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Virtudes cotidianas frente a un mundo en disolución

Michael Ignatieff (1947) es historiador, biógrafo, narrador y ensayista. En todos estos ámbitos ha cosechado elogios y premios. Fue líder del Partido Liberal de Canadá. Ha ejercido la docencia en universidades como Harvard, Cambridge, Oxford, Londres, Toronto, entre otras

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En febrero de 1914, Andrew Carnegie, un emigrante escocés que en treinta años había pasado de ser operador de telégrafos en Pensilvania a convertirse en el gran magnate del acero y el hombre más rico del mundo, reunió en su lujoso apartamento de Manhattan a un grupo de líderes de diferentes religiones. Les hizo entrega de dos millones de dólares y les pidió que con esos fondos creasen la Unión de las Iglesias por la Paz para promover, a través del diálogo entre los diferentes credos, el fin de las guerras en el mundo. Como se sabe, tan solo unos meses después de que Carnegie pusiese en marcha su filantrópica idea, se desencadenó la Gran Guerra, el primero de los dos intentos de los europeos de exterminarse mutuamente a lo largo del tortuoso siglo XX.

Lo relata el ensayista y expolítico canadiense Michael Ignatieff en su última obra, Virtudes cotidianas, un libro esperanzador, pleno de compasión y empatía, que llega en el momento justo: precisamente cuando la desolación recorre nuestro planeta de un extremo a otro con la resurrección de las ideologías que desembocaron en las matanzas de las dos guerras mundiales: los nacionalismos, el fascismo y el comunismo. Tras contar esta brutal anécdota, Ignatieff recuerda que el sueño de Carnegie no ha muerto y que sigue vivo a través del Carnegie Council for Ethics in International Affairs. Con motivo del centenario de la donación del magnate, el Carnegie Council puso en marcha diversas iniciativas, entre las cuales destaca la elaboración del libro de Ignatieff, que se propuso investigar sobre el terreno –acudiendo a algunos de los rincones más conflictivos del mundo– en qué consistía la globalización moral en el siglo XXI, lo que el autor ha bautizado sabiamente como “el orden moral en un mundo dividido”.

Para su indagación, el profesor canadiense se planteó la siguiente propuesta: “Todas nuestras conversaciones empezaban en el mismo punto, cómo dar sentido a los cambios: el crecimiento económico explosivo y la corrupción en Brasil; la inmigración enormemente diversa en Los Ángeles y en Nueva York; las secuelas del tsunami y el accidente nuclear de Fukushima en Japón; la prolongada transición desde la dictadura hasta la democracia en Myanmar; la fragmentación de la nación del arcoíris de Nelson Mandela en Sudáfrica, o la espiral descendente de regreso al conflicto étnico en Bosnia”.

A pie de obra, Ignatieff y sus colaboradores se encontraron con que su búsqueda de una ética global que amparase bajo sus normas el comportamiento moral de todos los seres humanos iba a ser una tarea ciertamente ardua. ¿Por qué? Porque “el contexto lo era todo”. Los enviados del Carnegie Council preguntaban por dilemas universales y sus interlocutores “lidiaban con las preguntas a las que se enfrentan en sus vidas diarias”. De ahí nace el hermoso concepto de las virtudes cotidianas. Así lo explica el autor: “El libro que el lector tiene entre sus manos se centra en las virtudes cotidianas, porque son estas virtudes –confianza, tolerancia, perdón, reconciliación y resiliencia– las que surgieron como hilo conductor en todas nuestras conversaciones. Con ‘cotidianas’ quiero decir prosaicas y diarias, y no heroicas y excepcionales. También me refiero a las espontáneas y no premeditadas, y no a aquellas que poseen un fin y una justificación”.

