Francisco Canestri, nuestro profesor de Formación Social, Moral y Cívica en el colegio San José de Tarbes, machaconamente nos decía que “Venezuela tenía asegurado su futuro en las riquezas con las que la naturaleza lo había dotado, pero que la garantía de que esos tesoros se reprodujeran en progreso era la buena educación que recibiera la juventud”. Pues bien, lo de las riquezas naturales es indiscutible, también es justo reconocer que en la democracia se hizo un esfuerzo plausible para que se formara el talento humano que supiera administrar esas riquezas, lo que no se había previsto era que un régimen como éste que usurpa el poder actualmente fuera capaz de arruinar una nación como la nuestra.
Las heridas que deja a su paso esta barbarie no solo serán objeto de análisis para emprender su recuperación dentro de Venezuela, me atrevo a asegurar que semejante catástrofe será también médula de cátedras en universidades del mundo tratando de encontrar una respuesta a la interrogante: ¿cómo se puede destruir un país inmensamente rico? Otra cosa, en el inventario se enumerarán los desastres que se perpetraron contra la empresa petrolera más portentosa de América Latina, Pdvsa, o la locura administrativa que redujo a chatarras las industrias pujantes que habían en la Corporación Venezolana de Guayana. Pero las secuelas que más llamarán la atención son las que revelan los indicadores de salud. Por ejemplo, la desnutrición nos deja a millones de niños expuestos a enfermedades, así como a traumas sociales y desventajas económicas, en muchos casos irreversibles. Los datos aportados por el doctor José Félix Oletta nos indican que centenares de madres embarazadas parieron criaturas después de acusar severos síntomas de desnutrición durante la etapa del embarazo.
También encontramos informes dignos de estudiar, como el que publica la revista The Lancet, en el que refieren que «la mortalidad infantil se incrementa por los altos índices de desnutrición materna» y a su vez la de los niños que apenas ingieren, esporádicamente, un tetero con leche o un pedazo de pan. Las cicatrices que deja esa hambruna se manifestarán en las tallas de esos niños y en su rendimiento escolar deficitario.
Otro eslabón que no se puede obviar a la hora de anotar esas secuelas es el castigo que deja en el cuerpo de miles de venezolanos la malaria. Expertos sanitaristas indican que la malaria continuará malogrando los huesos después de que se domine la infección. Esta realidad no puede ser ajena a las más de 450.000 personas contagiadas por esa enfermedad, que había sido superada exitosamente en los tiempos de la democracia venezolana.
¿Cuál es la realidad? Que los pacientes serán amenazados por parásitos tóxicos que buscan alojarse en las articulaciones, de acuerdo con una investigación divulgada por la American Association for Advantage of Science. Sin ánimos de agredir, nos atrevemos a decir que en el caso de Venezuela, el parásito que causa esa pandemia no es solamente el Plasmodium, también está en la cabeza de un obstinado dictador, que por la obsesión de usurpar el poder que no le corresponde postra a nuestra ciudadanía a tan descomunal catástrofe humanitaria.
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