Por ANDRÉS STAMBOULI
Muchos son los aportes de Juan Carlos Rey al conocimiento y comprensión del orden político de la Venezuela de los siglos XX-XXI: de Juan Vicente Gómez, López y Medina, el trienio adeco y la fallida primera experiencia democrática, la restauración de la democracia en 1958 y su consolidación, su debilitamiento y colapso, su deriva autoritaria, cuasi totalitaria, antiliberal, surgida de las debilidades de los procesos y estructuras de la democracia liberal de finales del siglo XX, deriva que destruyó la política como forma civilizada y pacífica de resolución de las inevitables controversias de una sociedad plural, representada por la figura de Chávez y su perfil militar, caudillista, mítico.
En todos sus trabajos referidos a Venezuela, JCR aboga por la democracia liberal, representativa, abierta a instancias de participación social, con partidos robustos y políticos responsables, que preserva los valores que responden al gobierno del pueblo en su origen, ejercido por los representantes legítimos del pueblo y para el pueblo en sus ejecutorias, en el que resulta fundamental el como se gobierna.
A finales del siglo pasado dominó la percepción de que los partidos y los políticos se habían vuelto cada vez más refractarios a la opinión social. En palabras de Rey:
“Los dos blancos favoritos de ataques al orden político en la década de los 90 fueron el ‘estatismo’ y la ‘partidocracia’… Pero no solo fallaron los principales partidos, sino que también fallaron la mayoría de los ciudadanos que no pertenecían a partidos, pues en vez de estar interesados en la mejora de los mismos, a lo que aspiraban, más bien, era a que los partidos desaparecieran de la escena política. La eliminación del ‘espíritu de partido’ solo podría hacerse a costa de instaurar una dictadura o alguna forma de despotismo estatal”.
Así, la sociedad quedó huérfana de una oposición poderosa, articulada en partidos políticos; sin partidos y sin políticos la sociedad democrática quedó desamparada.
JCR, crítico de los detractores de los partidos y del Estado, reivindicó su papel al tiempo que advertía de sus deficiencias proponiendo cursos de acción para superarlas, entre otras: relanzar la democracia interna de los partidos para hacerlos más responsables ante sus militantes de base, su electorado y la sociedad.
Es en estas circunstancias que aún persisten que los partidos están llamados a recomponerse de cara a recuperar, al mismo tiempo, su legitimidad perdida y a la democracia.
La crisis de la política democrática produce soluciones ilusorias que lejos de recolocar en espacios novedosos a la representación mas bien la disuelve con efectos perniciosos.
La crisis del Estado rentista distribuidor, que facilitó la relación de partidos y pueblo unidos por vínculos clientelares, utilitarios, cultivados y tercamente mantenidos a lo largo de varias décadas, contribuyó a la quiebra de la democracia y ahora tiene sumida a la sociedad en una crisis de bienestar y representación aún mayor.
Con una mayoría de la población alienada de la participación electoral, una sociedad políticamente dividida en dos bloques polarizados, Venezuela es hoy una sociedad debilitada, enferma y su espacio político democrático altamente deficitario.
La esperanza racional y razonablemente fundamentada es la que le permitirá a la sociedad evidenciar en toda su crudeza la crisis de legitimidad de las formas de representación, las pasadas pero fundamentalmente sus manifestaciones presentes, como camino hacia la superación de la crisis de la política democrática.
Nuestra obligación es ayudar a nuestras sociedades a poner en evidencia que los modelos y formas sustitutivas de la democracia representativa, por más participativas y protagónicas que se las proclame, son, democráticamente hablando, regresivas, autoritarias y anti democráticas.
Para los actuales gobernantes, en algún momento mayoritariamente apoyados, Rey expone que
“la voluntad del pueblo se manifiesta mediante ‘artificios’ opuestos a ‘procedimientos formales’, a través de ‘aclamaciones” fervorosas de las masas, por supuesto convenientemente manipuladas y movilizadas”.
El engaño de la ilusión de la democracia supuestamente, participativa y protagónica, deliberativa la denomina la ciencia política contemporánea, en la que el lider se abroga la representación del pueblo (“con Chávez manda el pueblo”), se convierte en realidad en democracia delegativa, otra conceptualización contemporánea: poder que emana del pueblo y luego lo manipula, sustituye y excluye.
Ahora se impone recuperar el gobierno del, por, y para el pueblo, para lo que no solo bastará resolver el ¿quién ejerce el poder público legítimamente? Sino ¿cómo habrá de ejercerse dicho poder?
Los escogidos por el conjunto del pueblo mediante elecciones, libres, sinceras y realmente competitivas, deberán ejercer el poder, limitado por las instituciones propias a la división de poderes, el Estado de Derecho, el principio de alternancia, principios por cierto consagrados en la actual Constitución, para prevenir que la democracia recuperada vuelva a desembocar en otra tiranía de la mayoría. En consonancia con Benjamín Constant, citado por Rey:
“la soberanía es limitada y hay voluntades que ni el pueblo ni sus delegados tienen derecho a tener”: estos límites están trazados por la justicia y los derechos de los individuos. La voluntad de todo un pueblo no puede convertir en justo lo que es injusto…”
Imaginarse el futuro de la democracia en venezuela no depende solo de nuestra imaginación, valores y principios, depende también, y mucho, de conocer al otro. En este sentido, citando a Rey:
«El cambio político más importante que ha ocurrido en Venezuela a partir de 1999 y cuyo impacto se va a hacer sentir durante buena parte del siglo XXI, ha sido la conquista del poder por la vía electoral de un candidato a la presidencia de la República apoyado por diversos grupos que, pese a sus diversidades ideológicas, comparten un explícito rechazo de la democracia representativa, a la que acusan de ser un falsa democracia, meramente formal, y propugnan su sustitución por otra forma de gobierno que, según ellos, sería una verdadera democracia sustancial y con contenido material. En tanto que la Constitución de 1961 definía expresamente la forma de gobierno del país como una democracia representativa, y otorgaba a los partidos políticos un papel destacado como instrumentos a través de los cuales se iba a ejercer la representación política, la nueva Constitución de 1999, al referirse a la democracia venezolana, suprime totalmente el adjetivo representativa para calificarla, en cambio, como participativa y protagónica, y elimina la anterior mención a los partidos políticos y a sus funciones. Una de las características de la política venezolana durante gran parte del siglo XXI va a ser (como, de hecho, ha sido) una pugna entre esas dos concepciones de la democracia, concebidas como incompatibles y antagónicas, y sin posibilidades de intentar una síntesis entre ambas».
