siguen andando. Van de un lado a otro como entidades que respiran en los vahos del desorden, arrastrando sus figuras bajo lo no resuelto. Tosen, se esconden, traman sus hilos, ocultan su razón, se miran; acechando una marea más limpia o el recodo donde se levante un oleaje menos tumultuoso. Las imágenes han cerrado los ojos y miran a lo lejos, hacia ese océano que tal vez retorne algún día, dispuesto a transportar a la metáfora por el cauce sin resacas de la verdad.

Mientras tanto, en estos senderos perdidos, la memoria se aviva como parábola solitaria y colectiva de un desamparo; ya no somos los mismos, pero de algún modo somos el reflejo de una textura que se busca y se traza en otros mapas. Todos miramos a lo lejos. Somos una pregunta que se devora a sí misma en la pulsión sensorial de un cuerpo en inédita peripecia; derrotado balón de una historia saturada de violencias que comienza a reconocerse y a reconstruirse, imagen que se sabe otra y que es la misma, desde las pacientes palpitaciones del detritus.

Por un momento estamos erguidos, no sé cómo, pero parece que vemos otra cosa.

Lorena González Inneco

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DIARIO DE LEJANÍAS

México, 3 de marzo de 2019

Pronto descubres que tu lengua, la misma que compartimos en esta otra tierra a la que hemos sido arrojados, no es ya un río en tu boca, o sí, pero su cauce va lleno de piedras que suenan, crecida sorda, abismo ciego de voces tropezando en el aire. He padecido el temblor, la pena, el amargo desarreglo de los significados; me he convertido en extranjero hasta de mis propias palabras. Esa patria que es la lengua, como escribieron Pessoa y Cioran, salió herida de la zarpa del odio, de aquellos que desearon –y siguen deseando– nuestro dolor, todas nuestras derrotas. Me cuesta espinas, duele traducirme en los desencuentros y, es inevitable, no dejo de preguntarme qué hago aquí. Me he ido y sé por qué, pero no dejo de preguntármelo, como si me costara creérmelo o, más bien, como si me resistiera a aceptar que he partido. Fui arrancado de tajo, y el tiempo avanza y todo se ha detenido en mí. Solo eso puedo decir con palabras claras, a mí mismo. Solo eso.

Fedosy Santaella

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Caracas, 9 de marzo de 2019.

Aunque la luz volvió, pronto regresó la oscurana: al mediodía éramos arrojados de nuevo al siglo XIX.

Mucho me temo que la situación no tiene vuelta atrás: los apagones serán recurrentes.

A las diez de la noche alguien me llama. En San Martín intentan saquear un negocio. Hasta los momentos no han podido entrar, pero es probable que lo logren: hicieron lo mismo con una licorería semanas atrás. Si bien pasaron dos tanquetas de la GN, su respuesta genera sospechas de complicidad: apenas un par de bombas lacrimógenas y siguieron de largo.

―Los del Sonia están furiosos: les arrojan botellas y vociferan de todo ―me dice.

Al final de la conversación me asomo por la ventana de la sala. No se ve nada, apenas un bombillo del CDI que, a lo lejos, acentúa aún más el panorama. Cuando contemplo aquella nada solo comprensible al que carece de ojos, un ligero pavor me corroe. Estamos sumergidos en las entrañas de una oscuridad hórrida, babalaica. Una tiranía negra que nos obliga a encerrarnos si no queremos que nos devore.

Omar Osorio Amoretti

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CELEBRAR LA MORTALIDAD PARA SER INMORTALES: EL PARADIGMA DEL TEATRO

Pocas manifestaciones humanas poseen más recursos para exponernos como seres finitos que el teatro. No hablo del luctuoso acto de conmemorar la muerte, esa puerta inclemente de la que todos tenemos llave pero pocos quieren abrir. El teatro, como si se tratara de un aparato médico, abre nuestro interior y coloca ante nuestros ojos la materia más pura, sensible, torva, dolorosa, feliz, malvada, ingenua o densa que nos compone. Y no importa si estamos sobre el escenario o ante él. Artista y espectador hacen comunión en el acto de convenir nuestra humanidad. Para mí esa es una forma de confesar la mortalidad, reconocer los sentimientos y las emociones que nos hacen ser, y comprender que solo en la verdad del instante escénico, en la fracción de segundo cuando reímos, lloramos, sufrimos o disfrutamos estamos haciendo un ejercicio de eternidad. Somos inmortales solo en ese parpadeo. Ese es el paradigma del teatro. Humanidad y perpetuidad. Si desentrañamos la primera, ganaremos la segunda. Y ambas, como hermanas que se odian y se aman, bailan sobre el escenario.

