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La bandera

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Toda sociedad organizada posee una divisa que adquiere la forma de bandera, estandarte, pendón, emblema o insignia que se coloca en un lugar alto y visible. Lo que realmente importa es que estén colocados muy en alto porque la altura les confiere más dignidad y poder de autoridad ética y política. La bandera se coloca en el extremo de un palo llamado asta y mientras alguien perteneciente al ordenamiento político imperante la iza, oficial y patrióticamente, se escucha inevitablemente el himno nacional. Sucede en los cuarteles más que en otros edificios públicos, salvo cuando un decreto obliga a la ciudadanía a someterse a la ceremonia de enarbolarla. Entonces aparece la bandera tricolor en techos y ventanas de casas y edificios.

La disposición ejecutiva no parece estar encontrando en la hora actual un acatamiento satisfactorio porque son muchos los edificios y quintas, particularmente en las urbanizaciones, que no sacan a relucir la bandera. ¡En muchos casos, tampoco las tienen!

En Ciudad de México, días antes de la masacre de Tlatelolco, el asesinato de estudiantes y civiles en la Plaza de las Tres Culturas, sección Tlatelolco, en agosto de 1968, durante el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz, me tocó presenciar una ruidosa y masiva manifestación de protesta estudiantil que bajó furiosamente la bandera mexicana que ondeaba en el Zócalo para ser sustituida por otra, opositora. Al día siguiente, la prensa oficialista mostraba un ofendido titular que afirmaba que se había mancillado “el lábaro patrio”. Encontré odiosa la palabra lábaro porque así se llamaba el estandarte que usaban los emperadores romanos cuando festejaban sus triunfos militares desfilando por las avenidas de Roma con su ejército victorioso y los esclavos y prisioneros encadenados que eran considerados alegremente por el populacho como futuro festín de los leones del Coliseo. Asociada a los enfurecidos estudiantes encontré la palabra lábaro perniciosamente reaccionaria y fuera de tiempo. Tlatelolco iba a darme la razón y la masacre obligó al gobierno, culpable del espantoso crimen, a izar la bandera a media asta en señal de duelo.

La Bandera, el Himno Nacional y el Escudo son nuestros emblemas patrióticos. Son acariciados en sumo grado por los gobiernos o regímenes autoritarios que asestan duros golpes a la patria invocando a Simón Bolívar, agregando una estrella a la bandera o modificando el galope del blanco caballo de la libertad que corre en el Escudo. Yo mismo, hasta los 12 años, cantaba patrióticamente el Himno Nacional y mencionaba a una pobre lechoza en lugar de un pobre en su choza. Me parecía que en un país tan desordenado como el mío nada raro tenía encontrar en el himno nacional una patriótica pero desconsolada lechoza.

Los regímenes militares cometen alevosos crímenes contra la patria cada vez que invocan su nombre en repugnantes y retóricos discursos o en salvas en señal de honor. Bajo el socialismo bolivariano y su desolada ausencia ideológica la patria es traicionada cada vez que se echan al pantano los principios jurídicos, históricos, humanos y afectivos que forman parte de mi propia patria. La bolivariana es una patria que rechazo y abomino. Es fraudulenta. Narcotraficante. Creo que mi deber es decirle que está comportándose mal, que no está haciéndose acreedora de mi gratitud. La patria no puede tolerar La Tumba, la diáspora, la alevosía y los brutales comportamientos militares. El genocidio. El hambre. La violencia social y política. La patria no soporta en su suelo los negocios de la droga; los permanentes acosos al tesoro público. La vulgaridad en el lenguaje, la prepotencia de la ignorancia, los seres primitivos desordenando la vida civil, desacreditando los símbolos de una nación.

Recibo por Internet el diseño que hace la escritora y diseñadora Menena Cottin del actual estado de la Bandera venezolana. De niño, yo cantaba con intensa credulidad patriótica: “¡Digo con mi canto lo que yo aprendí en la escuela: bandera de Venezuela, ¿por qué yo te quiero tanto?” o cantaba con decidida emoción: “¡Amarillo color de oro, azul de la azul esfera y rojo que reverbera como la sangre del toro!”. La franja amarilla de la actual Bandera venezolana de Menena es oscura, negra, y negra es también la franja azul, pero de color rojo alarmante la tercera franja que en lugar de reverberar como la sangre de un toro insiste en mantener el tradicional color de la catastrófica presencia del socialismo castrista comunista.

El diseño de esta patética bandera en tiempo bolivariano va acompañado de una frase hecha de lágrimas: “De mi bandera se fue el amarillo, la luz. Se fue el azul, el agua”, ¡y se acrecienta nuestra desolación! Pero la oscuridad no es solo el resultado de apagones producidos por una irresponsable falta de mantenimiento de sus instalaciones hidroeléctricas. Es oscuridad cultural provocada por un régimen militar que niega el arte y la sensibilidad. Es decir, ¡que niega a Menena Cottin y me niega también a mí!

La falta de luz nos agobia, la ausencia del agua agiganta nuestra desolación. La bandera diseñada por Menena pierde gran parte de sus atributos, derrota la perfecta asociación de sus colores y la oscuridad nos golpea y nos abruma. Nos aflige que la luz se vaya atormentada por “el imperialismo y la perversidad de Marco Rubio”, porque no sabemos cuándo va a volver. Pero lo que no se ha ido es el talento de Menena Cottin y su capacidad de expresar lo que sentimos y queremos decir en lenguajes nuevos, sensibles e inteligentes.

Se me antoja pensar que en Venezuela, la bandera no me representa como el ser civil que soy. Creo que su significación e importancia se han convertido en insignia militar, en presencia autoritaria y, en el caso extremo, en emblema personal de la máxima autoridad. Es lo que explicaría, además de su jactancia y vulgar echonería, que Nicolás Maduro aparezca en público con el pecho cruzado por una banda tricolor como si insistiera en afirmar una legalidad que no tiene y fuese él mismo la bandera del país que está hundiéndose a causa de su impericia humana y política.

Una bandera así, ¡no la quiero!

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