Para Hugo Chávez, en su presentación ante esta Academia en 1999, participar en las elecciones era con el fin —según sus palabras— de «demoler el poder establecido» y «asumir todos los poderes»… es un proceso revolucionario para destruir este sistema, no para rehacerlo, como procuran otros proyectos».
Demoler los fundamentos de la democracia liberal equivale a decir demoler la democracia misma. No se trataba de ganar unas elecciones y luego gobernar coexistiendo democráticamente con las fuerzas derrotadas, sino de aniquilarla. Decía Chávez:
«No hay convivencia posible ni acuerdo nacional con las fuerzas derrotadas».
Y agregaba con motivo de la convocatoria a la Asamblea Constituyente de 1999:
«Nada de consensos ni de acuerdos con los demás. Los revolucionarios no pactan«.
Entonces hoy cabe preguntarse: ¿quieren y pueden realmente convivir, negociar, pactar, quienes proclaman abiertamente desde hace 20 años que no hay convivencia posible, que «la revolución llegó para quedarse»? ¿Será posible llegar a algún sitio democrático y político con tal contraparte?
Con respecto a la Constitución vigente, la de papel y la real, reseñaba Rey que
«Una vez elaborado el proyecto de Constitución por la Asamblea Constituyente convocada por Chávez, el texto solo estuvo disponible para el conocimiento de los venezolanos dos días antes de someterlo a referéndum que fue, en realidad, un acto plebiscitario, pues los venezolanos el emitir su voto fue pronunciarse a favor o en contra de la persona de Chávez. 68,5% de los votantes a favor solo representaban el 30,2% del total de electores inscritos en el registro electoral, pues solo habían participado en el plebiscito de hecho el 44,4% de los electores».
Ahora se requerirá de una Constitución realmente nacional, aunque no sea la tarea más urgente. Sin embargo podemos entender con JCR que
«Por Constitución no me estoy refiriendo a la Constitución de papel, puramente escrita pero inefectiva, sino a la Constitución real, al conjunto de reglas que orientan efectivamente el comportamiento político. Tales reglas no tienen que ser necesariamente escritas».
Y esa sí que es tarea urgente, prioritaria, para recuperar la democracia y la política como forma de vida civilizada.
«No llegaremos a ningún sitio distinguiendo a buenos de malos. Es la antítesis de la política, que es el arte de pasar del enfrentamiento categórico a la discusión constructiva«. (Victor Lapuente El País 4-6-2019)
Y llegamos a Oslo, de cuyos detalles y desenvolvimiento sabemos poco, pero que se centra en la recuperación de la política, de la democracia y su institucionalidad.
Cierto es que no se puede «re-conciliar» lo que nunca estuvo conciliado. Lo que hay que ver es si las partes, por fin, luego de 20 años y en medio de la terrible crisis que nos agobia, están dispuestas sinceramente a conciliar para salir de este drama.
A estas alturas debería estar claro que ambas partes existen y se resisten, como dijera Ortega y Gasset, con sus respectivas razones y visiones, independientemente de cual parte es mayoría y cual minoría, y que lo que debería prevalecer es el país que se está desmoronando aceleradamente, por lo que sin un acuerdo entre régimen y oposición muy difícilmente se podrá poner el país en marcha y la devastación se llevará a todos por delante.
La transición puede comenzar con elecciones libres, bajo condiciones aceptadas por todas las partes y un pacto de gobernabilidad para la recuperación institucional, económica y social; van demasiados años de exclusión que dañaron el alma nacional, la convivencia y la calidad de vida.
Hay genuina preocupación en la comunidad internacional por la salud de nuestra democracia, por los DDHH que se le asocian y el dramático deterioro de nuestras condiciones de vida.
La visión liberal de la democracia, hoy desafiada por el auge de los nacional-populismos en el mundo occidental, debe prevalecer. Si se asume que negociar es traicionar, desaparece la política y «Hobbes termina venciendo a Locke, para provecho de Carl Schmitt», como lo expresara José María Lasalle.
Sin la visión liberal, triunfa el populismo y se debilita la democracia; se fortalece la percepción de que la armonía en pluralismo, la convivencia y el progreso son inviables y el pesimismo alimenta el malestar antipolítico.
Concluimos con Shimon Peres: «La democracia implica que sea posible vivir juntos y sin violencia. Es la historia de la pluralidad y la tolerancia, no la de la victoria y la imposición. No hay victorias en la democracia, hay paz que es la verdadera victoria de la política de los pueblos».
Restablecer una comunidad política nacional, plural, conviviente, en sus acuerdos y desacuerdos, de eso se trata… nuevamente.
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