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Llegaba a las siete de la mañana y comenzaba a insultarnos, a pervertirse creyendo que lo hacía a gusto solo para ofendernos en aquel calabozo de la Seguridad Nacional creada por el ordinario fascista que fue Marcos Pérez Jiménez. ¡Era el carcelero y vociferaba sus ofensas! Se llamaba Aparicio, blanco, macilento y de vientre abultado. Ignoraba que era un psicópata, una endurecida conciencia peligrosa y delictiva. Escasamente dominaba seis o siete palabras aceptables. El resto eran obscenidads y vulgaridades del pantano o selváticos léxicos de enredados matorrales. Cuando veía a dos detenidos conversando gritaba: “!Ep! ¡Mucho conversándome con cuyo detenido!”, y la ausencia de gramática y de idioma resultaba más terrible y tenebrosa que las torturas que nos infligían los esbirros de Pedro Estrada y de Miguel Silvio Sanz, brutales torturadores, expertos en asestar manguerazos, planazos y de obligar a la víctima a montarse descalza sobre el ring de la rueda del automóvil.

Dentro del ya pequeño e insoportable pabellón de los detenidos políticos se habilitó un minúsculo recinto donde aplicaban electricidad a los presos comunes. Un inicuo procedimiento para maltratar al delincuente común y  quebrantar al mismo tiempo la moral del detenido político.

¡La capacidad maléfica del torturador es inagotable! El cuartico era conocido como el canal de la televisión porque los alaridos del infortunado y las risas estridentes de los torturadores parecían escapados de alguna película de alto rating o sintonía televisiva.

La tortura puede alcanzar niveles de perfecta sofisticación. Yo llegué a ver en la Seguridad Nacional cómo un poeta de renombre y de frágil y exquisita sensibilidad sin sufrir ningún  daño físico fue sometido a una tortura inusitada: lo mantuvieron sentado en un pasillo solitario todo un día sin poder levantarse de la silla, sin hablar con nadie, sin probar alimento alguno, pero cada cierto tiempo arrastraban a un detenido para que viera lo golpeado y ensangrentado que estaba. Era una tortura cruel, envilecedora, majestuosa.

La tortura causa daños físicos: golpes, fracturas, castración, descargas eléctricas, desfiguración, quemaduras, ingestión de productos químicos, ahogamiento, violación, privación del sueño o posturas corporales incómodas. Pero también provoca daños psicológicos: aislamiento, desnudez, falsas informaciones sobre daños sufridos por amigos y familiares, simulación de torturas físicas o simulacros de ejecuciones, la desmoralización, la presencia de Aparicio y los rugidos del lenguaje.

La tortura psicológica quiebra la resistencia moral del detenido. Los que las han soportado dicen que en la Tumba del actual régimen militar se aplican torturas endemoniadas. La víctima de una tortura física o psicológica es capaz de acusarse a sí mismo o a su propia madre de cualquier delito con tal de dejar de sufrir. Hay quienes mueren en medio de la tortura, pero sus asesinos lanzan el cuerpo por la ventana simulando suicidio.

Siempre le agradecí a mi amigo Simón Sáez Mérida, dirigente político de Acción Democrática, haberme preparado para evitar algunas de las torturas de la Seguridad Nacional. El truco o mecanismo era como sigue: antes de que el torturador imparta la orden, te quitas los zapatos y las medias y te montas en el ring.

Esta acción, sorprendentemente voluntaria, desata la ira del torturador porque no ha sido él quien ha dado la orden. Entonces grita sus obscenidades: ”¿Quién te mandó a montarte en esa vaina? ¡Bájate de allí, hijo de…!”. Entonces, te bajas, vuelves a ponerte las medias y los zapatos y te preparas para que te sometan o no a otro envilecimiento. ¡Evité así varios tormentos! ¡Los que nunca pude evitar fueron las agresiones que Aparicio perpetraba contra el lenguaje!

Sáez Mérida murió luego de una lenta agonía causada por una piedra lanzada desde un puente cuando pasaba debajo en su automóvil. La piedra arrojada con el propósito de que alguien acudiera para robarlo, le dio en el rostro. Murió en la sala de terapia intensiva de una clínica de Caracas, después de más de un mes, el 25 de abril de 2005.

¡Me ayudó! ¡Lo quise mucho!

Sin señalar el nombre de quien me invitaba a hacerlo, porque una vez lo negó y dijo que se trataba de invenciones mías, me agrada y enaltece contar las veces que me escapé de la Seguridad Nacional. Mi amigo se acercaba y me decía: ¡Vámonos! Yo me levantaba, daba dos o tres pasos en el pequeño pabellón donde nos encontrábamos y aparecíamos en París, en pleno Saint Germain des Pres, veíamos a Sartre y a Simone de Beauvoir, tomábamos mi amigo y yo un par de cervezas en Aux Deux Magot y nos instalábamos en su sala art déco o íbamos enfrente, al Café de Flore; caminábamos hasta Saint Michel y, a veces, cuando nos apetecía, bajábamos a un sótano existencialista y escuchábamos a Juliette Gréco cantar «Parlez-Moi D’Amour». ¡Nos cansábamos y regresábamos al pabellón de la Seguridad Nacional!

Nunca me he escapado tantas veces de una cárcel como entonces. Lo hacía porque Marguerite Yourcenar descubrió que un monje zen podía dar tres veces la vuelta al mundo sin salir de su celda, no por el sueño sino por algo mucho mas importante: ¡por el pensamiento!

¡Si me apetece y sin salir de él, también puedo escaparme del actual país venezolano!

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