Por ARMANDO ROJAS GUARDIA
Cuando pienso en Leonardo Padrón recuerdo siempre que, a mediados de la década de los ochenta, en medio de uno de los frecuentes almuerzos que en esa época compartíamos, le leí en voz alta el poema de Juan Sánchez Peláez titulado «Si como es la sentencia». Mi lectura provocó en Leonardo un evidente deslumbramiento. Desde entonces, el autor de Elena y los elementos y Rasgos comunes se convirtió en una suerte de indispensable punto de referencia dentro del mapa mental de Padrón, en un tutor espiritual de su que hacer lírico y, en general, literario; hasta el grado de que su tesis de licenciatura en Letras versó sobre la obra de Juan: le dedicó años de desvelo investigativo, de acuciosa meditación y de estudio entrañado y entrañable. Y si yo tuviera que formular en pocas palabras la causa eficiente de esa empatía amorosa que le produjo la frecuentación de la poesía de Sánchez Peláez, el motivo de su deslumbrada sintonía con ella, diría lo siguiente: lo que lo atrajo fue la elocuencia del poeta, su poderío verbal, su altísima expresividad idiomática. «Suenan como animales de oro las palabras», sentencia un conocido verso de Juan. El arte de extraer del castellano el grado áureo de su potencia semántica y sonora, toda la fuerza de su majestuosidad estética: eso fue lo que capturó a Leonardo, para siempre, al contacto con los poemas de aquel creador venezolano.
Y es que la elocuencia es una de las características centrales de la obra de Padrón. Este es un hombre dotado de una enorme facilidad de palabra. Facilidad, no solamente para la expresión escrita, sino también para la oral (de ello son muestras sus ya célebres entrevistas recogidas en los varios tomos de Los imposibles y sus excelentes intervenciones en actos públicos, políticos y culturales). Su poesía, sobre todo, constituye, desde adentro, una vasta elocuencia. Solo un poeta agraciado permanentemente por la influencia psíquica de esa deidad multiforme que los griegos bautizaron como Calíope –la musa que para ellos suscitaba y regía la elocuencia – puede formular, de un modo a menudo lapidario, esos relámpagos verbales que nos estremecen en su lírica: versos y frases sentenciosos que dibujan, de pronto, una sensación, un paisaje urbano, el roce de una caricia, la atmósfera de una melancolía, el asalto imprevisto de la angustia, el goce de un orgasmo, el acorde de una plenitud anímica: formulaciones cuya magnificencia verbal se queda gravitando, durante mucho tiempo y a veces para siempre, en la memoria del lector. La elocuencia es la maestría de la persuasión; y, en poesía, esa persuasión invade a quien la lee o escucha a través de los alcances del pensamiento analógico y simbólico estructurado rítmicamente. Como Vicente Gerbasi, como el mismo Juan Sánchez Peláez, como Ida Gramcko, Leonardo Padrón es uno de los grandes metaforizadores de la lírica venezolana: su obra poética ostenta el don de depararnos encadenamientos analógicos tan originales como sorprendentes. Pero la elocuencia, la capacidad de persuasión estética de su poesía no es únicamente de índole metafórica: ella se despliega a través de tropos que la retórica española moviliza cuando es utilizada con sabiduría: desde la sinécdoque hasta la litote, pasando por la metonimia: todas ellas abundan, revelando a mansalva sus tesoros, en la poesía de Leonardo.
Y sin embargo… Sí, aquí se impone un «sin embargo» fundamental. Rafael Cadenas, quien es otro poeta maravillosamente dotado para la facilidad verbal, el poeta de la selvática exuberancia metafórica de Los cuadernos del destierro, nos alertó, hace ya mucho tiempo, contra los peligros de lo que él mismo llama «la facundia», es decir, de esa elocuencia que, dejada a la merced de su propia inercia, desemboca en la charlatanería, en el puro oropel, en el lenguaje lujoso pero huero, en el mero címbalo que retiñe. Al hecho de haber detectado a tiempo esa seducción específica, propia de «la facundia», le debemos la explicación del despojamiento, la ascética verbal, la desnudez por momentos casi lacónica de tantos poemas posteriores a Falsas maniobras. Me atrevo ahora a afirmar que la sabiduría artística de Leonardo Padrón lo llevó a sortear con asertividad y eficacia expresivas la trampa que le tenía específicamente preparada su innegable, gigantesca elocuencia. Desde la materia boscosamente verbosa –en el mejor sentido de este vocablo – que contiene Boulevard, con su discurso casi transgenérico que integra poesía pura, escorzos narrativos y apuntes ensayísticos en un solo y plural cuerpo textual, nuestro poeta, Leonardo, ha sometido a su lírica a un progresivo decantamiento, a una continua depuración. En Métodos de la lluvia no hay ni la más mínima hojarasca verbal: todas las palabras son en ese libro inevitables y justas, sin adornos superfluos, sin cosmética innecesaria. Y El amor tóxico soslaya radicalmente cualquier facilidad sentimentalista, cualquier ripio, cualquier estereotipo de la poesía amorosa para entregarnos la médula –también idiomática, también lingüística – de un episodio existencial cuyo protagonismo compartió el poeta con una mujer. Se trata de una lírica amatoria insospechada por lo novedosa.
He querido eludir en este prólogo el abordaje de los dos temas que siempre se mencionan al valorar la obra de Padrón: la significación de la presencia femenina y la ciudad –de manera concreta: Caracas – como eje axial de su apuesta estética. No deseo repetir lo archiconocido y manoseado. He procurado, más bien, ensayar otra aproximación, deteniéndome en su propia, personalísima textura verbal, signada para mí por una elegante elocuencia tan consciente de sí misma que evita con destreza las amenazas que desde su mismo interior dinámico la acechan.
Termino afirmando ante el lector que el libro que tiene entre las manos le ofrecerá múltiples hallazgos: hará más plena su vida e, incluso, transformará, volviéndola intensa y aquilatada, su percepción del mundo. Le auguro que, después de leerlo, será un mejor ser humano.
Contracanto. Poesía reunida (1979-2011). Leonardo Padrón. Editorial Seix-Barral. Venezuela, 2017.
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