En estos días, cuando se cumplen 70 años de la creación de la Organización de la Alianza del Atlántico Norte y, en pocas semanas, los 64 de la firma del Pacto de Varsovia, no faltan empeños para reavivar los tiempos de la Guerra Fría y su simplificador trazado bipolar del mapamundi. Es un orden especialmente añorado por los regímenes que desde su debilidad se beneficiaron de apelar a la polarización entre derechas e izquierdas, socialismo y capitalismo con un discurso calculadamente ideologizado. En nombre de propósitos de justicia social y seguridad nacional cobijaron la violación de derechos humanos y el desafío a las normas e instituciones internacionales renovadas o creadas al término de la Segunda Guerra Mundial. Ese fue siempre el perfil de la revolución cubana, acompañada por su invitación a la injerencia rusa y la voluntad propia de intervención, incluso armada, en la política regional y con sus “misiones internacionalistas” en África y el Medio Oriente.
Ese espíritu de Guerra Fría fue alentado por el chavismo con consignas antiliberales, el abandono de principios y normas fundamentales de derecho internacional, el discurso y las calculadas iniciativas de desafío a Estados Unidos, la apertura a China y, especialmente, la búsqueda de una alianza militar con Rusia y el ostensible desarrollo de vínculos incondicionales de dependencia con Cuba. Lo cierto es que así como se buscó el rompimiento de los acuerdos y prácticas regionales y hemisféricas de cooperación en seguridad, basados en el fomento de la confianza y la colaboración para enfrentar las nuevas y más perversas amenazas a la seguridad, fueron cultivadas iniciativas y relaciones de características francamente intervencionistas.
Que en la crisis que hoy atraviesa Venezuela tenga tanto peso la mesa internacional no solo se debe al desbordamiento exterior de una emergencia tan grave y compleja como la nuestra en un mundo en extremo interdependiente. La parte negativa de esa internacionalización se encuentra en la intervención, por invitación del régimen, de actores y factores, lícitos e ilícitos, que para satisfacer sus propios intereses complican la ruta para llegar a las elecciones libres por las que claman los venezolanos desde su derecho a la autodeterminación. Ante esto no puede actuarse bajo los esquemas simplificadores de la polarización y la bipolaridad.
No es el caso negar que los rusos se han hecho visibles en Venezuela de modo aparatoso, deliberadamente visible, como en la presencia de barcos y aviones en 2008, 2013, en diciembre de 2018 y entre marzo y abril de 2019 (con una más grande y más larga presencia). Con todo, aunque la apuesta parezca grande, sus cartas son muy disminuidas en comparación con las que se jugaban internacionalmente en los años de Nikita Kruschev y Leonid Brézhnev, o las que se administraban estratégicamente en los de las reformas de Mijail Gorbachov.
Como en 2008 y 2013, es ahora evidente el interés del gobierno venezolano por mostrarse acompañado de un aliado militar importante, pero en circunstancias en las que su credibilidad se diluye a la velocidad de su derrumbe interior. Siguen presentes y visibles los intereses económicos y geopolíticos del gobierno ruso, pero también sus señales de ambigüedad ante el panorama venezolano, no obstante las cartas amenazantes como, literalmente, la dirigida al Congreso de Colombia, luego reinterpretada por la Cancillería rusa.
Demostrar cercanía al régimen venezolano es cada vez más complicado para Rusia en su interés de proyección internacional, la vitrina es terrible. Hacer ruido, desafiar y armar no deja de ser atractivo en lo inmediato, pero es cada vez menos útil, ya no solo por el pobre balance económico del socio, un deudor ya crónico que exhibe niveles de ineficiencia y corrupción que hacen palidecer a los propios socios rusos, sino su acelerada pérdida de legitimidad interior y exterior al punto de que para sostenerse pareciera dispuesto a transformar a la empobrecida Venezuela en una suerte de Siria.
En suma, conviene a todos mirar con atención las cartas rusas, comenzando por Rusia, que bien podría adoptar una posición más constructiva en la protección de sus propios intereses, políticos y económicos, más allá de Venezuela. Por lo pronto, lo que corresponde es sostener el rechazo de la comunidad internacional democrática a presencias y gestos que, aun desde sus ambigüedades, complican la solución pacífica de la crisis venezolana, para la que desde el 23 de enero se ha abierto una prometedora ventana de oportunidad.
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