Por CAMILO DAZA TAPIA
La película iba a estrenarse en el pequeño cine B-Movies de Hamburgo, ubicado en el fondo de un callejón del alternativo barrio Sternschanze. Durante toda la semana las redes sociales y los grupos de WhatsApp de venezolanos, en el norte de Alemania, no paraban de pasar la información.
La cita era un jueves de finales de mayo, y aunque los días largos y frescos del verano invitaban a un paseo por el parque, más que al cine, la función parecía que iba a estar concurrida. Por suerte anoté la hora equivocada en mi calendario. Llegué con dos horas de antelación a la taquilla y logré conseguir una entrada a una de las salas más pequeñas de la ciudad. A medida que la hora se acercaba, el patio y la antesala iban poco a poco llenándose. Primero de alemanes, la mayoría familiares o amigos del director –algunos habían vivido en Venezuela hace algunos años cuando, bueno, cuando todo era mejor, que es lo mismo que decir cualquier tiempo pasado por más inmediato que sea– y luego por esa comunidad que crece día a día de venezolanos en el exterior.
El acento, el volumen, las carcajadas; un no me jodas al comienzo de un cuento, un qué bolas en el medio y, una vez pasado el suspenso, un qué vaina tan buena como punto final. Un abrir y cerrar de ojos y ya no estábamos en el cine B-Movies sino en Rajatabla. Era el jolgorio típico de un reencuentro de amigos. Y así fue cómo entramos a la sala, alegres de vernos, encantados de conocernos, pero este iba a ser otro tipo de reencuentro.
Tuki Jencquel realmente se llama Jürgen, como su padre. Yo siempre imaginé que esa Umlaut alemana sobre esa primera u no solo se veía antipática, sino que sonaba a trabalenguas irrepetible para sus amigos de infancia en Caracas, donde nació, y que, por tanto, el rebautizo a Tuki fue criollamente inevitable e irreversible. En realidad, fue su madre quien lo mimaba así de bebé y su padre no perdió la costumbre. Ahora, la partida de nacimiento y el pasaporte podrán decir misa, pero él siempre se presenta, firma y aparece hasta en la ficha técnica como Tuki. Jürgen, papá, el verdadero Jürgen, quien estaba en la sala con nosotros, mantiene un dulce acento alemán cuando habla español. Tuki no habla español. Tuki habla caraqueño, incluso cuando habla alemán. Tuki estudió Cine y Televisión y, aunque hizo un posgrado en Gerencia, la vena artística pudo más.
En 2010, Tuki nos invitó a participar a la distancia y con un nudo en la garganta en una conversación privada entre el señor Bernard Chappard y el recuerdo de su hija Daniela, quien murió a causa de sida en 1996, en el documental Sin ti contigo (disponible en YouTube). Su lente íntimo nos mostró a un señor Chappard en todo su encanto de cascarrabias, capaz de ser dulce y persuasivo y autoritario e iracundo en igual medida, confesando sus pecados de padre, aceptando su culpa cuando es ya muy tarde y buscando absolución en la esperanza de que la labor educativa de la Fundación Daniela Chappard pueda ahorrarles a las próximas generaciones el destino que sufrió su hija.
Ese mismo lente es el que ahora explora la crisis del sistema de salud de Venezuela en el documental Está todo bien, la película que venimos a ver en Hamburgo.
Los primeros fotogramas del documental, que muestran con luz natural y sin grandes pretensiones una calle cualquiera, la puerta de una farmacia y a una señora siguiendo la rutina diaria de abrirla, fueron suficientes para despertar algunos moqueos sollozantes en varios puntos de la sala, como la noche despierta a los grillos en la noche caraqueña. Misterios de la nostalgia.
Después vemos a la señora recibir a un cliente detrás de la reja de la farmacia, leer el récipe médico que trae consigo y decirle con resignación que las medicinas listadas no las tiene. Que no se consiguen y que lo intente en esta o en aquella otra farmacia de la zona. La escena se repite varias veces con diferentes clientes. Las caras, las listas y las disculpas son distintas, pero el resultado es siempre el mismo. Esta es la verdadera rutina diaria de Rosalía Zola y su esposo Carlos, dueños de la farmacia Don Bosco: abrir para decir con cortesía que no hay.