José Tomás Angola

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LA CANDELA QUE ENCANDILA

El mejor arranque de conferencia que he leído jamás lo escribió Max Weber un año antes de morir: “La conferencia que, accediendo a sus deseos, he de pronunciar hoy les defraudará por diversas razones”. Le sigue el inicio de El orden del discurso, de Michel Foucault, que es algo artificioso: “En el discurso que hoy debo pronunciar, y en todos aquellos que, quizás durante años, habré de pronunciar aquí, hubiera preferido poder deslizarme subrepticiamente”. Comenzar a hablar en público es un acto de magia: el que escucha debe volverse loco y, al mismo tiempo, adquirir una lucidez que nunca volverá a alcanzar. Ese era el truco de Cicerón cuando estaba más indignado: él le hablaba solo a Catilina; los demás senadores solo eran estupefactos testigos. Una buena conferencia está dicha –está escrita– solo para nosotros; los demás son solo unos entrometidos.

Juan Carlos Chirinos

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Quizás no existan propiamente los sinónimos (al menos en un nivel profundo de la lengua), sino como espejismos de los diccionarios, esos tomos gruesos para atrapar ingenuos. Cada palabra tiene un significado preciso, irreproducible, que aporta un nuevo ángulo a nuestra perspectiva del mundo, y que ninguna otra palabra puede sustituir, pues no hay en un idioma ninguna palabra exactamente equivalente a otra. El escritor debería tener esto muy presente al ir trazando, y luego corrigiendo, sus líneas, escogiendo vocablo por vocablo.

Carmelo Chillida

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UNA VIGENTE ANOTACIÓN DE J.L. BORGES DEL 10 DE AGOSTO DE 1944

He vuelto a reencontrarme con un texto de Borges. Siempre me ha cautivado por la manera profunda en la cual capta las reacciones humanas y las emociones ante un hecho tan universal, y tan determinante, en la historia de la humanidad contemporánea como lo fue la derrota de Hitler y su disparatada aventura nacional socialista.

En este breve –brevísimo– escrito, Borges relata dos momentos de una historia, que se complementan y se fusionan en una tajante conclusión. En ambos la protagonista es la misma: una noticia. En 1940, la noticia la trajo aquel hombre que lleno de euforia irrumpe en la casa de Borges para informarle que los nazis habían tomado París y que ya nada podría detenerles, que Europa toda caería ante el poderío del III Reich. Borges pudo intuir que no era júbilo lo que aquel infausto sujeto expresaba, sino terror.

Luego, en 1944, le llegaría la noticia de la liberación de París. La alegría fue inmediata, y la conclusión de Borges precisa, elocuente y profética. “Para los europeos y americanos hay un orden –un solo orden– posible: el que antes llevó el nombre de Roma y que ahora es la cultura del Occidente. Ser nazi (jugar a la barbarie enérgica, jugar a ser un vikingo, un tártaro, un conquistador del siglo XVI, un gaucho, un piel roja) es, a la larga, una imposibilidad mental y moral (…). Nadie, en la soledad central de su yo, puede anhelar que triunfe. Arriesgo esta conjetura: Hitler quiere ser derrotado. Hitler de un modo ciego, colabora con los inevitables ejércitos que lo aniquilarán”. Así sucedió.

Juan Salvador Pérez

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APUNTE NOCTURNO

Corro las cortinas y me adentro.

Casi siempre hago mis notas de noche y es un error.

          Creo que lo es.

Pero quizá con tanta insistencia logre traer algo de luz

para que luego el día se abra firme por sus costados.

Me digo: tal vez con solo empujar un poco, con un dedo nomás, sin fuerza.

Que parezca que abro una ventana bajo el mar.

Sí, poder más a menudo traer algo del día en la punta del lápiz.

Un chasquido de luz como una gota de aceite hirviendo sobre metal.

O una mínima fogata que se encerrara en una moneda.

Y al fin con ella en la mano poder decir,

          ah, esta es Caracas,

ciudad de agua, ciudad de huesos, urbe de cartón, valle de leche agria.

Tierra de colinas peludas y lodo verde.

Lugar que empuja en una sola dirección.

Caracas, la de las cuatro puertas derribadas.

Y entonces, dicho eso, dejarse caer, de regreso.

Pasar de nuevo el brocal de la ventana.

Tomar el lápiz con vergüenza, con melancolía.

Hacer el personaje de quien escribe para restallar la herida.

Insistir sobre el papel con ganas de nadie.

Oír solo la punta pasar sobre la superficie porosa

sin que la habitación se ilumine todavía,

en una madrugada cualquiera, medio fría,

en un apartamento seco como una cáscara.

Samuel González-Seijas​

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