No he conocido a ninguna otra persona con las cualidades de teatralidad, agrado y simpatía que Enrique Acosta derramaba en dosis tan abundantes como singulares y sorpresivas. Ebanista, mecánico, guitarrista, violinista, taurófilo, galán, ¿qué más era este personaje a quien el conocido médico Hernán Méndez Castellanos llamó “el último pastoreño”?
Buscando yo casa para alquilar, un tío mío me lo recomendó. Mi primera sorpresa: pidió Bs. 300 de renta mensual por una suerte de apartamento que había acomodado en la planta baja de su amplísima casa situada en el corazón de La Pastora, con la advertencia de que el mes de diciembre no lo cobraría. Era su aguinaldo, que luego estipuló en Bs. 150 cuando el costo de la vida se hizo pesado.
Fue su primera humorada.
Al llegar el primero de diciembre, exclamaba: “¡Hallaca hago yo!”. Desconcertaba al decirlo porque atropellaba las sílabas sin ningún pudor.
Y el 1° ó 2 de enero, gritaba: “¡Antonio, hemos matriculado!”. Se refería a la obligación de los dueños de automóvil de obtener de la Inspectoría de Vehículos una nueva placa. Él quería decir: “Vamos a vivir todo este año que comienza”.
Cuando él o alguien de la familia se enfermaba, agregaba: “No es la hora”.
Tenía un loro muy cerca del portón. Le enseñaba groserías y epítetos, y era infaltable su pregunta cuando sonaba el timbre: “¿Quién es? ¿Quién es?”.
Supe que formó parte del grupo que fundó en 1930 la Orquesta Sinfónica Venezuela. Todavía, y de vez en cuando, la Orquesta ensayaba en la gran sala, justo al abrirse el portón de entrada. Enrique Acosta ya no formaba parte de la planta de la orquesta, pero le gustaba tocar el violín. Lo desafinaba, y reñía con quien lo acompañara por compasión. En cambio, tocaba bastante bien la guitarra y tenía un buen timbre de voz, con leve afonía. Cantaba, sobre todo al atardecer, viejos boleros y canciones, sentado en una terraza que daba ventilación al comedor y desde donde veíase todo el corral.
Uno de sus cantos preferidos era “Boda negra”, atribuido a varios autores, pero que Acosta, sin ningún titubeo, afirmaba que salió de la mente libidinosa del sacerdote venezolano Carlos Borges:
“Oye la historia que contome un día
el viejo enterrador de la comarca
era un amante que por suerte impía
su dulce bien le arrebató la parca.
Todas las noches iba al cementerio
a visitar la tumba de su hermosa
la gente murmuraba con misterio
es un muerto escapado de la fosa…”.
Del mexicano Juventino Rosas cantaba “Sobre las olas”, un vals del siglo XIX:
“En la inmensidad
De las olas flotando te vi
Y al irte a salvar
Por tu vida la vida perdí
Tu dulce visión
En mi alma indeleble grabó
La tierna pasión
Que la dicha y la paz me robó”.
También cantaba en aquellas tardes “Un cisne más blanco”:
“Un cisne más blanco que un copo de nieve
En un limpio lago tenía su mansión
Allí muy tranquilo pasaba los días
Allí no sufría penas ni dolor…”.
Con el espíritu más tranquilo, entonaba una canción de 1930:
“Como el clavel del aire
así era ella
igual que una flor”.
Y no faltaba “María la O”, de Ernesto Lecuona, popularizada por el tenor mexicano José Mojica, quien repentinamente dejó su actividad como cantante y actor de cine, al morir su madre, y se hizo sacerdote en 1947:
“Mulata infeliz tu vida acabó
De risa y guaracha se ha roto el bongó
Que oías ayer temblando de amor
Y con ilusión junto a un hombre cruel”.
El corral, mírese bien, era asiento de dos de sus mayores oficios, en verdad diversiones: la reparación y mantenimiento de automóviles Cadillac (de esos con cola de pato), y la fabricación de auténticas mesas de billar con sus patas redondeadas, su paño verde muy liso, sus tacos, bandas, troneras y bolas, y su pizarra.
Si no contamos la música, su emoción espiritual eran las corridas de toros, de tal manera que la asistencia a una tarde de toros la convertía en un espectáculo operático. A causa de mi cargo electivo de concejal de Caracas, hubo unos años en que yo disponía de tres asientos en el primer palco de sombra y, además, recibía de los promotores dos o tres boletos (que algunos ediles, puedo dar sus nombres, traspasaban a testaferros para que las revendieran para recibir una comisión de mitad-mitad). Éramos seis o siete los que formábamos una cuadrilla civil para asistir al Nuevo Circo. A partir de las 12 m. tomábamos en casa un refrigerio, llenábamos las botas con vino tinto y manzanilla, y dos o tres músicos de la Sinfónica (José Gay, Juan Durán, Puchi) empezaban a tocar pasodobles. Y en el circo, con su banda, su paseíllo, su colorido, su lado alegre y su lado trágico, hasta bailábamos un pasodoble.
Eran los momentos álgidos de la rivalidad entre toreros españoles y mexicanos. Hubo meses en que los carteles de las corridas no podían incluir juntos a unos y otros. El maestro Acosta no tenía una opinión al respecto, no se parcializaba, aparentemente. En las corridas que el llamado Monstruo de Córdoba, Manolete, toreó en Maracay y Caracas, aplaudió a todos los matadores. Pero su entusiasmo por Carlos Arruza llegó al paroxismo en la corrida del mano a mano entre Manolete y Arruza. Fue el 12 de mayo de 1946, en la Maestranza de Maracay con astados de Guayabita. El mexicano vistió traje de tabaco y plata, y el español traje de obispo y oro.
“―Arruza fue el mejor― gritaba Tosta―. Todos recordaremos para siempre las seis banderillas que pegó a su segundo toro. Todas quedaron muy juntas en un círculo del tamaño de un mediecito (una monedita de Bs. 0,25)”.
Si los amigos le preguntaban al maestro Tosta cuáles eran, según él, los diez mejores toreros del mundo, respondía sin chistar ¡y nombraba a doce mexicanos! (Rodolfo Gaona, Juan Silveti, Fermín Espinosa Armillita, otros dos Armillita, Carmelo Pérez, Jesús Solórzano, José González Carnicerito, Ricardo Torres, Luis Castro El Soldado, Lorenzo Garza, Manolo Martínez, Eloy Cavazos…).
Como galán, tuvo su affaire con la trepidante rumbera Tongolele. Quedó prendado de ella durante su actuación en el escenario del cine Ayacucho, o Principal. La invitó a pasear en su Cadillac descapotable por la ciudad y le propuso viajar juntos a Nueva York. Fueron, no hubo dudas.
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