Esta primera secuencia marca el tono lúgubre y el plano personal de este documental que nos revela, sin la mediación de un narrador omnisciente, y a través del frustrante día a día de cinco individuos, la cara humana del sistema de salud de Venezuela.
Las facciones de esa cara son también el ceño fruncido de Francisco Valencia, director de la Coalición de Organizaciones por el Derecho a la Salud y la Vida y fundador de Amigos Trasplantados de Venezuela, a quien vemos siempre en movimiento, en una oficina, en el Congreso Nacional, haciendo llamadas, haciendo trámites, afanado en el trabajo hercúleo de traer medicinas al país. Son los ojos tristes y esperanzados de Mildred Varela y Rebeca Dos Santos, ambas pacientes con cáncer, una en remisión, la otra en quimioterapia, luchando por costear y conseguir las medicinas que tanto necesitan, como si el diagnóstico no fuese calvario suficiente. Son los labios trémulos y cerrados, reprimiendo el llanto de rabia, de Efraím Vegas, quien estoicamente se enfrenta al conflicto de ser un joven con talento, consciente de lo necesaria que es su profesión y la ingratitud de un país que no le permite cumplir su juramento hipocrático, y que tampoco le ofrece un futuro más próspero que el pútrido presente del quirófano improvisado de un hospital público.
Estos son solo cinco ejemplos de los muchos que lamentablemente hay en Venezuela hoy en día, pero son cinco biopsias diferentes del mismo cuerpo enfermo que confirman el mismo diagnóstico de colapso, de descomposición, de septicemia.
Y ¿cuál es la reacción de aquellos responsables del sistema de salud ante esta realidad?
El documental no pierde el tiempo en postular una pregunta tan irreverente a algún representante oficial porque la respuesta es conocida. Entonces, si esta realidad es oficialmente negada y es considerada falsa, ficticia, conspirativa, ¿cómo sería esa realidad si fuese simplemente una puesta en escena?
Las tomas parecen flashbacks o introspecciones oníricas, en blanco y negro, como radiografías, indagando más allá de la piel, en lo interno profundo, a ver qué está roto. Y aparecen como retazos dispersos a lo largo del documental. Al principio no sabemos qué significan, pero a medida que la película avanza empezamos a reconocer a los “personajes”. Sus caras las hemos visto antes, sus voces las hemos escuchado antes, sus diálogos son ahora monólogos escenificados por ellos mismos, y el libreto suena a déjà vu, pero están siendo filmados sobre las tablas de un teatro, en blanco y negro, y la realidad no es así de estilizada. Aquí hubiese estado justificada la advertencia legal: “Los personajes y hechos retratados en esta película son completamente ficticios. Cualquier parecido con personas verdaderas, vivas o muertas, o con hechos reales es pura coincidencia”. Pero no, esto no es un ejercicio creativo, ni mucho menos un sueño. Estas son escenas de una terapia psicológica, en las que los participantes del documental recuentan sus vidas con la misma firmeza e impotencia con que las viven. Así sería la realidad si fuese una puesta en escena.
Estos dos niveles de representación de la realidad son asfixiantes, o así lo consideró Tuki, y por eso decidió incluir un tercer nivel, esta vez corto y rápido, no lo suficiente para ser subliminal, pero equitativamente esparcido a lo largo del documental para dejar al público subir a la superficie y tomar aire. Son diferentes tomas aéreas de Caracas, imágenes estáticas, casi diapositivas si no fuese por los loros y guacamayas pasando por el mudo murmullo de la ciudad. Jürgen, el padre, se regocija con estas imágenes. Él no es inmune a la nostalgia. Parecen fotografías tomadas por el ausente, gran narrador omnisciente. Y su belleza es innegable. Porque Caracas es bella… a distancia.
Son muchos los ejemplos de violencia en el cine venezolano. El documental Está todo bien, de Tuki Jencquel, debería estar incluido en esa categoría. El deterioro del sistema de salud en Venezuela no puede ser atribuido a causas naturales, ausente de culpables. Este tipo de colapso es planificado. Y esa es la característica común a todo tipo de violencia: la intención de hacer daño.
Cuando terminó la película y los créditos corrían, con la sala todavía a oscuras, el silencio fue solo interrumpido por moqueos, ahora más numerosos, ahora de desconsuelo.
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