Eso es lo que encuentra en la desolada Diversity Plaza de Queens, Nueva York, donde inmigrantes de todos los países luchan por abrirse un camino en ese crudo proceso de selección natural que un día se llamó el sueño americano (el que sí pudo cumplir Andrew Carnegie: eran otros tiempos). En el sur de Los Ángeles, donde todavía hay calles en las que uno no puede adentrarse sin correr el riesgo de caer en el fuego cruzado de las luchas entre pandillas que han devastado esta zona desde hace décadas, encumbrando a la categoría de héroes contemporáneos a los componentes de bandas como los Crips o los Bloods. En los rincones más hostiles de Río de Janeiro, como la favela de Santa Marta, convertida hoy paradójicamente en icono turístico gracias al video de Michael Jackson que Spike Lee grabó en sus calles: “En las ciudades globales del siglo XXI, como Ciudad de México, Bombay, Estambul, Johannesburgo o Río, la globalización ha entreverado montañas de dinero corrupto en los sistemas políticos locales, mientras que la migración masiva desde ciudades y aldeas rurales ha inundado barrios marginales y asentamientos informales con una marea de nuevos habitantes. Estas dos tendencias convergen en un lugar como Santa Marta. El Estado debe controlar estos espacios sin gobierno, y la gente de los barrios marginales quiere orden. La policía lucha contra las bandas de narcotraficantes para determinar qué ley prevalecerá. Las virtudes ordinarias no pueden florecer a menos que gane la policía, y la policía no puede ganar a menos que se elimine la cultura de la corrupción que infecta a la élite política”.

En Gorazde (Bosnia), su intérprete, una joven musulmana llamada Leila, les explicó en una sola frase cuál es la forma más cercana a la reconciliación que a veces se puede alcanzar: “Aprendí a no generalizar”. A lo que apunta certero Ignatieff: “Debe de ser verdad. Quien vaya a vivir aquí no puede culpar a pueblos enteros por robarle la niñez y asesinar a su familia. Tiene que ver la responsabilidad como algo individual. (…) Los tribunales internacionales han venido y se han ido, los predicadores de la reconciliación se han marchado, y los habitantes locales viven en una sociedad donde los culpables y las víctimas se cruzan cada día en las calles”. Cuando visita Fukushima también se encuentra con lo inesperado. Halla en el pueblo japonés lo inconcebible: una extraordinaria capacidad de resiliencia tras la hecatombe. Al ver las hojas verdes de los árboles “como en cualquier otro lugar” siente que “la pura normalidad tiene algo de inquietante”. También tropieza con el asombro en Sudáfrica. Tras el sueño hecho realidad de Mandela, de crear una nación común en la que todos tuviesen su lugar, la nación del arcoíris se desmanteló para que las nuevas élites del Congreso Nacional Africano sustituyesen a las antiguas élites blancas del apartheid. Pero quedémonos con el inicio de ese capítulo, donde Ignatieff explica que “en la batalla contra los fuertes, la virtud es un arma más poderosa para los débiles que la violencia”: “En cualquier competición de fuerza, el fuerte prevalecerá. La debilidad del fuerte se encuentra en el terreno moral. En la batalla de las ideas, los virtuosos pueden contar con una legitimidad mayor que aquellos que poseen las armas. La virtud de la que hablamos no es una muy habitual, sino aquella que prepara para sacrificarse por un ideal. La virtud cotidiana solo puede afanarse y soportar la opresión, pero la virtud extraordinaria puede poner a las tiranías de rodillas. Al condenar a Nelson Mandela a cadena perpetua, el régimen del apartheid pensó que quedaría olvidado en Robben Island para siempre. En cambio, su encarcelamiento drenó el poder de sus captores. Cuando salió en libertad en 1990, lo hizo como un símbolo de virtud triunfante”.

¿A qué nos aboca, finalmente, este recorrido de Ignatieff para estudiar la ética global, el comportamiento moral de los habitantes de diferentes rincones de un mundo en proceso de globalización y disolución? La respuesta nos llega en las últimas, y maravillosas, líneas del libro: “Somos seres morales porque no tenemos otra opción; nuestra supervivencia y nuestro éxito como seres sociales dependen de la virtud. No es una opción, sino una necesidad. No estamos obligados a ser héroes, pero sin duda queremos ser unos buenos padres y madres, hijos e hijas, vecinos y amigos. Queremos, a través de estas experiencias, ser capaces de mirarnos a los ojos en el espejo”. ¿Y cómo conseguirlo en medio de esta sociedad líquida en la que todo se pone en cuestión o se derrumba? Concluimos, con Michael Ignatieff, que solo hay una forma de intentarlo: “He sido contundente al afirmar que las instituciones que pueden fomentar estas virtudes, en mayor medida, son las de las democracias liberales, pero, como hemos visto, no hay sociedades que se hayan librado del yugo de la oligarquía, la corrupción y la injusticia, y, si eso es así, no existen garantías de ningún tipo, más allá de nuestra lucha constante, recurrente e interminable por vivir de acuerdo con las virtudes cotidianas”.

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Virtudes cotidianas

Michael Ignatieff

Editorial Taurus

España, 2018

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