Inmersos en sus problemas cotidianos –el desabastecimiento de productos básicos, principalmente– los chilenos de aquellos años estaban asfixiados por los problemas domésticos. A pesar de la manifiesta incapacidad del gobierno socialista de Salvador Allende para encarar y resolverlos, no parecían desconfiar de su futuro. El país había terminado fracturado en dos mitades sin la más mínima intercomunicación. La que existía anunciaba tormentas: en el Parlamento las fuerzas mayoritarias de la derecha –que en Chile existió, existe y existirá como un dato estructural de su conformación nacional– y la centro derecha representada por la Democracia Cristiana intentaban infructuosamente impedir que su contraparte lograra imponer las leyes que pretendían regularizar la economía en función de tres sectores: el privado, el semiprivado y el estatal. La izquierda no renunciaba a su proyecto socialista y la derecha insistía en impedirlo. Un impasse estratégico aprovechado por la ultraizquierda del MIR y el Partido Socialista, el tercero en discordia, para acumular fuerzas, ocupar predios agrícolas y terrenos baldíos instalando sus campamentos para los sintecho. Su principal base de sustentación social.
Se había llegado al límite de la medición de fuerzas. Las elecciones parlamentarias de marzo de 1973 dieron un sorprendente resultado. Contrariamente a lo que la derecha esperaba, no había logrado la mayoría necesaria para imponer la salida constitucional de un impeachment. Mientras que la izquierda había aumentado su representación, a pesar de los problemas cotidianos que auguraban una imponente victoria de los factores que pretendían declarar la ilegalidad del gobierno y la inmediata salida del líder izquierdista. Se hizo meridianamente claro que no habría salida constitucional, el golpe de Estado se imponía como la única medida extrema capaz de impedir el agravamiento de la situación, incluso la toma del poder por los sectores más radicales del castrocomunismo chileno. Y en su defecto la guerra civil, el más temido de todos los escenarios posibles.
En una suerte de globo de ensayo, el 29 de junio, tres meses después de las parlamentarias, se produjo el llamado Tacnazo, un levantamiento militar de tropas motorizadas del regimiento Tacna, que llegaron sin alcanzar mayor respaldo de otras unidades militares hasta La Moneda, siendo repelidas por las fuerzas hasta entonces leales, comandadas por los generales Carlos Prat González y Augusto Pinochet Ugarte. El consiguiente agravamiento del descontento de los sectores antiallendistas, que impulsaron la salida de Prat González, constituyó el golpe final previo al momento definitorio: Augusto Pinochet se alzó con el poder supremo de las fuerzas armadas y la derecha comprendió que había llegado el momento de actuar.
Thomas Hobbes ha descrito en El Leviatán, con su característica profundidad y agudeza, uno de los mecanismos clásicos del engaño político: los simulacros, el ocultamiento de los objetivos y propósitos reales de los factores en pugna. Pinochet fue un genio de la simulación, al extremo que los conjurados de la Marina y la Aviación no sabían, a tres días del 11 de septiembre, con qué fracción se hallaba comprometido. Creyeron, hasta el último momento, como lo creían Allende, sus familiares y sus leales, que sería fiel al presidente de la República al riesgo de su propia vida. No sabían, ni lo supieron hasta el día del golpe, que ya había elaborado cuidadosamente, con sus altos conocimientos de estrategia y doctrina militar, las acciones del golpe militar hasta en sus más mínimos detalles. Se los comunicó a los conjurados el sábado 8, conjuntamente con su aprobación para participar en calidad de primera antigüedad del Ejército, vale decir: como el máximo jefe de la conjura, en las acciones del martes 11 de septiembre. Fecha propicia, pues la proximidad de la celebración de los desfiles militares con ocasión del Día de la Independencia, el 18 de septiembre, permitiría los movimientos sediciosos sin despertar la menor sospecha.
“¿Y Augusto?” -se preguntaba desesperada a media mañana la mujer del presidente, pensando que había sido hecho prisionero por las fuerzas golpistas. La respuesta le vino como un ramalazo al oír en la voz de quien creyera su fiel colaborador el primer comunicado de las Fuerzas Armadas. Su accionar, como el de toda la oficialidad bajo su mando, fue implacable, sin dudas, vacilaciones ni ambigüedades. Se bombardearon desde la madrugada los principales objetivos considerados esenciales, permitiendo que Radio Portales, la emisora cercana al gobierno, transmitiera los últimos mensajes que Allende le dirigiera a la población. Perfectamente consciente del abrumador poder de fuego de las fuerzas que le exigían su inmediata dimisión y la absoluta inutilidad de intentar la menor oposición, le pidió a sus leales que se mantuvieran en sus hogares y puestos de trabajo, sin oponer resistencia. Y anunció su irrenunciable decisión de no dimitir, una forma de anticipar su suicidio. Cuando dio esos anuncios, el golpe había triunfado en toda la línea. El bombardeo a La Moneda fue el punto final que selló el destino del proyecto socialista de la izquierda chilena. No había más que hablar.
Nadie en Chile dudaba entonces, ni duda ahora, de la capacidad bélica de sus fuerzas armadas, de su altísimo profesionalismo y el implacable rigor de su habitual comportamiento. El golpe de Estado no fue un accidente: fue un acto históricamente prescrito. Como prescrito estuvo el suicidio como ultima ratio de un primer magistrado, víctima de su impotencia. La tragedia se consumó con la debida obediencia y disciplina de todos sus protagonistas. Chile no se iba a dejar humillar por el castrocomunismo. Ningún ejército extranjero hollaría el suelo de la Patria. El honor de los chilenos no sería mancillado por la voluntad de factores externos a su nacionalidad.
Han debido transcurrir 46 años para que el mundo lo comprenda a cabalidad. Venezuela, en las antípodas existenciales y morales de la sociedad chilena, ha servido de oportuna ilustración de lo que pudo haber sido y no fue. Los chilenos, traumatizados por el sonido, el ruido y la furia aún arrastran sus desavenencias. Algún día tendrán que rendirse a la evidencia: viven en un país libre, próspero y moderno, gracias a los Idus de Septiembre.
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